Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



domingo, 18 de diciembre de 2011

Primer concurso de Relato Corto "Una historia con Renault"

Sé que puede parecer pretencioso inaugurar esta nueva sección "Estantería de Trofeos" cuando corremos el riesgo de que la estantería se queda algo vacía, pero esas son, entre otras, las ventajas de tener un blog personal: que una (o dos en este caso) pueden hacer lo que les da la gana. Así que me ha dado la gana crear esta sección para compartir con vosotros mi alegría por lograr un premio en un concurso de relatos. Se trata del 2º Premio de relato corto del “Primer Concurso de Relatos: Una Historia con Renault” que coorganizan el Periódico El Norte de Castilla y Renault.  Mi relato “Mis dueños”, cuyos derechos de explotación pertenecen en exclusiva, desde el pasado martes, a El Norte de Castilla y Renault, se ha alzado con ese segundo premio.








                                                           Foto con Carlos Aganzo, el Director de "El Norte de Castilla"
Y bueno, ya sé que no es el Nobel, ni el Premio Nacional de Literatura, ni siquiera el primer premio del concurso, pero como una nunca sabe si volverá a tener la oportunidad de recoger un premio y, lo más bonito,  de dedicarlo, yo quiero aprovechar la mía.
A pesar de que mi lista de amigos en facebook diga lo contrario, cuando me puse a pensar en toda la gente a la que dedicar el premio me salía un número excesivo. Ni siquiera haciendo uso de la generosa bondad del lector me parecía justo someterle a una lista interminable de personas, así que no me queda otra que resumir (aún a riesgo de dejarme a alguien, al que seguro que también se lo dedico).
En primer lugar agradecer al jurado que supo valorar esta historia, la historia de un coche cuyo recorrido no es más que la excusa para contar el transitar de una familia, la mía. A toda ella le dedico este premio, a los que están y a los que se fueron pero que siguen estando conmigo. Mención especial para mis padres, no hay blog en que pueda caber agradecimiento por todo lo que hacen por mí.
A Adri, a la sonrisa de sus ojos de coca cola, el bastón en el que me apoyo en el camino.
A Cleo, porque el sonido de sus patitas me acompaña en el cocinar de mis relatos.
A David, galdarrito de pro, que me avisó de la existencia de este concurso.
A Nuri, Kari y el resto de las bonis, a mi Reina Maga, a  Sara y Ángel , a Coe, a las exspeeradas, a mi Lenin, a Meri y Silvia.
A los fieles seguidores de este humilde blog.
A los compis del Colectivo Literario Renglones de Ficción que hace tiempo dejaron de ser compañeros para empezar a ser amigos.  A Helena y Antonio, que desinteresadamente me brindaron su compañía para ir a recoger este premio.
Pero si hay alguien al que le quiero dedicar este premio es a la persona que más admiro, a mi otro yo, no sólo literario. Como ella dijo un día, al ajo que conmigo hace una cabeza completa, mi hermana Marta.
María

                                     MIS DUEÑOS                                        
                                                                                                         
 Corría el año mil novecientos noventa y dos y, aunque ya hace más de tres lustros, lo recuerdo como si fuera ayer. Aquella noche apenas pude dormir. No había forma de cerrar los faros. Mis tres pedales temblaban de nervios. La palanca de cambios no paraba de cuchichear con los asientos delanteros,  emocionados todos ellos. La carrocería verde oscura parecía querer separarse de mi esqueleto, el chasis. El volante y el cigüeñal, orgullosos integrantes de la transmisión del automóvil, conversaban acerca de la nueva vida que estaban a punto de comenzar. Pero sobre todo mis cuatro ruedas, e incluso la quinta en discordia, la de repuesto, eran el fiel reflejo de cómo me encontraba. Esos neumáticos con sus relucientes tapacubos estaban deseosos de girar sobre sí mismos y de conocer, por fin, aquello de lo que tanto habían oído hablar: el asfalto.

