Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



jueves, 23 de diciembre de 2010

Hace ya casi un año que nació Cabezas de Ajo y por eso iniciamos nuestro blog con la palabra "Alumbramiento". Hoy 23 de diciembre de 2010 es un día muy especial porque otro alumbramiento ha tenido lugar. Desde Cabezas de Ajo queremos dar la enhorabuena a los padres de Ana que si bien ayer no les tocó la lotería hoy tienen 3,170 kilos más de felicidad en sus vidas. Marta y María.


Las alas de los saltamontes


Para Ana, con el deseo de que siempre vuele.


¿Sabéis lo que es un saltamontes? Seguro que alguna vez habéis visto alguno de estos insectos en el campo, saltando de un sitio a otro. Gracias a sus largas patas traseras pueden dar grandes brincos y, cuando son mayores, también tienen unas pequeñas alas pegadas a su cuerpo. Los saltamontes suelen ser de color verde, pero hay otros marrones o grises, que se camuflan con el color de la tierra. Incluso hay algunos que tienen las alas azules o rojas. Con suerte podéis verlos volar.

Esta historia que os voy a contar sucedió hace mucho tiempo en un lugar muy lejano. En ese sitio había muchas especies de animales que vivían tranquilamente alrededor de un estanque. Los saltamontes eran los insectos mejor organizados de ese lugar. Sus primos los grillos se parecían mucho a ellos y juntos cantaban por las noches bonitas canciones. Todos los veranos se celebraba un concurso de salto y, aunque el resto de insectos se entrenaba duramente, los saltamontes siempre se proclamaban campeones. Además eran muy responsables y nunca les faltaba comida en sus casas. Los hijos de los saltamontes, sus crías, se parecían en todo a sus padres salvo que no tenían alas. Debían crecer para ello. Todo parecía perfecto en el mundo de estos saltarines insectos, pero había un gran problema: los saltamontes no eran felices. Por mucho que fueran los insectos más listos y trabajadores del estanque no lograban encontrar la felicidad.

Un día, cansados de esta situación, se reunieron para buscar soluciones. Los más jóvenes opinaban que debían ir a otro lugar a buscar la felicidad, mientras que los más ancianos creían que lo mejor era quedarse en el estanque y seguir esperando. Al final Saltitos, el más divertido del grupo se puso serio y dijo: “Amigos, creo que ha llegado el momento de consultar a Vetusta”.
Vetusta, era el animal más importante de todo el lugar. Si alguna vez había algún problema Vetusta se encargaba de solucionarlo. Cuando los animales necesitaban consejo acudían a ella, por eso siempre había largas colas alrededor de su casa. Vetusta era una rana.
Era la primera vez que los saltamontes iban a visitar a Vetusta, por eso estaban algo nerviosos. Cuando le contaron su problema la rana empezó a croar y les dijo:
“Queridos saltamontes: el secreto de la felicidad está en vuestras alas”
Y tras decir esto se sumergió en el estanque. Los saltamontes regresaron a sus casas sin saber muy bien lo que quiso decirles la rana Vetusta.

Pasaron los días y seguían sin descifrar el mensaje que la sabia rana les había dado. Las crías estaban muy tristes porque como todavía no les habían crecido las alitas pensaban que no podían ser felices. Algunos intentaron arrancarse sus propias alas para ver si averiguaban dónde se escondía aquello que tanto buscaban. Sin embargo pasaba el tiempo y todo seguía igual. Ahora además de no ser felices estaban obsesionados con sus alas. Las miraban una y otra vez, intentaban tocarlas con sus patas delanteras, pero no había manera.

Una mañana de invierno Saltitos se fue a dar un paseo y se alejó más allá del territorio conocido. Pronto empezó a ver que ese lugar no le gustaba, no era una zona tan segura como su querido estanque. A pesar de todo, siguió brincando de piedra en piedra. De repente un escarabajo enorme se abalanzó sobre él y Saltitos hizo una cosa que nunca antes había hecho. Frotó sus pequeñas alas y vio como empezaba a elevarse dejando debajo al escarabajo gigante. Entonces es cuando se dio cuenta de que estaba volando. Al igual que sus amigas las moscas del estanque ¡¡¡estaba volando!!!

De regreso al estanque les contó al resto lo que había ocurrido. Desde ese día los saltamontes no sólo dan grandes saltos, también vuelan cuando ven algún peligro o cuando se juntan en grupo y van de un sitio a otro. Gracias a sus vuelos empezaron a ver el mundo de otro modo. Cruzaron la frontera de su estanque y aprendieron a valorar lo que tenían. Sin embargo las crías, como no tenían alas, seguían pensando que no podían encontrar la felicidad, pero Saltitos les dijo:

“Tranquilas amigas. Nosotros, vuestros padres y madres, nos hemos pasado mucho tiempo buscando la felicidad. Nos dijeron que estaba en nuestras alas y queríamos atrapar éstas constantemente, sin darnos cuenta de que estaban con nosotros. Justo cuando dejamos de perseguirlas nos dimos cuenta de que ellas viajaban a nuestro lado”.

Por eso, queridas amigos, si tenéis la suerte de ver algún saltamontes volando acordaros de esta historia que ocurrió hace mucho tiempo. Y si alguna vez veis que algunos no pueden escapar de los escarabajos gigantes será porque, al igual que a los hombres, se les habrá olvidado que la felicidad la llevan dentro.

sábado, 27 de noviembre de 2010

MICRORRELATO

por Marta





DIÁLOGO DE ARCIMBOLDO

“Apresúrese, por favor” dijo la Primavera con esa expresión de niña ingenua que la caracterizaba. Pero el Invierno, que había oído la misma cantinela año tras año, se acarició su recortada barba y carraspeó. La Primavera supo entonces que sería imposible de nuevo. Su abuelo, el Otoño, se lo había dicho cientos de veces, “cuanto más larga se haga la espera más placentera será la recompensa”. Y así fue al cabo de los días; entre las peladas ramas, los pequeños brotes, revoltosos y bulliciosos, apuntaron hacia el cielo.

martes, 9 de noviembre de 2010

Edad Pacífica

por María



Rayul aterrizó a escasos metros de la entrada del colegio, bajó del motóptero y al dar dos pasos se topó de frente con Dáyani. Sin pensarlo dos veces se acercó a ella y la besó apasionadamente en la boca y el cuello. Dáyani era nueva, sus madres acababan de mudarse a Madrid. Era la primera vez que se veían, pero sin duda habían notado como los relojes de compatibilidad alojados en sus muñecas se revolucionaban al cruzarse. Oportunidades así no debían desaprovecharse.

Igkasi miró el motóptero con infinita envidia mientras le decía a su amigo Inbow:
̶ ¡Qué suerte tiene! A mí mis padres no me dejan su motóptero ni locos.
̶ Ya ves. Ojalá pudiera yo comprarme uno así. Mientras tanto no me queda otra que venir en coche.
̶ Yo cojo la línea ultrasónica en la parada de Felipe VI y bajo en Neptuno. Pero si tuviera un motóptero no vendría en transporte público.
̶ Bueno, no te quejes, ni que vinieras en metro.
Igkasi río divertido las ocurrencias de Inbow y entraron en el aula de educación terciaria. Apretaron el botoncito verde y el ordenador incorporado a sus pupitres se encendió. Mientras se cargaba el software de la clase de historia Igkasi mandó un mensaje a su novia a través del vital. Hace unos meses que Igkasi visitó con Inbow el Museo Nacional de telefonía móvil. No podían creer que esos aparatos fueran los precedentes del vital.
̶ Mi padre me ha contado historias de su bisabuelo ̶ dijo Inbow. Por lo visto se hacían fotografías con los teléfonos móviles y se las enviaban. Has oído bien, ¡¡Fotografías!!!!
Sin duda lo que más les impactó fue la urna del “IPhone4”. Era el ejemplar más antiguo que se conservaba, databa del año 2010. Igkasi lo miraba absorto, una y otra vez. ̶ Ojala pudiéramos tocarlo, ¡qué pasada!


