Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



jueves, 22 de noviembre de 2012

VIDA Y AMORES DE TIBURCIO WALTER por Marta




No es habitual encontrar un negocio familiar que se dedique exclusivamente a la lavandería en
tierras españolas; del mismo modo, lo que acontece en esta historia tampoco es habitual y, por ello, mi incapacidad para saber actuar ante dicha situación ha desembocado en la escritura de este texto, con el fin de que el lector, una vez leído, proceda de la manera más correcta, bien informando del suceso a quien corresponda o bien atesorando dicha información para compartirla sólo con sus propios pensamientos como he venido haciendo yo los últimos años y haré los que me quedan de vida.

Eliseo Gómez, nacido en el manchego pueblo de Retuerta del Bullaque, se trasladó a la capital y fue
allí, en Madrid, donde cultivó inexplicablemente una pasión irracional hacia todo aquello que estuviera relacionado con los Estados Unidos y el modo de vida americano. Fue por eso que se hizo cargo del traspaso de una tienda de ultramarinos en la calle Maiquez y lo convirtió en “Lavanderia’s Gómez”, un negocio apenas visto hasta entonces y que Eliseo pretendía que se convirtiese además en “lugar de reuniones y crisol de culturas”. En la fecha en la que el único hijo de Eliseo, Tiburcio Walter Gómez, vino al mundo la lavandería era, con mucho, el establecimiento más próspero del barrio. Un coro de góspel venido directamente desde Chicago entonó el “Amazing Grace” el día que Eliseo falleció a los ochenta años de edad. Su hijo heredó la lavandería y un talento innato para regentarla.

Yo conocí a Tiburcio Walter el primero de los cientos de jueves que hice la colada en su lavandería.
El negocio seguía manteniéndose a flote y su dueño, soltero y sin hijos, vivía holgadamente disfrutando de su profesión. Poca gente en el barrio era conocedora de la extraordinaria habilidad que tenía Tiburcio en el arte de la limpieza de tejidos. Para adaptarse a los tiempos, y a la clientela, Tiburcio instaló una rocola de música que funcionaba introduciendo dólares americanos, los cuales se obtenían fácilmente en una máquina de cambio que instaló a la entrada del local.

Hasta pasado un año no establecí con Tiburcio una relación de, podríamos denominar, cordial
amistad. Las primeras veces me atendía de modo muy eficiente y procuraba explicar a los primeros
clientes, con dulzura y claridad, las normas de las diez lavadoras que tenía el local. Todas las máquinas eran autoservicio pero el dueño prestaba su ayuda, no sólo para ponerlas en funcionamiento, sino también en el servicio de limpieza de manchas difíciles que podías contratar por un bajo precio. — Imposible no hay nada, señorita — decía con una sonrisa al quedarse la prenda de la preocupada clienta. Y yo, cuando le oía, ingenua de mí, pensaba que había muchas cosas imposibles en este mundo. Pero es que como decía el anuncio “no había mancha que se le resistiera”, conocía a la perfección las fibras, las telas, las manchas de grasa no miscibles en agua no eran tratadas igual que las de vino o chocolate. Con solo tocar un tejido, casi con mirarlo, acertaba la composición exacta que mostraba su etiqueta.
Según iba pasando el tiempo me aficioné a estar cada vez más horas en la lavandería. Comencé a hacer la colada también los lunes y cuando el negocio se amplió con varios puestos de planchado
autoservicio me gustaba charlar con Tiburcio mientras planchaba con intencionada parsimonia toda
mi ropa. Fue así como me contó la historia de su familia y, cada vez más, fui conociendo al hombre
hermético y sonriente que me atendía.
—Tantas vueltas para terminar siempre en el mismo sitio— decía a menudo cuando las lavadoras
centrifugaban; y yo me reía por la metáfora de la vida que se vivía en aquel local. Da igual cual fuera
la duración del programa de lavado en cuestión, Tiburcio siempre se levantaba como si un resorte le
avisara interiormente segundos antes de que terminara para ayudarte a sacar la ropa limpia y perfumada. No tardé en darme cuenta de que Tiburcio vivía solamente para su trabajo, lo cual, para alguien tan apasionado por lo que hacía como él no era ninguna desgracia. Al principio creí que se trataba de pura timidez o falta de confianza, pero según pasaban los años fui dándome cuenta de que si no me contaba más cosas sobre su vida es porque no las había. No me avergüenza reconocer que su personalidad me fue atrayendo cada vez más y en la época en la que yo ya pasaba casi todas las tardes en la lavandería su compañía me era tan necesaria como el aire para respirar.

Y en este punto no tengo claro que para el cometido final de esta narración sean importantes los sentimientos del que escribe, pero por si fuese de ayuda en algún momento o aunque sólo sea por saciar la sana curiosidad del lector he de decir que sí, que efectivamente me enamoré profundamente de él.
Mis intentos por acercarme a Tiburcio Walter de un modo más personal o sentimental fueron en
vano. Yo pretendí por todos los medios transmitirle mis sentimientos pero ninguna proposición por
mi parte y ningún plan que conllevase abandonar el local, aunque solo fuese por unas horas, parecían
venirle bien. Cada día notaba a Tiburcio más encerrado en sus cosas: ahora lino, ahora algodón, centrifugado doble…cada vez lo veía más impenetrable y más sumido en sus propios pensamientos.

No puedo decir que Tiburcio dejara de gustarme pero poco a poco me fueron desgastando sus constantes negativas y su carácter infranqueable. Inconscientemente comencé a espaciar mis visitas
a la lavandería y fue esto, quizás, lo que me hizo darme cuenta con más objetividad de que Tiburcio
estaba perdiendo la cabeza. Poliéster, tafetán, rayón…prácticamente no sabía hablar de nada más
que no fueran sus diez lavadoras, la dureza del agua o los prelavados de agua fría y caliente. Me recordaba a los niños que repiten lecciones como loros antes de los exámenes. Le agobiaba no tener todos los conceptos al día en la cabeza y, cuando algo se le olvidaba, consultaba angustiado en los manuales y enciclopedias que se amontonaba en el mostrador.

Fue una soleada mañana de abril cuando sucedió el hecho excepcional que vengo a relatar, aquello
que guardo en mi interior y que nunca me he lanzado a contar. Salí de casa con el cesto cargado de
ropa sucia, pues hacía bastantes días que no lavaba; y, cuando llegué a la lavandería, la encontré cerrada.
Los policías precintaban la entrada y los curiosos se amontonaban en la cristalera. Me acerqué a empujones y al preguntar a un agente me contestó con una sola palabra: “desaparición”. Por lo visto hacía días que el local no abría y habían dado a Tiburcio Walter por desaparecido. Los días posteriores la gente hablaba de huida, rapto o fuga a otro país…pero nadie vio lo que yo. Nadie conocía a Tiburcio tanto como yo. Cuando toda la muchedumbre comenzó despejar la calle me quedé pegada al cristal de nuestra lavandería y allí lo vi claro. Las incontables horas que había pasado yo en aquel lugar no podían dejar pasar por alto una visión tan esclarecedora.
Era indudable; aún así volví a contar mentalmente mientras mi corazón se agitaba sin frenos.
Once. Había once lavadoras.
Y una de ellas nunca había estado allí.