Cuando analicé sus movimientos acomodándose en el asiento del conductor y la expresión satisfecha de su cara supe que ese hombre grande y gordo había encontrado lo que buscaba. Me pareció que la mujer que le acompañaba, sin duda su esposa, torcía el gesto al mirar mi chapa metalizada, a la última  moda. Tiene pinta de ser muy guarro.- le dijo a su marido. Sin embargo yo sabía que la decisión estaba tomada y que pronto abandonaría el concesionario. A pesar de que esto supondría separarme de mis compañeros todos estábamos deseosos de salir de allí, al fin y al cabo habíamos sido fabricados con ese objetivo; nuestra verdadera vida comenzaba cuando el ufano vendedor le entregaba las llaves al nuevo y feliz propietario.

La última noche en el concesionario es difícil de olvidar. A mis dos vecinos de escaparate se les escapó alguna que otra lagrimilla que me provocó un nudo en el tubo del aire. Antes de que el sueño les venciera, todos los coches del local, incluso el Renault Clío azul turquesa que había llegado hacía dos días, me dedicaron una canción de despedida haciendo sonar sus cláxones. Aún hoy se me pone la tapicería de punta de sólo pensarlo. No es fácil ni sería justo enterrar esos recuerdos en lo más profundo del motor cuando uno está haciendo un repaso por lo que ha sido su vida.

Pero además de los nervios y la emoción también existe un temor. Uno no sabe lo que se va a encontrar cuando salga ahí fuera. Todavía me entristezco cuando pienso en aquel Renault 19 Chamade de color rojo, tan alegre, tan simpático, con toda su vida por delante. Nos enteramos que a las pocas semanas de salir del concesionario había resultado siniestro total. Por lo visto le tocó un propietario adicto a las drogas y a velocidad, el cual, afortunadamente, salió ileso del accidente. No hay nada más horrible para un automóvil que acompañar a su dueño al otro mundo.
Además del miedo a una vida corta también habíamos oído hablar de que algunos propietarios se comportaban con auténtica crueldad con sus recién adquiridos automóviles, porque ¿no les parece auténtica crueldad comprarse un coche con la única finalidad de presumir delante del vecino y luego apenas salir del cómodo garaje? Habíamos oído que no era infrecuente este hecho y no podéis imaginar la frustración que supone para un coche nuevo y brioso no poder demostrar su potencia y poderío, pasándose la existencia entre cuatro líneas blancas pintadas en el suelo.
Claro que también podía ser peor. Se rumoreaba que si te tocaba una familia con hijos pequeños estabas perdido. Por lo visto jugaban, saltaban, se pegaban entre ellos y todo esto provocaba grandes dolores a los asientos traseros que no paraban de quejarse…eso sí tenías suerte y no te vomitaban toda la tapicería.
Y por último había un temor muy extendido entre todos nosotros. Nos habían contado casos de coches que, antes de salir del concesionario, iban presumiendo de sus características, o furgonetas que se pavoneaban del gran peso que podía soportar y que, tras sufrir una avería grave, se habían pasado la vida de taller en taller. Eso es, ser un enfermo crónico era una de nuestras mayores preocupaciones.