La pantalla del ordenador les indicó que la clase de historia iba a comenzar. La imagen del profesor Takesi se proyectó delante de cada pupitre y empezó la explicación. El profesor Takesi no sólo tenía un amplio dominio de la Historia Universal, sino que además sabía transmitir a sus alumnos el placer del conocimiento. Les hacía pensar, reflexionar y valorar el momento actual en el que se encontraban. A lo largo de los años, los estudiosos habían dividido la Historia en distintos periodos. Hace ya unas cuantas clases que habían comenzado a debatir la Edad Contemporánea, cuyo punto de inicio situaban en la época de la Revolución Francesa, mientras que los expertos colocaban su fin a principios del siglo XXII. Atrás quedaron las fantásticas discusiones que mantuvieron alumnos y profesor acerca de la Edad Antigua, Media y Moderna.
̶ ¿Qué pudo ocurrir profesor Takesi ? ̶ interrumpió Inbow.
̶ Parece que nunca lo sabremos Inbow, quizá sea el secreto mejor guardado de la Historia ̶̶ respondió el maestro ̶ . En cualquier caso creo que eso fue lo que pretendieron.
– ¿Por qué iban querer ocultar el pasado a las generaciones futuras? – intervino Rayul.
– Lo cierto es que no se sabe. Hay múltiples teorías. Hasta el año 2040 tenemos suficiente documentación para saber qué sucedía en todo el planeta, pero a partir de esa fecha hasta finales del siglo XXI hay un vacío de información. En mi opinión un vacío intencionado.
– Debió de pasar algo horrible…– apuntó Igkasi. Quizá una bomba nuclear los mató a todos, o a casi todos.
– No parece probable – le rebatió el profesor Takesi. Piensa que hoy en día el planeta está tan poblado o más que a principios del siglo XXI; si casi todos hubieran desaparecido hubiera sido imposible reproducirse tan rápido en este tiempo transcurrido. Mi opinión es otra. Sólo hay que bucear en los vitales para ver lo que ocurría a mediados del siglo XXI. El mundo era un caos. Guerras, hambre, violencia gratuita, extorsiones, contaminación, crisis absoluta de valores…supongo que llegó un momento en el que vieron que todo iba a acabarse. Cuesta imaginarse qué pudo suceder, pero sin duda algo grave ocurrió. Y quizá surgió una especie de conciencia colectiva que decidió cambiar el mundo.
– Y… ¿Por qué motivo ocultarían lo que ocurrió? – preguntó Inbow.
– Por vergüenza. Prefirieron dejarnos en herencia un tremendo silencio antes que mostrarnos el mundo que habían creado.
– Es una teoría bonita –sentenció Igkasi. Te hace creer en el ser humano.
– Y no sólo eso. La Edad Pacífica en la que nos encontramos desde principios del siglo XXII es tal y cómo la conocemos gracias a ese vacío en el tiempo. Pudimos empezar de cero. Y sin necesidad de bombas nucleares Igkasi – le dijo el profesor Takesi guiñándole un ojo. Pero al fin y al cabo sólo es una teoría de tantas.
– Daría lo que fuera por saber qué pasó – dijo Rayul.
– La Historia es así Rayul. Necesitamos perspectiva para verlo todo e incluso a veces hay misterios indescifrables. Hace muchos siglos pensaban que la Tierra era el centro del Universo y luego supieron que sólo era uno de tantos planetas que giraba alrededor del Sol. Lo que hoy nos parece obvio costó la vida a muchas personas. Por ejemplo a comienzos del siglo XXI se preguntaban si había vida en otros planetas y hoy nos resulta casi imposible que pudieran dudarlo. Perspectiva amigos. Sea lo que sea aquello que ocurrió seguimos aquí y eso es lo importante, ¿no?

La clase terminó tras unas horas de jugoso diálogo. El profesor Takesi les mandó escribir una poesía sobre lo que pudo ocurrir desde el año 2040 hasta el 2100.

Rayul despegó su motóptero. Inbow arrancó su coche e Igkasi cogió la línea ultrasónica. Deseaban llegar a casa cuanto antes para hacer la poesía y sorprender al día siguiente al profesor Takesi.





lunes, 6 de septiembre de 2010

Mundialización

por Marta



El sol corona el cielo, cierro los ojos y siento calor en mis párpados. Las gotas de agua en mi piel se van evaporando y dejan una sensación de bienestar absoluto. Abro los ojos tan sólo por una rendija y miro a mi alrededor. La luz me ciega, pero al fondo no veo el polvoriento desierto del Sahara como de costumbre, veo césped. Y al fondo la piscina.
Mañana regreso a mi casa después de pasar todo el verano con mi familia de acogida en España. Mi “madre” española soltará alguna lágrima en el coche camino del aeropuerto. Me aprecian mucho, y yo a ellos también. Pero también tengo ganas de volver a mi pueblo. Reencontrarme con mi familia y mis amigos después de tantos días.
Giro la cabeza y la veo. Esta mañana se ha levantado cerca de las diez porque está de vacaciones. Como de costumbre ha visto los dibujos en pijama hasta que dos horas más tarde la chica que la cuida la ha obligado a vestirse. Después de muchos esfuerzos y la habitual pataleta ha apagado el televisor y refunfuñando ha desayunado. Seguramente ha elegido personalmente el bañador y el vestido a juego. Y ahora mismo sus escasos ocho años están frente a mí. Lleva un bikini estampado con flores cuya parte de arriba recorre la planicie de su pecho y se amontona bajo sus axilas mientras baila. Tiene el pelo rubio platino y las cejas se confunden con su blanca piel. Es simpática, el otro día fue su cumpleaños y me regló una bolsa de golosinas.
Sus amigas la siguen, la imitan. Es la única que se la sabe. Su prima le ha pasado al ordenador la canción y ella la ha escuchado más de treinta veces en los últimos días. Se sabe también el baile, el cual intenta perfeccionar moviendo las caderas exageradamente. Yo las miro y escucho sus voces pueriles mientras bailan concentradas:

“Tsamina mina eh, eh
Waka Waka eh, eh
Tsamina mina zangalewa
¡porque esto es África!”


Cierro los ojos y sonrío. Siento el calor en mis párpados.

viernes, 13 de agosto de 2010

Número serás

por María





Sobre tu tumba, tiempo después de tu muerte, encontré una alianza matrimonial. Solía ir cada tarde a verte, a sentarme sobre el mármol que nos separaba, a repasar con mis dedos las letras doradas de tu nombre, de tus fechas. Porque ya sólo eras unas fechas, mil novecientos sesenta y tres, guión, dos mil nueve. Nunca entendí por qué era necesario grabar los años en las lápidas, en las esquelas. Esconde cierto morbo. Hay algo de querer etiquetar nuestro recorrido, como si fuera necesario resumirnos.

Quien lea tu lápida y no te conociese dirá: Pobre hombre, murió joven. Y eso serás, un nombre anónimo contenido en unos números al azar. Hace poco volviste a ser un número. Yo escuchaba la radio y de repente en las noticias algo que me llenó de furia, de la más absoluta impotencia por vivir en este mundo. La voz aséptica de la locutora decía algo así: Durante las vacaciones de Semana Santa, la Dirección General de Tráfico desplegará un dispositivo de catorce mil agentes con el objeto de consolidar los datos del año dos mil nueve, especialmente bueno, dónde sólo se registraron cuarenta y seis muertos. Ahí estabas tú, eras uno de esos cuarenta y seis. Pero no te preocupes que aunque te mataste las estadísticas te registran como una de esas muertes que hacen bueno un año. Al escucharlo se me puso un nudo en la garganta y lloré de rabia. Uno se muere y el mundo sigue, pero ¿sería mucho pedir que no contaran muertos como el que cuenta manzanas?

Cogí el anillo de oro y miré la inscripción en su interior. Sonreí. Por fin ibas a ser sólo para mí. Leí tu nombre y la fecha de tu boda. Otra vez unos números, un día de hace casi veinte años que ahora tu viuda estará deseando borrar de su existencia. Sin duda ella había descubierto nuestra relación, nuestras cartas, la pasión ferviente que nos unió durante tantos años. Entonces entendí que se había desprendido del símbolo de ese vínculo, de tu traición. Para mí también eres un número, la fecha de hoy, porque desde hoy, guión eternamente ya no te comparto con nadie. Aunque sólo te pueda demostrar mi amor sobre tu tumba.

domingo, 4 de julio de 2010

La Gran Estafa



Por Marta


Nueva York está a mis pies. No soy King Kong, soy limpiacristales del Rockefeller Center, uno de los edificios más altos de la ciudad.

La isla de Manhattan es realmente maravillosa. A lo largo de sus más de veintiún kilómetros de largo y casi cuatro de ancho está contenido, seguramente, lo mejor y lo peor de este mundo. Una especie de Arca de Noé del siglo veintiuno. Desde lo más alto del edificio puedo divisar toda su extensión y contemplar la colmena de construcciones que se extiende bajo mis pies. Algunas veces evito mirar hacia abajo e imagino que la isla no es más que una alfombra, una alfombra por la que camino torpemente intentando no tropezar con los edificios más altos.

Todos los días disfruto contemplando el devenir de la ciudad. El amanecer de Nueva York es uno de los mejores momentos del día, sin duda. El tiempo se detiene y durante algunos instantes tengo la sensación de que la ciudad nunca va a despertar. Pero siempre me equivoco, Nueva York siempre despierta. La marea de taxis amarillos comienzan a inundar las calles y poco a poco el movimiento empieza a ser perceptible desde mi posición. El anochecer, sin embargo, me resulta fugaz. Como si del decorado de un teatro de Broadway se tratara, de repente se produce un baile de colores que trae una oscuridad aderezada por miles de lucecitas amarillas. Dicen que Nueva York nunca duerme, yo creo que con tanta luz no le dejan dormir.

