Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



domingo, 24 de enero de 2010

Sólo el título ya me enamora. Es posible que mi devoción por este relato esté relacionado con mi presencia en los hechos que en él se cuentan. Lo reconozco. Pero estoy segura que cada uno al leerlo sabrá llevarlo a su terreno y sentirse protagonista de esta tierna historia que invita a la reflexión. Marta

PANCHITOS POR UVAS por María

Relato basado en mi primer recuerdo

A veces tengo la sensación de que soy rara. Bueno, en realidad debería decir que tengo la sensación de que se lo parezco al resto de los mortales. La rareza deriva del acto de compararse con el resto de nuestros congéneres, ya que si no fuera así, es obvio, que a nosotros mismos nuestras rarezas nos parecerían de lo más normal. Vamos, que incluso podrían rozar la vulgaridad. Sin embargo, soy consciente de que hago y pienso cosas que no caben dentro del termómetro que mide la normalidad, objetivamente hablando.

Cuentan que un excedente en las cosechas alicantinas de primeros de siglo hizo que se implantara la costumbre de tomarse “las doce uvas de la suerte” el día de Nochevieja. No tiene nada que ver con motivos religiosos o culturales, sino más bien con el ingenio de unos viticultores deseosos de desembarazarse de una gran cantidad de uvas sobrantes, los cuales inventaron esa tradición que ahora cumplimos a rajatabla la mayoría de los españoles el día 31 de diciembre. Con cada campanada nos metemos una uva a la boca y si es posible la masticamos y la tragamos, y si no es posible la almacenamos junto con las once que vendrán. Otros, queriendo ganar la carrera, pasan olímpicamente de las campanadas y se las van metiendo a marchas forzadas en la boca para que a eso de la sexta campanada digan: ¡Ya está!¡He ganado!. Y levantan gozosos los brazos en alto como si realmente hubieran ganado algo. Es un espectáculo digno de ver. Entonces me dí cuenta de que todos los españoles que hemos venido siguiendo esta costumbre a lo largo de los años, tenemos un mínimo de uvas ingeridas con total seguridad. ¿A qué esto no sucede con ninguna otra fruta? Yo no sé realmente si a lo largo de mi vida he comido 200 manzanas, 400 manzanas o 1000. No tengo ni la más remota idea. Tampoco te podría decir si mi padre, mi hermana o mi prima han tomado por lo menos 100 naranjas, 500 o 2000. Todo dependería de la edad, del gusto y de lo que yo les haya visto llevar a cabo estas acciones. Sin embargo con las uvas, si hacemos un cálculo de las nocheviejas vividas, restando los primeros años de vida, por lo menos sabría dar un número mínimo de uvas llevadas a la boca por todos los componentes de mi familia, amigos y conocidos de los que sé que siguen la susodicha tradición. Pienso estas cosas mientras voy de camino a casa y me doy cuenta de que en realidad tampoco tiene tanto mérito, que estoy hablando de un número mínimo y no de una cifra exacta, ya que para esto último tendría que tener en cuenta las uvas que toman estas personas durante el resto del año. Vaya desilusión. Pero de repente pienso en mi caso particular.

No sé si es mi primer recuerdo. En realidad dudo mucho que alguien en el mundo pueda decir que un hecho concreto es su primer recuerdo. Más bien tendrá un cúmulo de distorsionadas imágenes a las que podría calificar de primeros recuerdos. Y luego tendrá lo que yo voy a denominar primeros recuerdos a la fuerza. Se trata de esos sucesos que una vez te ocurrieron y que los has oído tantas y tantas veces que realmente crees recordarlos, los revives, e incluso los decoras con más material si hace falta, pero en el fondo los únicos que pueden dar fe de ellos son los que te los han contado hasta la saciedad. En un principio pensaba contaros uno de esos recuerdos a la fuerza. Yo debía de tener unos 3 años y nos íbamos de viaje. Mi padre bajaba por las escaleras con una enorme maleta familiar y yo iba unos escalones por delante con una muñeca agarrada a mi mano. Por lo visto, o así me lo han contado, porque repito, yo esto no lo recuerdo, mi madre, que iba detrás, le debió de decir algo y mi padre se giró. El giro de mi padre supuso el desplazamiento de la maleta hacia delante, y el desplazamiento hacia delante de la maleta supuso mi caída rodando a lo largo de 15 empinados escalones. Por lo que dicen me levanté ipso facto, con la muñeca aún agarrada a mi mano y tras unos pasos titubeantes me puse a llorar. No me pasó absolutamente nada pero imagino que a mis padres el susto no se les olvidó tan fácilmente. Yo siempre he pensado que aquella muñeca me salvó la vida.