Estaba impaciente, contando los minutos en el reloj de mi salpicadero cuando mis nuevos propietarios se presentaron a buscarme. Venían otra vez el hombre grande y su mujer. Suspiré. Por el momento no parecía una familia con niños pequeños. Le entregaron mis llaves y me arrancaron. Yo, un Renault 21 último modelo, empezaba mi verdadera vida. Al poco rato de salir se fueron a darme de comer. Yo me alimentaba de un manjar novedoso que estaba empezando a implantarse en los de mi especie: el diesel. A mis nuevos dueños parecía gustarles que yo no probara la gasolina y miraban con orgullo muchas de mis infinitas y modernas comodidades, como los elevalunas eléctricos en las ventanas del conductor y del copiloto, el aire acondicionado, el brazo separador entre los asientos traseros…etc.  
Cuando llegamos a su calle abrieron la puerta de un garaje. Sonreí. A nadie le agrada dormir a la intemperie. A las pocas horas de dejarme sólo en ni nuevo hogar volvieron a aparecer, pero esta vez no venían solos. Dos niñas les seguían emocionadas por conocer el nuevo coche familiar. Cuando oí sus risitas a lo lejos me temí lo peor, pero cuando las vi supe que esas pequeñajas no iban a hacerme ningún daño. Eso sí, de alguna que otra vomitona no me libré. Tenían ocho y doce años, y ahora que analizó lo que ha sido mi vida, me doy cuenta de que he estado presente en los momentos más importantes de las suyas. Las dos niñas que se sentaban en los asientos traseros, que jugaban a ver quien conseguía hacer reír a la otra, que hacían concursos de cante, que se metían chicles en la boca y hablaban con ellos como si llevaran aparato dental,  que escuchaban aburridas la música que les ponían sus padres y que, con los años se convertiría en la que les gustaba a ellas…esas dos niñas pequeñas, con el paso del tiempo, pasaron a ocupar el asiento del conductor. Pero antes de eso viví otras muchas historias.
Recuerdo mi primer viaje largo, lo que ellos llamaban “hacerme el rodaje”. Nos fuimos a un pueblo pintoresco de la Costa Brava y allí, por primera vez en mi vida, vi el mar. Recuerdo la inmensidad de su azul y como el olor a salitre penetró por mis rejillas de ventilación.
Después de ese viaje vinieron muchos más. Apenas hay zonas de la geografía española que no haya recorrido. Galicia, Andalucía, Levante, las dos Castillas…Tanto la costa como el interior fueron exploradas por mis cuatro ruedas.
Pasaron muchos inviernos, uno tras otro y yo seguía siendo un espectador del devenir de esa familia. Con el tiempo decidieron darme un hermanito y compraron un segundo coche. Fue un Ford Fiesta de segunda mano. Sin embargo, después de ese vinieron otros, como la Fiat Scudo, el Audi y, sobre todo, la furgoneta Renault Kangoo, de color rojo, con la que trabé una estrecha amistad. Recuerdo sus orejas redondeadas y gigantescas, aquellas que nuestros dueños llamaban retrovisores. La etapa que coincidimos fue de las más felices de mi existencia. Pero ninguno se quedaba definitivamente, sólo yo permanecía, cada día haciéndome más viejo, viendo pasar mi vida y las de mis dueños. Apenas caí enfermo en todos estos años, salvo aquellos meses en que me costaba empezar a moverme y tras un cambio de mi batería jamás volví a dar problemas. Pero la edad no perdona. Cada año me llevaban a hacerme una