Es curioso fijarse en este tipo de cosas, pero si hay algo que me gusta es observar a la gente, que es lo que realmente da vida a la ciudad. El hombre del impecable traje negro y corbata azul que habla desde su telefóno móvil no es un “yuppie” que cerrará esta mañana un importante negocio. Su compañera de oficina que le acompaña acelerada, café en mano, tampoco está enamorada de él y no va pulcramente depilada. Él, casado desde hace años, habla con su mujer porque su hijo tiene fiebre y han de ir a buscarle a la guardería. Ella está a punto de ser despedida de la empresa, acaba de cumplir los cuarenta y vive con su madre viuda.

La joven rubia sentada bajo el árbol en Central Park no es una estudiante de duodécimo grado que será admitida en la Universidad de Harvard. Tampoco va a pertenecer a una hermandad femenina llamada Alpha. Lo cierto es que lleva un estricto tratamiento mediante píldoras para acabar con el acné y atiende en la lavandería propiedad de su padre.

La señora gorda que espera al autobús no acostumbra a alimentarse de comida basura. Aborrece las hamburguesas. Lo cierto es que padece un problema de tiroides y procura hacer ejercicio todos los días caminando desde Harlem hasta su trabajo. Aunque es negra no tiene ni idea de gospel y no ha cantado en su vida.

Cuando llegas a vivir a Nueva York te crees afortunado porque desde ese momento tu vida va a formar parte de esas otras vidas de película que tan bien conoces. Sin embargo pronto te darás cuenta de que en Nueva York te sigue molestando el juanete del pie izquierdo, tu madre sigue llamando para recordarte lo que debes hacer y para colmo a la salida del trabajo no te estará esperando la rubia de tus sueños. Siento darte esta mala noticia, sobre todo si aún vivías en la ignorancia, pero en Nueva York los árboles son árboles, los perros, perros y la gente, simplemente gente. Seres humanos que tropiezan cuando caminan por la calle, que sienten que la rutina les aplasta, que se sienten culpables cuando no hacen algo bien y que en muchas ocasiones se sienten solos en una gran ciudad. Gente a la que le huele el aliento por las mañanas, que van al cuarto de baño con un periódico en la mano y que tienen ardor de estómago tras una comida pesada. Y eso es lo que realmente hace maravillosa a esta ciudad: ser capaz de mantener ese gran secreto.

martes, 8 de junio de 2010

La suerte de la Diosa

por María


Esa fotografía te impacta mucho más que cualquier otra de la Guerra Civil Española. No hay muertos, no hay heridos ni rastro de sangre. No hay cuerpos famélicos, ni rostros desfigurados por el dolor. Es extraño, pero te impacta tanto por la contradicción que supone.


Con diez años pensabas que el mundo se acababa. Tenías miedo. Apenas sabías nada, pero oías palabras sueltas: Golfo Pérsico, Irak, Kuwait, Sadam Hussein. Y guerra. Recuerdas una conversación con tus compañeros del colegio, en aquella clase con grandes ventanales, esa que tenía un nombre tan raro: aula de pretecnología. Todos estabais asustados, tristes. Piensas en guerra y lo ves todo color verde. El verde de los uniformes gastados de los soldados. Curioso. Verde, color de la esperanza.
Pero eras una niña y ya sabemos que a esas edades todo se magnifica. Hubo guerra, pero no para ti.
La asignatura de Historia te parecía de las más interesantes y la palabra guerra aparecía en casi todas las lecciones. Cuando no era la guerra de la Independencia, era la de Secesión y cuando no, la de los Cien Años. Pero había tres estrellas: las dos mundiales y la Civil Española. Y se estudiaban tan tranquilamente, sentadita en tu pupitre y recitando de memoria.
Sin embargo las estudiabas desde la superioridad de aquél que piensa que las guerras son cosas pasadas, que hoy somos más listos que ayer, pero sobre todo desde la insolidaridad y el desconocimiento del que estudia el pasado sin abrir el periódico del presente, pintado de verde cada día, cada hoja.


Vuelves a mirar la fotografía y a notar esa fuerte contradicción. Porque sientes que en ella está lo mejor y lo peor del hombre ¿Cómo se puede valorar tanto el arte y tan poco las vidas humanas? ¿Por qué no se construyeron búnkeres para todos los hombres y sí para la Diosa? No lo entiendes. Es bonito querer que generaciones posteriores vean a la Diosa, pero ¿no sería más bonito que conocieran a sus abuelos? No lo entiendes, pero es que tú no sabes de guerras. Y claro que no estás preparada para vivir una. De hecho crees que nadie lo está, ni siquiera cuando están en ella. Piensas que no te tocará hacerlo. Es impensable.

domingo, 16 de mayo de 2010

El Gordo Bisnou

por Marta


Anochecía en Lasonaise. Era otoño y detrás de los cristales las hojas caían con un ritmo acompasado hasta que se posaban apaciblemente en el suelo de pizarra. Llovía con intensidad. El gordo Bisnou dio un sorbo a su aguardiente de menta, apretó los labios y atravesó con su mirada el grueso cristal de la ventana de la taberna. Luego froto sus ásperas manos, la una contra la otra y cruzó los brazos. El inmutable repiqueteo de las gotas de lluvia en los cristales lo acunó y quedó apaciblemente dormido apoyando su embrollada barba castaña sobre su barriga.
En la barra, Mauris, la tabernera, atendía a los últimos clientes de la tarde. El moño tenso, que esa misma mañana reunía en lo alto de su cabeza su espesa cabellera ondulada, ahora, relajado, dejaba escapar algún mechón rubio que se posaba de forma atrevida en su exuberante escote. Su rostro, aunque cansado, regalaba como siempre una sonrisa radiante que cautivaba a todo aquel que la mirara.
Al otro lado de la taberna, de cuclillas en una esquina, el pequeño Hansy hacia rabiar a un gato retorciéndole la cola. Éste lo miró desafiante, erizando su pelaje y de repente desapareció de allí como alma que lleva el diablo. Hansy correteó por toda la estancia tras del gato. Cansado de esquivar las mesas vacías se paró frente a la del gordo Bisnou. Observó que éste dormía profundamente y no pudo evitar sonreír para sus adentros. Miró hacia la barra para cerciorarse que sus padres estaban ocupados y se agachó ocultándose debajo de la mesa. Una vez allí, sigilosamente, desató los gruesos cordones de las botas del gordo y los ató juntos haciendo un nudo con todas sus fuerzas. Una vez hubo llevado a cabo la operación y presa de un gran nerviosismo se dispuso a abandonar en silencio su posición, saliendo lentamente de su improvisada guarida. Nada más asomar la cabeza por un lado de la mesa, Hansy recibió súbitamente una gran jarra de agua fría, empapando su cabeza y su cuerpo por completo. Cuando quiso darse cuenta y mirar hacia arriba solamente alcanzó a ver la gran boca del gordo Bisnou, riendo a carcajadas, escondida tras la espesura de su barba. Una risotada generalizada invadió la taberna mientras Hansy corría hacia los brazos de su madre, la cual reía escandalosamente.
El gordo Bisnou había heredado el nombre de su padre; de éste no solo había heredado el nombre sino también su fuerte complexión y el ofició de leñador.
El año en que nació el gordo Bisnou fue el más duro y frio que se recordaba en Tariskit desde hacía muchos años. La infancia del gordo pasó muy deprisa, a los once el pequeño Bisnou empezó a trabajar con su padre en los tupidos bosques de coníferas de Tariskit. Le hubiera gustado tener una madre. O por lo menos saber algo de ella. Su padre nunca le ocultó que les abandonó al poco tiempo de su nacimiento. Bisnou no sabía ni siquiera su nombre pero aun así, insólitamente y sin explicación alguna, de vez en cuando la echaba de menos.