Sin embargo intenté recordar de verdad, contaros algo que realmente sintiese en primera persona y no como un espectador que visiona un hecho de su vida. Y entonces me vi debajo de la mesa del comedor de casa de mi abuela.

Aunque no fuéramos una familia excesivamente amplia no había sillas suficientes como para que todos pudiésemos tomar las uvas sentados. Por eso a mi hermana, a mis primas y a mí nos tocó ocupar la primera línea de fuego, en el suelo, sentadas en la alfombra con parte de la mesa haciendo de techo de nuestro refugio. Nunca se me olvidarán esas Nocheviejas y particularmente aquella en que el año 1986 tocaba a su fin. Después de la copiosa cena había venido San Silvestre cargado de regalos, porque en nuestra casa, además de venir Papa Noel y los Reyes Magos, en Nochevieja venia otro tipo barbudo que se hacía llamar San Silvestre. San Silvestre, al que yo imaginaba muy parecido a Papa Noel pero con el traje dorado, era el que más me gustaba. Supongo que sería porque no visitaba a todas las familias y eso hacía que yo pensara que la nuestra era especial. Además San Silvestre hacía cosas muy originales, como por ejemplo aquella vez en que dejó una carta escrita junto con los paquetes en la que nos animaba a abrir cada regalo de uno en uno y gritar, justo después ¡viva San Silvestre! Fue algo inolvidable. Con la emoción de una niña de seis años que acaba de abrir un montón de regalos nos fuimos a la salita de la televisión para tomar las uvas. En mi plato en lugar de doce uvas había doce panchitos. No sabría decir cuál fue el motivo de esto, sin embargo me aventuro a pensar que o bien manifesté mi deseo de no tomar esos frutos pequeños con pipas y piel o bien otros lo decidieron por mí.

Esto me hace pensar que por lo menos hasta 1986 yo no había tomado uvas por alguna razón. A partir de 1987 imagino que sí, porque yo ya quería ser como los mayores y lo de tomar panchitos ya no me hacía tanta gracia. Si a mis casi 30 años les quitamos esas 6 primeras celebraciones sin uvas haríamos un total de 23 nocheviejas que multiplicado por 12 frutos asciende a un total de 276 uvas. Teniendo en cuenta que como mucho habré tomado 30 uvas a deshora, fuera de su momento y lugar apropiado, es decir la última noche del año, la cifra de uvas que han entrado en mi boca es de aproximadamente 306 uvas. Seguiré siendo rara, pero ahora ya me quedo más tranquila.

Pero lo que hizo que esa nochevieja quedara en mi mente para siempre fue un descubrimiento que me dejó impactada. No sé si es algo común o no, nunca lo he hablado con nadie, pero yo pensaba que la numeración de los años era algo cíclico, no creía que el año 1986 era único e irrepetible sino que mi mente de niña creía que los años volvían una y otra vez. Recuerdo que yo decía los números en alto y que después del 6 venía el 7 y que por eso del año 1986 pasábamos al 1987, y entonces debí de preguntar que cuando se volvía a empezar a contar para volver al año 1986. Y alguien me explicó lo que sucedía. No me lo podía creer. Realmente fue algo difícil de contar, una mezcla entre tristeza y desazón se apoderó de mí. Estaba viviendo los últimos momentos de un año y ahora empezaba a ser consciente de ello. Que pena me dio el número 1986, es como si se quedara caduco, inservible. Fue una sensación que siempre tendré grabada y que dudo que alguien pueda llegar a entender.

Es posible que éste, al que he bautizado como “mi primer recuerdo” no sea especialmente llamativo ni digno de relatarse, pero yo nunca olvidaré aquel día en que sentada debajo de la mesa y comiendo panchitos comprendí que el año 1986 ya nunca volvería.