especie de reconocimiento médico y a la salida, si lo había superado satisfactoriamente, me colocaban en la parte superior derecha de mi frente una pegatina de distintos colores. Mi dueña en ese momento, la mayor de las dos hermanas, se ponía tan contenta que me decía “Muy bien, valiente, como has aprobado te voy a llevar a que te limpien” y nos íbamos a un sitio muy raro donde unos rodillos azules enormes se frotaban contra mí soltando agua y jabón, como en una especie de baile desenfrenado.
Y yo parecía ser inmortal. Hacía ya años que mi radio se escuchaba fatal y que el aire acondicionado apenas funcionaba, pero yo seguía siendo un valor en alza. A veces las hermanas tenían sus pequeñas discusiones para ver a quien le tocaba cuidarme esa noche. Me parecía increíble que se pelearan por mí, o incluso que a veces, el padre, mi primer dueño, las castigara prohibiéndoles que me cogieran.
Pero el tiempo es implacable y yo veía como cada vez mis recorridos eran más cortos. Me conducían frecuentemente, pero no más de veinte minutos o media hora seguida. Ya no era ese coche que fue de La Coruña a Barcelona de una tirada.
Sin embargo, cuando creía que nunca más vería otros paisajes, sucedió algo increíble. Una madrugada, a eso de las cuatro o cinco de la mañana, la pequeña de las hermanas se subió al asiento del conductor y cogió la carretera rumbo a Valencia. Yo, “Venti”, como me llamaban mis dueños, estaba nuevamente realizando un viaje, todavía no era un viejo inútil. El trayecto nocturno me resultó apasionante, me sentí rejuvenecer. Entré en una ciudad en llamas, Valencia en fallas, y me quedé a vivir allí. Fueron unos meses inolvidables, conocí La Albufera con sus campos de arroz, me llevaron a las playas cercanas, me metieron en el bullicio de la ciudad, volví a estar en aquellas manifestaciones donde tocábamos el claxon y que ellos llamaban atascos… hasta que al cabo del tiempo regresé a Madrid. Pero no se me olvidarán aquellos meses que me regalaron junto al mar.
Nunca pensé que fuera a tener una vida tan larga, tengo más de diecisiete años y estoy a punto de morir. Estoy orgulloso de lo que he hecho, de lo que he recorrido y de los dueños que me tocaron en suerte. No puedo irme más contento. Por lo visto el Gobierno está dando unas ayudas para incentivar la compra de nuevos automóviles y reactivar un sector que como la economía y el país en general, está en crisis. La que ha sido mi última dueña, la mayor de las hermanas, se ha comprado un nuevo coche, pero uno de los requisitos era entregarme a mí.  No se lo reprocho, la entiendo perfectamente. Me hizo ilusión que eligiera un Renault Megane, al fin y al cabo somos de la misma familia.
Con sus manos acarició mi salpicadero, como era costumbre en ella y se despidió: “nunca te olvidaré Venti, has sido siempre un valiente” y le entregó las llaves al vendedor. Ellos serían los encargados de llevarme al desguace. Me emocionó ver que en su rostro había verdadera tristeza por separarse de mí. También me dijo que esperaba que con mis piezas hicieran algo útil y que, tal vez, en un futuro nos encontraríamos, yo reencarnado en un nuevo aparato tecnológico que ella comprase compulsivamente o con mis piezas fundidas en un armazón metálico que sujetara su nueva vivienda. Quién sabe. Ojalá, pensé yo.




