Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



domingo, 16 de mayo de 2010

El Gordo Bisnou

por Marta


Anochecía en Lasonaise. Era otoño y detrás de los cristales las hojas caían con un ritmo acompasado hasta que se posaban apaciblemente en el suelo de pizarra. Llovía con intensidad. El gordo Bisnou dio un sorbo a su aguardiente de menta, apretó los labios y atravesó con su mirada el grueso cristal de la ventana de la taberna. Luego froto sus ásperas manos, la una contra la otra y cruzó los brazos. El inmutable repiqueteo de las gotas de lluvia en los cristales lo acunó y quedó apaciblemente dormido apoyando su embrollada barba castaña sobre su barriga.
En la barra, Mauris, la tabernera, atendía a los últimos clientes de la tarde. El moño tenso, que esa misma mañana reunía en lo alto de su cabeza su espesa cabellera ondulada, ahora, relajado, dejaba escapar algún mechón rubio que se posaba de forma atrevida en su exuberante escote. Su rostro, aunque cansado, regalaba como siempre una sonrisa radiante que cautivaba a todo aquel que la mirara.
Al otro lado de la taberna, de cuclillas en una esquina, el pequeño Hansy hacia rabiar a un gato retorciéndole la cola. Éste lo miró desafiante, erizando su pelaje y de repente desapareció de allí como alma que lleva el diablo. Hansy correteó por toda la estancia tras del gato. Cansado de esquivar las mesas vacías se paró frente a la del gordo Bisnou. Observó que éste dormía profundamente y no pudo evitar sonreír para sus adentros. Miró hacia la barra para cerciorarse que sus padres estaban ocupados y se agachó ocultándose debajo de la mesa. Una vez allí, sigilosamente, desató los gruesos cordones de las botas del gordo y los ató juntos haciendo un nudo con todas sus fuerzas. Una vez hubo llevado a cabo la operación y presa de un gran nerviosismo se dispuso a abandonar en silencio su posición, saliendo lentamente de su improvisada guarida. Nada más asomar la cabeza por un lado de la mesa, Hansy recibió súbitamente una gran jarra de agua fría, empapando su cabeza y su cuerpo por completo. Cuando quiso darse cuenta y mirar hacia arriba solamente alcanzó a ver la gran boca del gordo Bisnou, riendo a carcajadas, escondida tras la espesura de su barba. Una risotada generalizada invadió la taberna mientras Hansy corría hacia los brazos de su madre, la cual reía escandalosamente.
El gordo Bisnou había heredado el nombre de su padre; de éste no solo había heredado el nombre sino también su fuerte complexión y el ofició de leñador.
El año en que nació el gordo Bisnou fue el más duro y frio que se recordaba en Tariskit desde hacía muchos años. La infancia del gordo pasó muy deprisa, a los once el pequeño Bisnou empezó a trabajar con su padre en los tupidos bosques de coníferas de Tariskit. Le hubiera gustado tener una madre. O por lo menos saber algo de ella. Su padre nunca le ocultó que les abandonó al poco tiempo de su nacimiento. Bisnou no sabía ni siquiera su nombre pero aun así, insólitamente y sin explicación alguna, de vez en cuando la echaba de menos.