El oficio de leñador era casi la única salida para los habitantes de los bosques boreales. Las vastas extensiones de abetos, pinos y alerces proporcionaban una madera resistente muy codiciada en el sur y el sustento necesario para llevar una vida mediocre y muy sacrificada. Los inviernos eran largos y extremadamente fríos. Durante largos periodos de tiempo el suelo permanecía congelado y cubierto de nieve, lo cual impedía cultivar o llevar a cabo cualquier alternativa de subsistencia. Para quien no estuviera acostumbrado a ello, el oficio de leñador podría parecer casi inhumano. No eran infrecuentes entre los leñadores las amputaciones de miembros a causa del frio, las pérdidas y desapariciones en mitad del bosque, e incluso las muertes por aplastamiento o congelación.
Sin embargo, el padre del gordo Bisnou le enseñó a amar su tierra y su trabajo. Durante las extenuantes caminatas por el interior de los bosques, le enseñó a no perder el sentido de la orientación guiándose por el sol y el viento, también le mostró la forma de resguardarse y calentarse en caso de fuerte temporal. Pero ante todo su padre le enseñó que el devenir de la naturaleza y su propia esencia mandaban sobre todos los seres vivos, estando éstos ineludiblemente a su merced. Bisnou admiró maravillado con sus propios ojos las estrategias de la naturaleza para hacer frente a las adversidades y para adaptarse al clima extremo. Pronto comprendió que las hojas de los árboles tenían forma de aguja para minimizar la superficie de transpiración y sobrevivir a fuertes heladas. Asimismo era capaz de distinguir a mucha distancia los fuertes pelajes aislantes de las martas o los armiños. La resina de los arboles, que brotaba viscosa por los cortes que efectuaban los leñadores, era recogida en grandes camiones para utilizarla industrialmente. Bisnou sabía que, lejos de los beneficios de las fábricas, los árboles producían esta sustancia cicatrizante cuando sufrían una herida para protegerse e impedir la entrada de organismos perjudiciales.
El padre del gordo Bisnou murió sepultado por un desplome de nieve en las profundidades del bosque de Tariskit. Fue un día soleado. Ante la imposibilidad de desenterrar el cuerpo los miembros del equipo decidieron abandonarlo allí. Bisnou lloró arrodillado a los pies del imponente abeto que se alzaba en la improvisada tumba. En ese momento, con la mirada fija en el abeto, recordó el día que su padre le explicó que la característica forma cónica de los árboles respondía a la necesidad de desalojar la nieve acumulada en las ramas de forma sencilla, evitando que éstas se quebraran por el peso.
Ese día, mejor que nunca, Bisnou comprendió la idea de que la fuerza y lo imprevisible de la naturaleza estaban por encima de todo. A pesar de ello, siguió amando su tierra tal y como su padre le había enseñado.
Todos los años con la llegada del otoño se congregaban en Tariskit multitud de feriantes venidos de toda la región. Los habitantes de la zona se aprovisionaban de víveres y reservas para subsistir el resto de los meses. La primavera que el gordo Bisnou cumplió veinticinco llegó a Tariskit una caravana proveniente de Lasonaise. En ella viajaba un hombre alto y corpulento que vendía aguardiente de menta, típico de su zona. A su lado, desenvuelta, se encontraba su hija, una chica rubia de tez morena, ojos color miel y caderas prominentes. La chica no era especialmente guapa pero cuando el gordó Bisnou la observó de lejos le pareció sumamente atractiva. Sus ágiles manos envolvían las botellas de aguardiente con diligencia y sus ojos miraban con franqueza a los clientes cuando les explicaba los matices de los sabores de la bebida. El gordo se aproximó al puesto abriéndose paso entre la gente, una vez allí se colocó detrás de la clientela e intentó que fuera la hija la que le atendiera.
- Buenos días, ¿qué desea?
- ¿Es tan bueno este aguardiente como dicen?- preguntó Bisnou atrevido.
- Mi padre siempre dice que es capaz de regalar una de sus mejores cabezas de ganado a quien, después de probarlo, no regrese a comprar una botella- contestó la muchacha con gran seguridad y una leve sonrisa en su rostro.
- Si es así, entonces no quiero ni probarlo…quiero comprar una botella- objetó Bisnou con aplomo.
- Muy bien, buena elección- sonrió la chica mostrando sus impecables dientes- Tenemos dos tamaños de botella ¿cuál quiere?
- La pequeña- respondió secamente el gordo Bisnou.
- Aquí se equivoca, estoy segura de que antes de que termine la semana se arrepentirá y volverá a comprar una de las grandes.
- No lo creo, no tengo a nadie con quien compartir el aguardiente – Bisnou notó que los ojos se le llenaron de lágrimas. Apretó los dientes e hizo una mueca que intentaba ser una sonrisa.
La chica lo miró con ojos comprensivos y gesto afligido. En un instante su rostro cambió y en su cara se dibujó una amplia sonrisa.
-Si quieres puedes abrir ahora la botella y compartes conmigo el primer trago.
-Está bien, pero yo nunca invitó a una mujer sin saber antes su nombre.
- Me llamo Arlén.
Siete días más tarde la feria abandonaba Tariskit. El vendedor de aguardiente de menta puso en marcha su carreta como tantas otras veces lo había hecho. Estaba contento, el negocio había sido bueno, pero sobre todo porque había visto por primera vez en su vida la alegría en la cara de su hija. A su lado, el sitio vacio de su hija Arlén, la cual había encontrado en Bisnou y en Tariskit la felicidad que siempre había soñado. Esa misma noche el gordo apoyó por primera vez su cabeza en el pecho de una mujer. Él y Arlén trazaron un futuro juntos mientras jugaban entrelazando sus manos en la oscuridad. Bisnou sonrió y se sintió por primera vez en muchos años radiante de felicidad.
Y el tiempo comenzó a pasar más rápido que nunca. Cuando el gordo Bisnou regresaba cada día del trabajo veía su sueño hecho realidad encontrando a Arlén recibiéndole en casa. Desde la muerte de su padre había fantaseado con la idea de que una avalancha lo sepultara de igual modo que hizo con su padre. Ahora ansiaba la vida más que nunca. Mientras recorría el bosque disfrutaba a cada paso, veía a la naturaleza de nuevo como una amiga fiel, esta vez no le traicionaría.
Doce meses más tarde Arlén murió en el parto de su primer hijo. El gordo Bisnou, abatido, huyó de Tariskit llevando entre sus manos un bebé sano y rollizo, una niña de ojos color miel y cabello dorado que lloraba incesantemente implorando una madre que la calmase. Recorrió largas distancias sin vacilación. Atravesó campos y durmió en pequeñas posadas al pie del camino. En las frías noches arropó con cariño a su hija, que, como un extraño, no dejaba de llorar. Noche y día. Día y noche. Un profundo lamento, como una súplica, que a Bisnou le mostraba, por lo menos, que su hija estaba viva.
Después de largos días andando sin descanso, por fin llegaron a su destino. Aquella noche, después del sufrimiento, Lasonaise se antojaba como una pequeña recompensa para Bisnou. Allí viviría su hija, lejos de los fríos y poblados bosques de Tariskit. En el mismo pueblo en el que creció su madre. Sin embargo, Bisnou tenía claro que su hija, al contrario que él y Arlén tendría una madre. Con profunda ternura el gordo besó la frente de la niña en la puerta de aquella taberna. En ese preciso instante, como si de un regalo de despedida se tratase, la pequeña dejó de llorar. Un silencio insondable se apoderó de Lasonaise y de la vida del gordo Bisnou.

Hansy, con el pelo aún mojado, se acercó a la mesa del gordo Bisnou.
- Dice mamá que te pida perdón – susurró el pequeño.
Bisnou volvió su mirada hacia la barra. En ella, Mauris, terminaba de fregar y colocar los últimos vasos. La tabernera miró hacia su hijo y sonrió mostrando sus impecables dientes. Sus ojos color miel derrochaban dulzura y amor. A continuación, tras dejar el paño encima de la barra, apoyó las manos en sus amplias caderas y suspiró como cada día al terminar su trabajo.
- ¿Y tú qué dices?
- Que si me cuentas una de tus historias del bosque- sugirió Hansy mientras sus ojos brillaban de ilusión más que nunca.
Era noche cerrada en Lasonaise. Era otoño y detrás de los cristales las hojas caían con un ritmo acompasado hasta que se posaban apaciblemente en el suelo de pizarra. Llovía con intensidad. El gordo Bisnou dio el último sorbo a su aguardiente de menta, apretó los labios y atravesó con su mirada el grueso cristal de la ventana de la taberna. Se acomodó en la silla, acarició su poblada barba castaña y con voz áspera comenzó un nuevo relato.

domingo, 18 de abril de 2010

Ni reglas ni cadenas

por María

Detrás de unas gafas de pasta, los enormes ojos de sor Patrocinio nos miraban inquisitivamente. Segundos después oíamos su carcajada ensordecedora. Nuestras respiraciones apenas eran perceptibles en el silencio sepulcral del aula. Tras unos instantes que nos resultaban eternos, su tremenda figura coronada por una larga toca azul, se levantaba. Era entonces cuando se ponía a andar de mesa en mesa, lentamente, como regodeándose en su caminar. Esos temibles paseos solían terminar, para nuestra desgracia, cuando se paraba bruscamente delante de la cara asustada de alguna alumna, a la que hacía salir al encerado.

Ese día fue Patricia Castaño la alumna que hizo pucheritos en la pizarra. Sus ojos suplicantes nos miraban intentando buscar las respuestas a las preguntas de la monja, pero a nosotras la lección ya nos daba igual. En esos momentos sólo nos preocupábamos de rezar para no ser las siguientes en salir.

En el patio, durante el tiempo de recreo, imaginábamos tener “poderes poderosos”. Soñábamos que la tiza de la alumna que estuviera en la pizarra se convertía en una varita mágica. Tras señalar a sor Patrocinio con ésta, la monja se hinchaba como un globo, un tremebundo globo azul y salía volando por la ventana de clase para no regresar nunca más. Es difícil olvidarse de aquella ocasión en que Teresa Pinto Retuerto, la menor de las Retuerto, se pasó media hora de pie, con lágrimas en los ojos, agitando y apuntando con la tiza a sor Patrocinio, que en vez de hincharse como un globo azul se estaba poniendo como un demonio, roja de ira.