Toqué los botoncitos del climatizador bizona de mi nuevo Renault Megane mientras pensaba en que ojalá este nuevo coche me acompañara en mi viaje al menos tantos años como Venti. .

martes, 6 de diciembre de 2011

El principio del comienzo

por Marta


El fondo no es tan negro como dicen, más bien es gris oscuro. Si llevas meses o incluso años viviendo en él eres capaz de tocar su superficie y percibir los matices. Ya no es tan desconocido como al principio, ahora que estás habituado a él te parece que incluso dentro del gris hay otras tonalidades. Pero no. En realidad dentro del gris no está el verde brillante de la hierba, el amarillo intenso del sol, ni el azul limpio del cielo. Y a tí siempre te han gustado los colores.

Se trata de alinear los huesos metatarsianos, tensar los músculos, coger el impulso necesario para elevar el calcáneo, luego las puntas y abandonar el fondo para siempre.



jueves, 10 de noviembre de 2011

Las Manos de Manuela

por María



Manuela cogía la caja de lapiceros que su abuela guardaba en el armario del cuartito de estar, elegía el de color carne y con el sacapuntas lo afilaba. Apoyaba la mano sobre el folio en blanco y, separando los deditos, dibujaba su contorno. Le encantaba dibujar manos. Una vez que había perfilado toda su silueta les pintaba unas uñas alargadas. Aquel día las rellenó de un rojo chillón. Hasta que no les había puesto dos o tres anillos, “amarillos si son de oro, o grises si  son de plata – le explicaba a su abuela- no daba por terminada la mano. Aquella vez estaba especialmente orgullosa de cómo le había quedado y, sin dudarlo, decidió alargarle las líneas de la muñeca y ponerle un reloj. De oro. 
Por las tardes, cuando regresaba del colegio y después de merendar – siempre dos rebanadas de pan con mantequilla y azúcar- su abuela le decía que hiciera la tarea para ser una mujer de provecho el día de mañana y que, cuando la acabara, ya podía pintar todas las manos que quisiera. Y eso hacía. Por esas fechas ya tenía más de cien que, celosamente, guardaba en una carpeta azul de gomas rojas y blancas. Con un rotulador, había dibujado el contorno de su mano en la propia carpeta y sonriendo le había dicho a su abuela que así no habría duda del contenido de la misma.
Pero la carpeta de manos de Manuela no sólo guardaba dibujos de las suyas. Las de su abuela y las de la vecina Matilde, que bajaba todas las tardes a hacer ganchillo y a escuchar los seriales de la radio, habían sido inmortalizadas en múltiples ocasiones. Incluso tenía un par de manos derechas de Teresita, la nieta de Matilde,  que alguna vez había pasado a saludar cuando venía a visitar a su abuela.
Pero, sin embargo recuerda aquel día, no porque pintara las uñas rojo chillón o un reloj de oro a su propia muñeca, sino porque sucedió algo muy especial. Ese día dibujó por primera vez una mano de hombre.
Manuela apenas tenía contacto con el sexo opuesto. Su padre abandonó a su madre al poco de nacer Manuela y, no mucho tiempo después, fue su madre la que la abandonó a ella. Sin embargo nunca la echó de menos. A decir verdad tampoco echaba de menos a su padre. Su abuela ejerció de ambos con bastante soltura y Manuela nunca se avergonzó ni deseó nada distinto a lo que tuvo. Iba a un colegio de monjas donde sólo había niñas y, simplemente, por su poco acercamiento a la figura masculina, Manuela observaba a los hombres como si de extraterrestres se trataran. Cada vez que tenía la más leve ocasión se aproximaba a ellos, los rozaba con sus manitas en la cola del supermercado o los elegía selectivamente para darles la paz en la iglesia. En secreto los admiraba y soñaba tenerlos cerca.
Por eso es difícil describir la emoción que la embargó cuando se le presentó la oportunidad de dibujar el contorno de la mano de un hombre. Era la de Manolo, el fontanero del barrio que vino para arreglar el desagüe de la lavadora. Manuela estuvo todo el rato entrando y saliendo de la cocina, estudiando sus movimientos y preguntándole todo lo que se le venía a la cabeza. Antes de irse aceptó tomarse un refresco y Manuela se sentó enfrente para observarlo. Pensó que podía intentarlo. Miró a su abuela con ojos suplicantes y, sin necesidad de palabras, ésta asintió sonriente. Manuela respondió a este gesto dando un respingo y abriendo el armario del cuartito de estar. Al momento ya tenía apoyada sobre el folio una enorme mano masculina.  Con el lapicero color carne fue rodeando suave y lentamente su silueta, aspirando su olor y notando la fuerza y contundencia que había en ella. Cuando la terminó no le pareció apropiado alargarle las uñas ni ponerle anillos a la mano del fontanero y cogiendo el lapicero negro le pintó pelitos en los dedos y en la muñeca. ¡Esta niña va pa artista!- dijo su abuela riendo al ver la mano de Manolo.
Hoy le hace gracia recordar estos momentos de su infancia, esos momentos de la niñez que quedó enterrada hace tanto tiempo. Es curioso ver cómo la mente olvida determinadas cosas con facilidad y cómo otras, en cambio, permanecen imborrables en la memoria para siempre. Ahora sus ojos están encharcados y le parece que sus lágrimas son las mismas que las de hace más de treinta años, cuando la rebosante carpeta no admitía una mano más y su abuela le dijo que tendría que quedarse con las mejores manos y tirar las otras, que en casa ya no cabían más papeles.
Y mira al hombre desnudo que tiene delante, el primero de aquella noche. El primero de los rostros sin nombre que la poseerá a lo largo del día, el primero cuyas manos resbalarán ansiosas por su cuerpo y oye la voz de su abuela, ¡Esta niña va pa artista!