El oficio de leñador era casi la única salida para los habitantes de los bosques boreales. Las vastas extensiones de abetos, pinos y alerces proporcionaban una madera resistente muy codiciada en el sur y el sustento necesario para llevar una vida mediocre y muy sacrificada. Los inviernos eran largos y extremadamente fríos. Durante largos periodos de tiempo el suelo permanecía congelado y cubierto de nieve, lo cual impedía cultivar o llevar a cabo cualquier alternativa de subsistencia. Para quien no estuviera acostumbrado a ello, el oficio de leñador podría parecer casi inhumano. No eran infrecuentes entre los leñadores las amputaciones de miembros a causa del frio, las pérdidas y desapariciones en mitad del bosque, e incluso las muertes por aplastamiento o congelación.
Sin embargo, el padre del gordo Bisnou le enseñó a amar su tierra y su trabajo. Durante las extenuantes caminatas por el interior de los bosques, le enseñó a no perder el sentido de la orientación guiándose por el sol y el viento, también le mostró la forma de resguardarse y calentarse en caso de fuerte temporal. Pero ante todo su padre le enseñó que el devenir de la naturaleza y su propia esencia mandaban sobre todos los seres vivos, estando éstos ineludiblemente a su merced. Bisnou admiró maravillado con sus propios ojos las estrategias de la naturaleza para hacer frente a las adversidades y para adaptarse al clima extremo. Pronto comprendió que las hojas de los árboles tenían forma de aguja para minimizar la superficie de transpiración y sobrevivir a fuertes heladas. Asimismo era capaz de distinguir a mucha distancia los fuertes pelajes aislantes de las martas o los armiños. La resina de los arboles, que brotaba viscosa por los cortes que efectuaban los leñadores, era recogida en grandes camiones para utilizarla industrialmente. Bisnou sabía que, lejos de los beneficios de las fábricas, los árboles producían esta sustancia cicatrizante cuando sufrían una herida para protegerse e impedir la entrada de organismos perjudiciales.
El padre del gordo Bisnou murió sepultado por un desplome de nieve en las profundidades del bosque de Tariskit. Fue un día soleado. Ante la imposibilidad de desenterrar el cuerpo los miembros del equipo decidieron abandonarlo allí. Bisnou lloró arrodillado a los pies del imponente abeto que se alzaba en la improvisada tumba. En ese momento, con la mirada fija en el abeto, recordó el día que su padre le explicó que la característica forma cónica de los árboles respondía a la necesidad de desalojar la nieve acumulada en las ramas de forma sencilla, evitando que éstas se quebraran por el peso.
Ese día, mejor que nunca, Bisnou comprendió la idea de que la fuerza y lo imprevisible de la naturaleza estaban por encima de todo. A pesar de ello, siguió amando su tierra tal y como su padre le había enseñado.
Todos los años con la llegada del otoño se congregaban en Tariskit multitud de feriantes venidos de toda la región. Los habitantes de la zona se aprovisionaban de víveres y reservas para subsistir el resto de los meses. La primavera que el gordo Bisnou cumplió veinticinco llegó a Tariskit una caravana proveniente de Lasonaise. En ella viajaba un hombre alto y corpulento que vendía aguardiente de menta, típico de su zona. A su lado, desenvuelta, se encontraba su hija, una chica rubia de tez morena, ojos color miel y caderas prominentes. La chica no era especialmente guapa pero cuando el gordó Bisnou la observó de lejos le pareció sumamente atractiva. Sus ágiles manos envolvían las botellas de aguardiente con diligencia y sus ojos miraban con franqueza a los clientes cuando les explicaba los matices de los sabores de la bebida. El gordo se aproximó al puesto abriéndose paso entre la gente, una vez allí se colocó detrás de la clientela e intentó que fuera la hija la que le atendiera.
- Buenos días, ¿qué desea?
- ¿Es tan bueno este aguardiente como dicen?- preguntó Bisnou atrevido.
- Mi padre siempre dice que es capaz de regalar una de sus mejores cabezas de ganado a quien, después de probarlo, no regrese a comprar una botella- contestó la muchacha con gran seguridad y una leve sonrisa en su rostro.
- Si es así, entonces no quiero ni probarlo…quiero comprar una botella- objetó Bisnou con aplomo.