Mis padres me contaron que, en sus tiempos de colegiales, los profesores solían usar algún que otro artilugio para pegar a los alumnos. Mi madre no se libró de recibir firmes golpes en sus dedos con una regla, mientras que a mi padre, los curas, le hacían separarse la oreja de la cara a la vez que enrollaban con saña en ella una pequeña cadena metálica. Me pregunto si por ese motivo tendremos ambos las orejas de soplillo. A sor Patrocinio no le hacía falta usar ni reglas ni cadenas, le bastaba con su sola presencia para intimidarnos. Su cara, su voz y sus estruendosas carcajadas nos atemorizaban más que si nos hubiera puesto un dedo encima.
El resto de profesores de quinto curso, salvo don Agustín, eran monjas también, pero ninguna nos infundía tanto respeto como ella. Recuerdo alguna que otra ocasión en que sor Fuencisla venía a sustituirla y todas las alumnas nos poníamos como locas de contentas. Una hora con Sor Fuencisla, nuestra monja preferida, siempre era sinónimo de fiesta. Por no hablar del pobre don Agustín, el cual se ocupaba de las clases de gimnasia. Dicho de una forma suave podríamos referirnos a él como el “hazmerreír del colegio”. Hacíamos con él lo que queríamos y nunca se atrevió ni a levantarnos la voz.

El primer día de clase de sexto curso fue el peor de nuestras vidas. La puerta se abrió contundentemente, chocando contra el pupitre en que se encontraba Begoña Salvatierra. Creíamos estar viendo visiones. No era posible que sor Patrocinio fuera la monja que estuviera mirándonos sonriente en el quicio de la puerta. En años anteriores ella no había dado clase a sexto curso, así que suponíamos que sólo se asomaba para saludar a sus antiguas alumnas. Sin embargo nos equivocábamos. Sor Patrocinio no sólo nos daría Matemáticas y Biología como otros años, a esas asignaturas se le sumaban Dibujo, Religión y Música, además de que para mayor desgracia, sería nuestra tutora. Nos esperaba un año infernal. Ese día estábamos tan deprimidas que ni siquiera nos dimos cuenta de que sor Patrocinio no subió el tono de voz en toda la hora y de que se había pasado todo el tiempo de clase con una amplia sonrisa.
Llevábamos una semana como alumnas de sexto curso y sor Patrocinio estaba rara. Una semana sin oír su característica carcajada después de una pregunta compleja; una semana sin sus temibles paseos; una semana sin que salir al encerado fuera un suplicio. Algo pasaba. ¿Sería posible que sor Patrocinio se volviera buena? Ya ni siquiera cruzábamos los dedos para que sor Fuencisla viniera a sustituirla.

Patricia Castaño, que había repetido curso, no se podía creer las cosas que le contábamos en la hora del recreo. Cuando empezaron las clases y se enteró de que no tendría ese año a la monja de sus pesadillas hasta lucía con orgullo los suspensos que la habían hecho repetir curso, pero unas semanas después nos envidiaba profundamente.


Era invierno y aquel lunes iba a cambiar el destino del colegio y de nuestras vidas. Sor Ángela y don Agustín entraron en clase. Fueron ellos los que nos dieron la noticia. Sor Patrocinio había fallecido. Celebrarían una misa en la capilla al día siguiente.
Teníamos once años. A esa edad la muerte todavía nos era ajena. Sin embargo la brusquedad del suceso nos impactó. Las lágrimas afloraron a nuestros ojos, otra vez a causa de la monja, pero por motivos bien distintos. Junto a éstas un sentimiento de culpabilidad se apoderó de nosotras por tantos años de odio hacia ella. Sor Patrocinio no salió volando como un globo por la ventana como tanto habíamos deseado, pero ya nunca regresaría.

domingo, 28 de marzo de 2010

TU VESTIDO ROSA por Marta

Tu abuelo te mira desde lo alto. No es tan alto como él quisiera aunque lo suficiente como para que lo veas a años luz de tu corta estatura. Con su cálida mano aprieta la tuya y años más tarde te darás cuenta de que asida a esa mano eras feliz.

Te llamas Violeta a pesar de que el color de tu vestido es rosa, porque no todo es perfecto. Tu madre te ha peinado esta mañana y en mitad de la cabeza ha recogido tu pelo usando tu coletero favorito. Hueles muy bien. En este momento no lo sabes, pero cuando seas mayor y huelas la colonia que tu madre derrochaba al peinarte sentirás que nada huele, sabe, ni suena tan bien como entonces.

Como es domingo tu padre te ha dado una moneda de veinticinco pesetas. En casa de tu abuela, sin otro entretenimiento manoseas la moneda y juegas con ella hasta la hora de iros. Conoces la moneda a la perfección como tus propias manos. En el listín telefónico de la abuela, con la ayuda de un lápiz, calcas la moneda y la cara del rey se queda inmortalizada. Dentro de treinta años, cuando la veas en el papel amarillento, tendrás la sensación de que esas veinticinco pesetas valían más que cualquier otro euro que vino después.

Tumbada en la bañera, con el agua templada y los dedos arrugados juegas llenando los tapones de los champús con espuma. Tus padres están en el salón viendo el futbol y tú oyes al comentarista de lejos. El primer día que vayas a un spa serás consciente de que sólo en aquellos momentos tenías verdadera paz y serenidad.

Sentada en la octava fila del circo ves salir a dos payasos. Sus narices son rojas, como tu color preferido. El más alto de los dos se tropieza y cae a los pies del bajito. Te ríes con tanta naturalidad como nunca más en la vida lo volverás a hacer. Al terminar la universidad caerás en la cuenta de que ya no tienes color favorito.

Arrodillada a los pies de la chimenea garabateas y llenas de color unos folios en blanco. Tu hermana Blanca te coge los rotuladores y pinta en tus hojas. Llena de rabia la empujas y le tiras del pelo. Ella te araña y te pellizca. En este momento la odias con todas tus fuerzas pero es posible que a nadie en el mundo vayas a querer tanto como a ella.

Tendrás treinta años y te sentirás perdida, a pesar de que vistas un bonito vestido color violeta.

domingo, 14 de marzo de 2010

El siguiente relato nació de un modo peculiar. Una noche, entre sueños, a su autora le vino el título inesperadamente a la cabeza.Convencida de que ese título no podía quedar huérfano de historia se puso manos a la obra.

ME ABANDONARON LAS MANECILLAS DEL RELOJ por Marta

Llegué a casa pronto aquella tarde y con ganas de cocinar. Bajé a comprar verduras para hacerlas a la plancha junto con unos solomillos que me recomendó el carnicero. Descorché el vino tinto y lo vacié en el decantador para dejar que cogiera la temperatura de la estancia. Ese día Arturo trabajaba hasta tarde a pesar de que fuera viernes. Pensé que tendría suficiente tiempo para recrearme en la elaboración del plato e incluso prepararía previamente un postre para coronar la cena. Tenía por casa algunas velitas que pensé en colocar dispersas por el suelo y encenderlas poco antes de la llegada de Arturo. Era una cursilada que no me gustaba nada pero alguna vez en la vida tendría que hacerlo…y ¿por qué no hoy? Estaba ilusionada con la cena, con la tranquilidad de un viernes en casa y con poder, por fin, después de cuatro años, demostrarle a su novio todo lo que le quería.
Eran casi las nueve y con toda la cena preparada y el postre en la nevera me desnudé para tomar una ducha. Desconecté el móvil del trabajo. Hacía más de dos años, desde que empecé a trabajar para Birdgets & World que no había tenido tiempo para mí misma. Ni una sola tarde para recrearme en mi propio cuerpo y su cuidado. Me miré al espejo y vi a la misma Alicia de siempre. Quizás alguna curva se había pronunciado más a lo largo de estos años pero en el fondo el mismo cuerpo. Los mismos hombros con los huesos marcados, la cintura de avispa que tanto me gustaba y los pechos prominentes con los pezones duros y pequeñitos. Los toqué con las manos, apretándolos, como para sentir mi cuerpo y mi piel más cerca que nunca.
Me di una rápida ducha con agua muy caliente; todos los poros de mi piel se abrieron y sentí una profunda relajación solo comparable a la que lograba los pocos días que dormía ocho horas seguidas. Salí de la ducha, me miré al espejo y me ví guapa. Muy guapa. Estrené el conjunto de lencería que me había regalado Arturo hacía casi un año y coloqué en mi cuerpo el ceñido vestido negro que tanto le gustaba. Maquillé sutilmente mis ojos y usé el pintalabios más rojo que encontré. Detrás de las orejas puse unas gotitas de esencia de vainilla y en el equipo de música introduje el último disco de jazz que habíamos comprado. Sonó el teléfono.