jueves, 13 de octubre de 2011

La gran caracola



por Marta
Mi tía abuela acostumbraba a guardar dentro de la gran caracola su pastillero, una caja de cerillas para encender la lumbre y un viejo sacapuntas.

La gran caracola había sido traída por un primo segundo que emigró a Chile muchísimos años atrás y ocupaba, brillante y ufana, un lugar principal en el cuartito de estar.
Yo le tenía un gran respeto, ella era grande y pesada, yo pequeña e inquieta. Si cogía la gran caracola tenía que ser con sumo cuidado y atención; mi tía abuela sacaba sus pertenencias y me ayudaba a sostenerla pegada a mi oreja mientras me miraba con atención, como esperando un veredicto.
Yo pensaba que lo que se oía podía ser debido al choque de las ondas del sonido en las paredes o, como mucho, el eco sordo al fluir la sangre en mi cerebro. Pero, al cabo de mucho tiempo, me desengañé de absurdas creencias infantiles, lo que realmente oía en el interior de la gran caracola, aquellos días de frío y nocilla, eran las olas del mar.

martes, 23 de agosto de 2011

Puch Carabela


por Marta

Nos dejó un tres de noviembre, precisamente el mismo día que había venido al mundo. Coincidencias de la vida…pero es que, por muy amargo que sea, en ningún sitio está escrito que no puedas morir el día de tu cumpleaños.
Y es que los años de mi abuelo fueron setenta y cuatro años de coincidencias. La de nacer el año que estalló la guerra, la de tener exactamente los mismos ojos turquesas de su madre y la de que una de sus primas fuera su media naranja. Una media naranja de las de verdad, de las que sabes que existen pero nunca te tocan a ti.
Era un amor en calma; de interminables pasodobles en la plaza del pueblo, de leche con magdalenas para desayunar y de dos huevos pasados por agua a la hora de la cena. Un amor tan intenso que me gusta pensar que traspasó su piel para instalarse en sus cromosomas. Sus descendientes lo hemos heredado al nacer y en mi caso mi propio abuelo lo alimentó con sugus y caramelos de café. Y es que la pasión hacia los nietos es la más dulce que hay.
Ahora veo su Puch Carabela a lo lejos en el campo y siento como si nada hubiera pasado. Como si la acabara de dejar allí y se hubiera puesto “a sus labores”. Quieta y silenciosa desde que él la aparcó en ese lugar. Y es que, según me acerco, me da la sensación de que la moto sigue esperándole y se resiste, orgullosa y terca, a acompañar a su dueño. Pero tiene que entender que nunca volverá. Y por mucho que le cueste tendrá que asumir que los días de huerta, de caminos y labranza pertenecen al pasado.
Enfilo la senda en su moto, esta vez a los mandos, el sol está cayendo frente a mí, deslumbrándome con sus rayos…quizás por eso se llenan de agua mis ojos turquesas.

