Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



domingo, 13 de febrero de 2011

Melodía para una tarde de otoño


por Marta






Dicen que en el punto medio reside la virtud. Y en ese punto habita ella. También en ese punto la conocí aquella tarde. En el punto medio entre el segundo y tercer piso donde se quedó parado el ascensor que nos obligó a conocernos. Un apagón y parada en seco. Justo después su cara frente a mí. Y esos ojos grises que me imantaron desde el primer momento que los vi. Un lluvioso día de otoño que desde ese instante se convirtió en el mejor de mi existencia.

Unos años antes, el neurólogo que estudiaba mi caso después del accidente de tráfico, frotaba sus huesudos dedos contra su frente mientras evaluaba mi test de audición.
–Podría tratarse de algo similar a una amusia adquirida– señaló. Lo que en mi caso significaba la pérdida de la capacidad musical derivada de la lesión producida por el accidente. Yo, que tanto había amado la música a lo largo de mi vida, me veía completamente incapacitado para reconocer cualquier sonido musical y mucho menos para apreciarlo.

Tras duros meses de adaptación y recuperación tras el accidente intenté hacerme de nuevo con las riendas de mi vida. Sin embargo, éstas eran demasiado largas y débiles. Cada vez que intentaba sostenerlas se escurrían entre mis dedos y sólo conseguía dar vueltas a mí alrededor sin avanzar un solo paso. Mi vida discurría frenéticamente sin rumbo y sin sentido, hasta que aquella tarde de octubre ocurrió algo realmente inesperado y maravilloso. Algo sublime.

Súbitamente, en el preciso instante en el que me topé con sus ojos, mis oídos despertaron del letargo en el que habían estado sumidos tanto tiempo. Y entonces, como una suave brisa que se cuela por las rendijas y acaricia la cara, la música llegó. Así escuché nítidamente las notas centrales de aquel Nocturno de Chopin que mi abuelo tocaba todas las tardes en su piano; mi piel se erizó y cerré los ojos para atrapar ese momento. Pero no se evaporó. Y me vi muy pequeño, sentado en el asiento trasero del coche mientras mi padre conducía y Silvio “me daba una canción”. Sonreí. Ella, cuyo rostro se mostraba todavía turbado por la situación, sonrió con sus ojos. “Quand il me prend dans ses bras, il me parle tout bas…Je vois la vie en rose”. Y yo, recién nacido, me refugié en ellos para no abandonarlos jamás.