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Hacía ya casi tres años que Alicia había recibido aquella llamada telefónica. Un minuto y treinta y dos segundos. Con voz seca y pocas explicaciones Arturo abandonó a Alicia. Un viernes tras otro, como si de un ritual se tratara, Alicia repetía la misma escena buscando otro final. Porque aquella noche, subida en unos altos tacones, Alicia se quedó como un reloj que pierde sus manecillas. Inservible. Perdida en el tiempo.

jueves, 11 de marzo de 2010

Tenía mis dudas sobre si publicar o no este relato aquí en el blog. Al final he decidido compartir este pequeño homenaje desenfadado al Festival de Eurovisión. Porque no todos los relatos nacen con la pretensión de ser eternos. María

LE ROYAUME-UNI, TROIS POINTS. por María

Daniela es una chica de gustos peculiares. Ecléctica, podríamos decir. Lo mismo te podías cruzar con ella en la ópera que en un concierto de ACDC. Encontraba un placer exquisito en caminar sin rumbo bajo la lluvia, mojándose de pies a cabeza, mientras los transeúntes la miraban extrañados. El año que se doctoró summa cum laude en Medicina se hizo un tatuaje en el brazo. Una cobra enorme desde el hombro hasta la muñeca. Meses después se matriculó en Leyes por la Universidad a distancia y devoraba los tomos de Derecho Romano con las misma rapidez con la que años antes había leído su colección de comics de «El Jabato». Sin embargo, tenía una afición de carácter algo más prosaico, podríamos decir. Secretamente soñaba con representar a España en el Festival de Eurovisión. Había seguido todas las galas desde que tenía uso de razón; los últimos años incluso había llegado a grabarlas y verlas una y otra vez hasta que la cinta se estropeaba. El momento cumbre llegaba cuando se realizaban las votaciones finales. Le encantaba cuando la presentadora pronunciaba el nombre y la puntación del Reino Unido en varios idiomas : Le Royaume-Uni, trois points ; United Kingdom, three points…se repetía Daniela con profundo placer. Pero no sabía cómo podía participar en tan prestigioso concurso.

Las votaciones teléfonicas se habían hecho rutinarias en la mayoría de cadenas televisivas. Un año decidieron que incluso se podía votar por internet a cualquiera que decidiese presentarse para cantar en el festival. Daniela vislumbró su oportunidad. Estuvo meses preparándose, mandó su vídeo y esperó.


Entre los diez elegidos que lucharían por representar a España no estaba Daniela. En cambio sí estuvo un tipo que se tocó ostensiblemente sus atributos mientras profería insultos y demás piropos a parte del público y miembros del jurado.
Al año siguiente los máximos dirigentes españoles se reunieron para buscar un nuevo método de selección de representantes para Eurovisión que evitara sucesos desagradables como el del año anterior. El método debía ser objetivo y transparente, que garantizara los derechos de los votantes y votados. Tras meses de discusión y consabida consulta a los sindicatos llevaron su propuesta a Bruselas. Los Estados Miembros estuvieron reunidos semanas. Finalmente tomaron una decisión.

Daniela esperaba ansiosa la gala de esa noche. Todo eran rumores sin gran fiabilidad. Nadie sabía quién representaría a España. El público era un manojo de nervios.

En primer lugar comenzaron a dar entrada a los vídeos de presentación de los países participantes, mientras los espectadores ondeaban sus banderitas. Esta era la parte que más aburría a Daniela; los vídeos describían los monumentos más importantes de cada país, junto con una colección de tópicos y demás sobre el mismo. Le pareció extraño que pusieran todos los vídeos de presentación de una vez en lugar de ponerlos antes de cada actuación como solían hacer en años anteriores. Estaba deseosa de escuchar las canciones.
Tras el vídeo de presentación de Bosnia-Herzegovina la presentadora dio paso a la publicidad.
A la vuelta, y sin más, la pantalla de las votaciones estaba preparada. Se sucedieron sin sobresaltos, lo típico. Uribarri adivinaba a quién iba a votar cada país segundos antes. A España lo de siempre, Andorra, Portugal y poco más. Ganó Letonia, que tenía los votos de Estonia, Rusia y Lituania y del resto de países del este. El Reino Unido no participó ese año, así que Daniela ni siquiera pudo oír cómo la voz de la presentadora pronunciaba lo que a ella tanto le gustaba.

lunes, 1 de marzo de 2010

Visiones

por María

La primera vez fue cuando mi padre y mis hermanos volvieron arrastrando aquel mamut gigantesco. No quise decirles nada.
Yo aún era joven para salir de cacería y me quedaba en la entrada de la caverna preparando los útiles para el desollamiento. Mi madre, embarazada en esa época de mi hermano Ma’adi, preparaba los ungüentos para el gran hechicero Ka’Unga. Pronto sería el ritual.
Empecé a sudar cuando valoré la posibilidad de ser como ellos. No quería obsesionarme ni pensarlo en exceso, pero tenía todos los síntomas. Aquella vez, como muchas otras veces, miré al final de la explanada. Sin embargo los árboles habían perdido su nitidez; sus contornos se difuminaban entremezclándose con el azul celestial. Probé a cerrar los ojos, a frotarlos. Pero la tupida arboleda seguía ejecutando para mí un tímido baile de manchas en la lejanía. Ya le tenía dentro.
Intenté tranquilizarme. Entré en la caverna y ayudando a mi madre con sus preparativos todo volvió a la normalidad. Su cara, nuestras manos, ni rastro de él. No debía haberme preocupado, estaba claro que lo del ritual me tenía tan absorbido que me había hecho imaginar demasiado rápido. Tomé aire y me tranquilicé. Pero cuando oí las risas y cánticos de mis hermanos regresando de la cacería me volvió a suceder. Salí al exterior para recibirles y al mirar a lo lejos aparecieron otra vez esas manchas. No podía distinguir a mi padre, no veía al mamut, sólo bultos difuminados que se iban acercando hacía mí. Tuvieron que pasar unos segundos eternos y entonces empecé a verles con nitidez. Mi hermano Je’bel, con sonrisa triunfante, alzaba su puño en alto. Adiós a esos bordes difusos, otra vez la visión real de las cosas.
Aquella noche, antes de dormirme, froté mis ojos y miré las paredes de la cueva. La angustia volvió a apoderarse de mí.
Hoy tendrá lugar el ritual. Es el segundo que se celebra en nuestro pueblo. El gran hechicero Ka’Unga tratará de sanar al grupo de poseídos. La vez anterior sus esfuerzos fueron en vano, todos ellos fueron condenados. El malvado se había metido dentro de ellos; primero empezaba a apoderarse de sus ojos, de su vista, pero cabía la posibilidad de que eso sólo fuera el principio. No pensaban tomar riesgos. Si ninguno de ellos conseguía expulsar al malvado sería mejor sacrificar sus vidas.
No quise levantar sospecha, prefería no hablarlo con nadie. Pero eso no significaba que no estuviera ya sentenciado; cada diez lunas los miembros del Consejo sometían a todos al examen. Y no superarlo suponía estar en el próximo ritual. No había escapatoria. Sin embargo a mí no me hacían falta confirmaciones oficiales; sentía al malvado mirar por mis ojos, los contornos difusos formaban parte de mi vida cotidiana. Y yo prefería morir antes que pasarme la existencia sin ver a las manadas de mamuts a los lejos, sin poder distinguir cuál de mis hermanos era el que corría en la explanada.


Dejé las gafas en la mesilla de noche. Antes de dormirme, froté mis ojos y miré las paredes de la habitación. Creo que la miopía me ha vuelto a subir. Hay que dar gracias, al menos ahora tenemos manera de corregirla, ¿te imaginas cómo sería la vida de los cavernícolas miopes?

domingo, 21 de febrero de 2010

Próxima parada

por Marta


Llevaba muchos meses viajando en metro. Todos los días el mismo trayecto. Aquella subterránea oscuridad parecía cada vez más negra. En cada parada sentía una intensa opresión en el pecho que por unos segundos me dejaba paralizada. Los viajeros que cada mañana se sentaban a mi lado se encontraban en lugares remotos. Miraban con sus infinitos ojos grises a la negrura angustiosa del túnel, luego se bajaban. Pero yo seguía allí. Algunos me invitaban día tras día, incansablemente, a apearme junto a ellos, me tendían sus manos generosas y yo, de forma pusilánime, declinaba su oferta. Otros viajeros, sin embargo, me daban la espalda cada día. Mi trayecto a pie, en la calle, era una breve línea recta. Pero yo, conscientemente, elegía hacerlo cada día en aquel ensortijado laberinto insondable. Miedo insondable. Angustia insondable. Viajes nauseabundos y tormentosos. Próxima parada: Congosto. Final de línea.

Aquel día subí en el primer vagón. Las vías marcaban inevitablemente el camino del convoy; los raíles de la infelicidad que dirigían mi vida me forzaban de nuevo a realizar el mismo itinerario que de costumbre. Ninguna posibilidad para un cambio de vías.
Aquella mujer ataviada con abrigo de piel de vicuña se sentó a mi lado y sacó un periódico del bolso. Abrió por las páginas centrales y, en la esquina superior izquierda de la hoja, una noticia llamó mi atención:

“…la joven de veinticinco años, después del incendio fortuito de su vivienda en el que perdió a su pareja, ha conseguido, gracias a sus nuevas manos biónicas, volver a tocar el piano.”