martes, 16 de agosto de 2011

Cementerio de gorriones


por María
Para Fede, que me prestó a su último gorrión.
Cayó por aquel tobogán de aspecto lóbrego. Dio unas cuantas vueltas sobre sí mismo y al llegar al suelo lo sintió quebradizo, distinto a cualquier otra cosa que conociera. La poca claridad que penetraba por el hueco de entrada apenas le dejaba ver. Sus alas se agitaron enérgicamente y, aunque el agujero de luz permanecía allí, era consciente de que nunca podría alcanzarlo. Y con esa certeza vio llegar a la muerte, y con ella, esta vez sí, la oscuridad total”.
Felipe III divisaba la Plaza Mayor a lomos de su caballo. De no haber sido una estatua de bronce habría podido advertir a Anastasio, el amigo de los gorriones. Pero ni el monarca ni su montura podían moverse. Sin embargo, sus cinco toneladas y media no siempre estuvieron allí. Fue Isabel II la que ordenó su traslado desde la Casa de Campo hasta este nuevo emplazamiento. No había mejor forma de agradecerle tanto el haber restituido la corte a la villa de Madrid como la construcción de la plaza, que situarle en las mismísimas entrañas de la ciudad a contemplar su devenir.
Anastasio salió de su casa muy temprano, como cada mañana. Hacía muchos años que había cerrado la pescadería, pero ya era tarde para abandonar el hábito de madrugar. Atravesó el Arco de Cuchilleros y deambuló por la plaza con la mirada absorta en el cielo. Se acomodó a los pies de Felipe III y silbó. Un gorrión acudió a su llamada y comió de su mano hasta saciarse. Volvió a silbar, pero ningún otro apareció.
Ese ritual se repetía por las tardes, y así día tras día, si bien las bandadas de gorriones que antaño se acercaban a la señal de Anastasio habían quedado reducidas a aquel único pájaro. Un misterio. Quizás fuera el último gorrión.
Aquella tarde de mediados de abril a Anastasio le fue imposible abrirse paso entre el gentío para llegar a la estatua. De todos modos tampoco hubiera podido alimentar a su amigo, ya que su silbido no se habría distinguido entre tantos vítores y muestras de alborozo. Calles y plazas de la ciudad eran un hervidero de gente; habituales de los cafés, muchachas de los talleres, soldados…todos subían desde Lavapiés y los barrios bajos de Atocha agitando la tricolor. En el Palacio de las Comunicaciones ya se había izado la bandera de la República y se comentaba que el Rey Alfonso XIII abandonaría el país. Un joven trepó por la estatua de Felipe III, símbolo de aquello que se derrumbaba, y mientras algunos le aclamaban, introdujo un explosivo por la boca del corcel. Y entonces, Anastasio, en medio de la apoteosis festiva, lo comprendió todo. Un estallido colosal voló en pedazos la estatua, y a las banderas rojas, amarillas y moradas que ondeaban el cielo de la villa se les unieron cientos de miles de huesos de gorrión que descansaban en la panza del broncíneo animal. La boca abierta del rocín había resultado ser una trampa mortal oculta durante siglos.
Anastasio salió de su casa muy temprano, como cada mañana después de varios años de contienda. Tras la guerra civil la estatua ecuestre de Felipe III fue reconstruida. La boca del caballo fue soldada, salvando así la vida de cientos de gorriones intrépidos, que de otro modo nunca habrían escapado de aquella fosa común. Silbó y esperó.

domingo, 3 de julio de 2011

RelateAndo






Hace poco que ha visto la luz "RelateAndo", un libro de relatos que ha escrito y publicado el Colectivo Literario Renglones de Ficción, al que tenemos el placer de pertenecer. Es un libro muy pequeño en tamaño pero enorme en ilusión. Además, María se ha encargado del diseño de la portada con una de sus fotografías. Hoy queremos compartirlo con todos vosotros.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Ocasión singular