- Muy bien, buena elección- sonrió la chica mostrando sus impecables dientes- Tenemos dos tamaños de botella ¿cuál quiere?
- La pequeña- respondió secamente el gordo Bisnou.
- Aquí se equivoca, estoy segura de que antes de que termine la semana se arrepentirá y volverá a comprar una de las grandes.
- No lo creo, no tengo a nadie con quien compartir el aguardiente – Bisnou notó que los ojos se le llenaron de lágrimas. Apretó los dientes e hizo una mueca que intentaba ser una sonrisa.
La chica lo miró con ojos comprensivos y gesto afligido. En un instante su rostro cambió y en su cara se dibujó una amplia sonrisa.
-Si quieres puedes abrir ahora la botella y compartes conmigo el primer trago.
-Está bien, pero yo nunca invitó a una mujer sin saber antes su nombre.
- Me llamo Arlén.
Siete días más tarde la feria abandonaba Tariskit. El vendedor de aguardiente de menta puso en marcha su carreta como tantas otras veces lo había hecho. Estaba contento, el negocio había sido bueno, pero sobre todo porque había visto por primera vez en su vida la alegría en la cara de su hija. A su lado, el sitio vacio de su hija Arlén, la cual había encontrado en Bisnou y en Tariskit la felicidad que siempre había soñado. Esa misma noche el gordo apoyó por primera vez su cabeza en el pecho de una mujer. Él y Arlén trazaron un futuro juntos mientras jugaban entrelazando sus manos en la oscuridad. Bisnou sonrió y se sintió por primera vez en muchos años radiante de felicidad.
Y el tiempo comenzó a pasar más rápido que nunca. Cuando el gordo Bisnou regresaba cada día del trabajo veía su sueño hecho realidad encontrando a Arlén recibiéndole en casa. Desde la muerte de su padre había fantaseado con la idea de que una avalancha lo sepultara de igual modo que hizo con su padre. Ahora ansiaba la vida más que nunca. Mientras recorría el bosque disfrutaba a cada paso, veía a la naturaleza de nuevo como una amiga fiel, esta vez no le traicionaría.
Doce meses más tarde Arlén murió en el parto de su primer hijo. El gordo Bisnou, abatido, huyó de Tariskit llevando entre sus manos un bebé sano y rollizo, una niña de ojos color miel y cabello dorado que lloraba incesantemente implorando una madre que la calmase. Recorrió largas distancias sin vacilación. Atravesó campos y durmió en pequeñas posadas al pie del camino. En las frías noches arropó con cariño a su hija, que, como un extraño, no dejaba de llorar. Noche y día. Día y noche. Un profundo lamento, como una súplica, que a Bisnou le mostraba, por lo menos, que su hija estaba viva.
Después de largos días andando sin descanso, por fin llegaron a su destino. Aquella noche, después del sufrimiento, Lasonaise se antojaba como una pequeña recompensa para Bisnou. Allí viviría su hija, lejos de los fríos y poblados bosques de Tariskit. En el mismo pueblo en el que creció su madre. Sin embargo, Bisnou tenía claro que su hija, al contrario que él y Arlén tendría una madre. Con profunda ternura el gordo besó la frente de la niña en la puerta de aquella taberna. En ese preciso instante, como si de un regalo de despedida se tratase, la pequeña dejó de llorar. Un silencio insondable se apoderó de Lasonaise y de la vida del gordo Bisnou.

Hansy, con el pelo aún mojado, se acercó a la mesa del gordo Bisnou.
- Dice mamá que te pida perdón – susurró el pequeño.
Bisnou volvió su mirada hacia la barra. En ella, Mauris, terminaba de fregar y colocar los últimos vasos. La tabernera miró hacia su hijo y sonrió mostrando sus impecables dientes. Sus ojos color miel derrochaban dulzura y amor. A continuación, tras dejar el paño encima de la barra, apoyó las manos en sus amplias caderas y suspiró como cada día al terminar su trabajo.
- ¿Y tú qué dices?
- Que si me cuentas una de tus historias del bosque- sugirió Hansy mientras sus ojos brillaban de ilusión más que nunca.
Era noche cerrada en Lasonaise. Era otoño y detrás de los cristales las hojas caían con un ritmo acompasado hasta que se posaban apaciblemente en el suelo de pizarra. Llovía con intensidad. El gordo Bisnou dio el último sorbo a su aguardiente de menta, apretó los labios y atravesó con su mirada el grueso cristal de la ventana de la taberna. Se acomodó en la silla, acarició su poblada barba castaña y con voz áspera comenzó un nuevo relato.