Próxima parada: Esperanza

Al final del pasillo los rayos de sol atravesaban los cristales de la puerta de salida de la estación. Cuando llegué allí un hombre de mediana edad y aspecto retraído abrió la puerta. Me dejó pasar y en sus labios adiviné una sonrisa tímida.

Subí los escalones de la salida de la boca de metro y al llegar a lo alto respiré profundamente. Por mi nariz penetró un intenso olor a flores y a tierra mojada. Había llegado la primavera. Casi un año y medio después por fin había llegado la primavera. Comencé a caminar mirando al frente. El sol brillaba en lo alto del cielo y el resplandor me hacía guiñar los ojos. Mis piernas se movían con ligereza pero, a la vez, se aferraban firmemente a la superficie. Mis pies se transformaron en la prolongación de mis brazos y a cada paso manosearon el suelo sintiendo la planicie que se extendía bajo ellos.

Mis brazos se movían afinadamente al compás de las piernas, dejándose caer como si fueran de plomo. Mis puños cerrados comenzaron a desentumecerse y abrirse. Noté cómo una ligera brisa jugaba entre los dedos acariciando suavemente las puntas.

En el interior del cuerpo noté como todos los órganos vitales se oxigenaron y percibí por un momento, de manera consciente, como todos ellos trabajaban de forma individual pero coordinada. Me pareció sentir un torrente de sangre galopando por mis venas. En aquel preciso instante fui consciente de todas las partes del cuerpo; sentí cómo la nariz cogía aire rítmicamente, noté que mis labios se apoyaban suavemente el uno sobre el otro, mis oídos distinguían toda una gama de sonidos, desde los más imperceptibles a los más cercanos, los ojos, acostumbrados a percibir una reducida escala de grises, comenzaron a descubrir los colores, las formas, los gestos y las miradas. Tiernas y generosas miradas que la gente me regalaba a cada paso.

Es posible que esto solamente ocurra una vez en la vida, pero en aquel momento exacto, sentí que todo mi cuerpo y mi mente se encontraba en armonía. En ese breve y efímero soplo de tiempo sentí que estaba viva.

domingo, 24 de enero de 2010

Sólo el título ya me enamora. Es posible que mi devoción por este relato esté relacionado con mi presencia en los hechos que en él se cuentan. Lo reconozco. Pero estoy segura que cada uno al leerlo sabrá llevarlo a su terreno y sentirse protagonista de esta tierna historia que invita a la reflexión. Marta

PANCHITOS POR UVAS por María

Relato basado en mi primer recuerdo

A veces tengo la sensación de que soy rara. Bueno, en realidad debería decir que tengo la sensación de que se lo parezco al resto de los mortales. La rareza deriva del acto de compararse con el resto de nuestros congéneres, ya que si no fuera así, es obvio, que a nosotros mismos nuestras rarezas nos parecerían de lo más normal. Vamos, que incluso podrían rozar la vulgaridad. Sin embargo, soy consciente de que hago y pienso cosas que no caben dentro del termómetro que mide la normalidad, objetivamente hablando.

Cuentan que un excedente en las cosechas alicantinas de primeros de siglo hizo que se implantara la costumbre de tomarse “las doce uvas de la suerte” el día de Nochevieja. No tiene nada que ver con motivos religiosos o culturales, sino más bien con el ingenio de unos viticultores deseosos de desembarazarse de una gran cantidad de uvas sobrantes, los cuales inventaron esa tradición que ahora cumplimos a rajatabla la mayoría de los españoles el día 31 de diciembre. Con cada campanada nos metemos una uva a la boca y si es posible la masticamos y la tragamos, y si no es posible la almacenamos junto con las once que vendrán. Otros, queriendo ganar la carrera, pasan olímpicamente de las campanadas y se las van metiendo a marchas forzadas en la boca para que a eso de la sexta campanada digan: ¡Ya está!¡He ganado!. Y levantan gozosos los brazos en alto como si realmente hubieran ganado algo. Es un espectáculo digno de ver. Entonces me dí cuenta de que todos los españoles que hemos venido siguiendo esta costumbre a lo largo de los años, tenemos un mínimo de uvas ingeridas con total seguridad. ¿A qué esto no sucede con ninguna otra fruta? Yo no sé realmente si a lo largo de mi vida he comido 200 manzanas, 400 manzanas o 1000. No tengo ni la más remota idea. Tampoco te podría decir si mi padre, mi hermana o mi prima han tomado por lo menos 100 naranjas, 500 o 2000. Todo dependería de la edad, del gusto y de lo que yo les haya visto llevar a cabo estas acciones. Sin embargo con las uvas, si hacemos un cálculo de las nocheviejas vividas, restando los primeros años de vida, por lo menos sabría dar un número mínimo de uvas llevadas a la boca por todos los componentes de mi familia, amigos y conocidos de los que sé que siguen la susodicha tradición. Pienso estas cosas mientras voy de camino a casa y me doy cuenta de que en realidad tampoco tiene tanto mérito, que estoy hablando de un número mínimo y no de una cifra exacta, ya que para esto último tendría que tener en cuenta las uvas que toman estas personas durante el resto del año. Vaya desilusión. Pero de repente pienso en mi caso particular.

No sé si es mi primer recuerdo. En realidad dudo mucho que alguien en el mundo pueda decir que un hecho concreto es su primer recuerdo. Más bien tendrá un cúmulo de distorsionadas imágenes a las que podría calificar de primeros recuerdos. Y luego tendrá lo que yo voy a denominar primeros recuerdos a la fuerza. Se trata de esos sucesos que una vez te ocurrieron y que los has oído tantas y tantas veces que realmente crees recordarlos, los revives, e incluso los decoras con más material si hace falta, pero en el fondo los únicos que pueden dar fe de ellos son los que te los han contado hasta la saciedad. En un principio pensaba contaros uno de esos recuerdos a la fuerza. Yo debía de tener unos 3 años y nos íbamos de viaje. Mi padre bajaba por las escaleras con una enorme maleta familiar y yo iba unos escalones por delante con una muñeca agarrada a mi mano. Por lo visto, o así me lo han contado, porque repito, yo esto no lo recuerdo, mi madre, que iba detrás, le debió de decir algo y mi padre se giró. El giro de mi padre supuso el desplazamiento de la maleta hacia delante, y el desplazamiento hacia delante de la maleta supuso mi caída rodando a lo largo de 15 empinados escalones. Por lo que dicen me levanté ipso facto, con la muñeca aún agarrada a mi mano y tras unos pasos titubeantes me puse a llorar. No me pasó absolutamente nada pero imagino que a mis padres el susto no se les olvidó tan fácilmente. Yo siempre he pensado que aquella muñeca me salvó la vida.

Sin embargo intenté recordar de verdad, contaros algo que realmente sintiese en primera persona y no como un espectador que visiona un hecho de su vida. Y entonces me vi debajo de la mesa del comedor de casa de mi abuela.

Aunque no fuéramos una familia excesivamente amplia no había sillas suficientes como para que todos pudiésemos tomar las uvas sentados. Por eso a mi hermana, a mis primas y a mí nos tocó ocupar la primera línea de fuego, en el suelo, sentadas en la alfombra con parte de la mesa haciendo de techo de nuestro refugio. Nunca se me olvidarán esas Nocheviejas y particularmente aquella en que el año 1986 tocaba a su fin. Después de la copiosa cena había venido San Silvestre cargado de regalos, porque en nuestra casa, además de venir Papa Noel y los Reyes Magos, en Nochevieja venia otro tipo barbudo que se hacía llamar San Silvestre. San Silvestre, al que yo imaginaba muy parecido a Papa Noel pero con el traje dorado, era el que más me gustaba. Supongo que sería porque no visitaba a todas las familias y eso hacía que yo pensara que la nuestra era especial. Además San Silvestre hacía cosas muy originales, como por ejemplo aquella vez en que dejó una carta escrita junto con los paquetes en la que nos animaba a abrir cada regalo de uno en uno y gritar, justo después ¡viva San Silvestre! Fue algo inolvidable. Con la emoción de una niña de seis años que acaba de abrir un montón de regalos nos fuimos a la salita de la televisión para tomar las uvas. En mi plato en lugar de doce uvas había doce panchitos. No sabría decir cuál fue el motivo de esto, sin embargo me aventuro a pensar que o bien manifesté mi deseo de no tomar esos frutos pequeños con pipas y piel o bien otros lo decidieron por mí.