por María


El mayordomo descubrió que le faltaba una botella. La principal. Con esa ya se habría bebido los “Grandes Reservas” más preciados de la colección de Lord Boyle. Tenía la certeza de que ninguna de las botellas vacías diseminadas por el buró era la que buscaba, pero aun así revisó una a una todas las etiquetas. “Aroma y color intenso, untuoso al paladar y equilibrio superior al de cualquier Burdeos, mi querido Horace” le había repetido cientos de veces Lord Boyle. “Sin duda es mi vino más preciado, no encuentro ocasión tan singular que me haga siquiera pensar en la posibilidad de descorcharlo” y después una jocosa risotada inundaba la estancia. Y tras recordar las palabras de su amo, el mayordomo inició un registro tambaleante por los aposentos de la mansión victoriana en la que había pasado media vida. Ya estaba presto a terminar su búsqueda, más por la embriaguez que lo poseía que por la cercanía de su objetivo, cuando un destello de lucidez acudió a él. Entonces pareció que sus piernas se enderezaron, su columna vertebral recuperó la firmeza y sus pies le guiaron rectos y sin vacilación al refugio del adorado caldo.
Se sentó de nuevo frente al buró, abrió la botella y llenó su copa tal y como dictaban los cánones. Observó el vino, deteniéndose en los matices de su color. Cogió el pie del cáliz y lo movió para recrearse en las piernas que el líquido dibujaba al resbalarse por el cristal. Sin abandonar esa leve oscilación inhaló aquel aroma intenso tantas veces prometido. Dio un pequeño sorbo. Y entonces empezó a reír, y a llorar, y a llorar y a reír, y todo junto se mezcló con el excelso alcohol y el mayordomo, presa del delirio, cayó al suelo. Allí el vino, rojo sangre, se unió a la sangre roja, negra y espesa que, encharcando la alfombra persa, rodeaba el cuerpo inerte de Lord Boyle.

domingo, 13 de febrero de 2011

Melodía para una tarde de otoño


por Marta






Dicen que en el punto medio reside la virtud. Y en ese punto habita ella. También en ese punto la conocí aquella tarde. En el punto medio entre el segundo y tercer piso donde se quedó parado el ascensor que nos obligó a conocernos. Un apagón y parada en seco. Justo después su cara frente a mí. Y esos ojos grises que me imantaron desde el primer momento que los vi. Un lluvioso día de otoño que desde ese instante se convirtió en el mejor de mi existencia.

Unos años antes, el neurólogo que estudiaba mi caso después del accidente de tráfico, frotaba sus huesudos dedos contra su frente mientras evaluaba mi test de audición.
–Podría tratarse de algo similar a una amusia adquirida– señaló. Lo que en mi caso significaba la pérdida de la capacidad musical derivada de la lesión producida por el accidente. Yo, que tanto había amado la música a lo largo de mi vida, me veía completamente incapacitado para reconocer cualquier sonido musical y mucho menos para apreciarlo.

Tras duros meses de adaptación y recuperación tras el accidente intenté hacerme de nuevo con las riendas de mi vida. Sin embargo, éstas eran demasiado largas y débiles. Cada vez que intentaba sostenerlas se escurrían entre mis dedos y sólo conseguía dar vueltas a mí alrededor sin avanzar un solo paso. Mi vida discurría frenéticamente sin rumbo y sin sentido, hasta que aquella tarde de octubre ocurrió algo realmente inesperado y maravilloso. Algo sublime.

Súbitamente, en el preciso instante en el que me topé con sus ojos, mis oídos despertaron del letargo en el que habían estado sumidos tanto tiempo. Y entonces, como una suave brisa que se cuela por las rendijas y acaricia la cara, la música llegó. Así escuché nítidamente las notas centrales de aquel Nocturno de Chopin que mi abuelo tocaba todas las tardes en su piano; mi piel se erizó y cerré los ojos para atrapar ese momento. Pero no se evaporó. Y me vi muy pequeño, sentado en el asiento trasero del coche mientras mi padre conducía y Silvio “me daba una canción”. Sonreí. Ella, cuyo rostro se mostraba todavía turbado por la situación, sonrió con sus ojos. “Quand il me prend dans ses bras, il me parle tout bas…Je vois la vie en rose”. Y yo, recién nacido, me refugié en ellos para no abandonarlos jamás.