Esto me hace pensar que por lo menos hasta 1986 yo no había tomado uvas por alguna razón. A partir de 1987 imagino que sí, porque yo ya quería ser como los mayores y lo de tomar panchitos ya no me hacía tanta gracia. Si a mis casi 30 años les quitamos esas 6 primeras celebraciones sin uvas haríamos un total de 23 nocheviejas que multiplicado por 12 frutos asciende a un total de 276 uvas. Teniendo en cuenta que como mucho habré tomado 30 uvas a deshora, fuera de su momento y lugar apropiado, es decir la última noche del año, la cifra de uvas que han entrado en mi boca es de aproximadamente 306 uvas. Seguiré siendo rara, pero ahora ya me quedo más tranquila.

Pero lo que hizo que esa nochevieja quedara en mi mente para siempre fue un descubrimiento que me dejó impactada. No sé si es algo común o no, nunca lo he hablado con nadie, pero yo pensaba que la numeración de los años era algo cíclico, no creía que el año 1986 era único e irrepetible sino que mi mente de niña creía que los años volvían una y otra vez. Recuerdo que yo decía los números en alto y que después del 6 venía el 7 y que por eso del año 1986 pasábamos al 1987, y entonces debí de preguntar que cuando se volvía a empezar a contar para volver al año 1986. Y alguien me explicó lo que sucedía. No me lo podía creer. Realmente fue algo difícil de contar, una mezcla entre tristeza y desazón se apoderó de mí. Estaba viviendo los últimos momentos de un año y ahora empezaba a ser consciente de ello. Que pena me dio el número 1986, es como si se quedara caduco, inservible. Fue una sensación que siempre tendré grabada y que dudo que alguien pueda llegar a entender.

Es posible que éste, al que he bautizado como “mi primer recuerdo” no sea especialmente llamativo ni digno de relatarse, pero yo nunca olvidaré aquel día en que sentada debajo de la mesa y comiendo panchitos comprendí que el año 1986 ya nunca volvería.

sábado, 9 de enero de 2010

Huellas

por Marta

Las nubes amenazaban un día gris. Y así lo fue. El primer día que Tliab salió a cazar con su padre marcó su vida para siempre. Nada más abandonar la cueva y dirigirse a la hondonada desde donde observarían la manada de gacelas Tliab resbaló por unas rocas despeñándose por una ladera escarpada. El brutal golpe en la cabeza le dejó la mitad del cuerpo paralizada salvando milagrosamente su vida. Desde entonces ni su brazo ni su pierna izquierda responderían nunca más a las órdenes dictadas por su cerebro.
Asombrosamente Tliab creció como un niño más. Cuando sus amigos corrían o saltaban él arrastraba torpemente su pierna izquierda ayudándose de su brazo derecho mientras su brazo izquierdo se balanceaba pendiendo del hombro como si del badajo de una campana se tratara. Desarrolló una prodigiosa capacidad para manejarse sólo con una mano y una pierna, sin embargo nunca pudo dedicarse a las tareas asignadas para los hombres como él. A cambio realizaba ejemplarmente las tareas normalmente establecidas para las mujeres como la recolección, búsqueda de agua o cuidado de los niños y enfermos. Sus padres le querían como a un hijo más y sus hermanos, familiares y amigos nunca sintieron compasión de él sino profunda admiración y orgullo. Sin embargo, calladamente, Tliab siempre se sintió inferior. Anhelaba cazar como los demás; muchas noches antes de dormir fantaseaba con la imagen de llegar al poblado arrastrando un pesado bisonte y siendo alabado por todos sus familiares. Durante sus sueños pulía delicadamente las piedras con las que elaboraba afiladas lanzas, también mezclaba barro, sangre y grasa para ornamentar su cuerpo como tantas veces había visto hacer. Pero al despertar siempre eran otros los que salían al acecho de las bestias y él comenzaba el día tragando sus lágrimas de pura impotencia.
La noche en que celebraron los festejos por la muerte del anciano Tleon, mientras la multitud ovacionaba las danzas, Tliab se retiró silenciosamente del grupo y se dirigió hacia la cueva donde almacenaban los animales cazados, aquella en la que de pequeño su abuelo le contaba las leyendas de sus antepasados cazadores. Tliab sabía que nunca llegaría a formar parte de esas historias que daban aliento a sus gentes, sabía que por mucho que quisiera su existencia nunca dejaría huella. Al llegar allí, sentado en una piedra, lloró. Durante largo rato y sin pudor lloró desconsoladamente. Después se quedó dormido y al despertar, mirando al techo de la cueva, pensó en hacer algo que nunca nadie había hecho antes. Reunió carbón vegetal, arcilla, sangre y grasa de animal. Estudió el relieve de las paredes y techo que tenía frente a él y se dejó llevar.


La cueva de Altamira, descubierta en 1875 por Marcelino Sanz de Sautuola supone el primer conjunto pictórico prehistórico de gran extensión conocido hasta el momento. Actualmente, son las cuevas más importantes y famosas del Paleolítico a nivel mundial.

La Batalla

por María

Hoy tendrá lugar la primera de las batallas. Si todo sale como espero no será la última. Para ganar esta guerra es necesario luchar durante varias jornadas, derrotar a distintos rivales. Da igual el momento del día que sea, los ejércitos enemigos siempre son los mismos. No hay diferencias entre unas huestes adversarias y otras, si acaso la mayor o menor experiencia de aquel que les dirige. En realidad apenas hay diferencias entre ellos y el ejército que yo mismo conduzco: mismo objetivo, misma forma de posicionarnos al comienzo de la contienda, mismos movimientos. Únicamente el color de nuestra piel nos separa.
Ha llegado la hora. Suspiro profundamente y miro las piezas que componen mi arsenal. Algunas armas son más poderosas que otras, pero todas ellas me esperan relucientes, deseando ser usadas. Entonces me fijo en mis manos. Estas manos que dentro de más o menos tiempo, no lo sé, me habrán ayudado a conseguir la gloria. Tantos años con ellas, entrenando con precisión toda suerte de ejercicios, y ahora, juntas, podemos poner en práctica nuestros conocimientos. Pero no todo es destreza con las manos, quizá eso sea lo de menos. Lo importante está más arriba, en mi cabeza. La paciencia, el estudio del rival y del terreno, la táctica. Ahí reside la verdadera fuerza. Sólo eso podrá derrocar a un rival tras otro. Pienso en mi estrategia mientras observo el campo de batalla. Poco a poco comienzo a dar las primeras órdenes, a situar a cada uno en el sitio que le corresponde inexorablemente. Segundos después miro al frente y lo veo. No hay duda. El ejército enemigo también está preparado.
Noto los nervios, mis manos empiezan a sudar. Un escalofrío recorre mi cuerpo cuando a lo lejos, más atrás de la primera línea de fuego, diviso el castillo. Sus dos torres blancas, imponentes, con sus recortadas almenas sobresalen por encima del resto. Están perfectamente alineadas y al mirarlas detenidamente percibo un reflejo de luz. Me pregunto si serán de mármol.
Pienso en los habitantes de ese castillo. En aquellos que según avance la batalla irán cayendo poco a poco. Pero sobre todo pienso en él, su Rey. Ese anciano de barbas blancas es nuestro verdadero objetivo. Todo gira a su alrededor. Cuando le destronemos el combate habrá terminado. Poco nos importa que parezca débil, que se mueva despacio, pasito a pasito. En el fondo él es su reino y cuando él no esté ya nada tendrá sentido. Por eso no podemos despistarnos ni tener compasión de él. Su esposa, la Reina, siempre nos pareció una mujer más poderosa, tan activa, moviéndose ágilmente de un sitio a otro, más protagonista de las luchas encarnizadas que su propio esposo. Pero es sólo fachada, el verdadero poder lo tiene él, el Rey. Cuando la cruz que reposa en lo alto de su corona sea nuestra podremos sentirnos por fin vencedores.
Entonces una señal nos indica que la batalla ha comenzado. No sé si aquel que dirige el ejército rival es un guerrero experto o no. Cabe la esperanza de que sea un joven imberbe, con ansias de aprender, pero con pocos lances a sus espaldas. Eso sería una gran suerte para mí. Pero puede que sea un soldado con gran pericia, sagaz, quien sabe si descendiente de los temidos guerreros rusos. Sin embargo sus primeros movimientos denotan que quizá sea un combate más breve de lo esperado. Sí, es casi seguro que no tendré que desgastarme. He visto sus dos caballos blancos. Primero uno y después el otro. Los corceles se mueven con un trote curioso, como saltando de un lado a otro. Les miro sonriendo y creo notar un brillo en sus lomos. Desde esta distancia parecen de marfil. Podría haberme enviado a cualquiera de los soldados de primera línea, a ese ejército de bajitos, pero no, ha preferido entretenerme con dos pobres rocines que saltan de un lado al otro como locas cabalgaduras sin ninguna finalidad.

Ha sido fácil. Mucha más de lo esperado, no creo que haya durado ni un minuto. Uno, dos, tres y cuatro: jaque mate. Muevo mi peón de negras, mi reina y mi alfil. Es el jaque pastor, el movimiento más rápido y letal en ajedrez. Ventajas de jugar con un principiante.