Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



martes, 22 de diciembre de 2015

La despedida

 Por Marta      

                   
Conozco a la señora Cecilia desde hace más de cincuenta años; desde el mismo día que entré a trabajar como portero en el edificio que ella nació.

El portal ocho de la calle Alsacia ha sido mi hogar desde entonces y estoy profundamente agradecido a todos los propietarios que han ido pasando año tras año. Que han renovado su confianza en mí, que han aguantado mis días malos y valorado mis aciertos. Tengo setenta y cinco años y soy consciente de que mi agilidad y mi memoria no son las mismas de antes, así es que he accedido a la propuesta de jubilación llevada a cabo por la junta de vecinos. No tengo hijos ni más pertenencias de las que caben en una maleta que he comprado esta misma mañana. Nunca había salido de viaje así que para mí esto de hacer la maleta es algo nuevo. La semana que viene empiezo a vivir de alquiler en un apartamento pequeño, a dos manzanas de aquí. Se me hace raro pensar que dentro de unos días pasearé por esta calle mirando este portal como lo haría cualquier viandante.

He crecido a la par que la señora Cecilia y quizás sea por eso, he sido un espectador silencioso de su vida. También, por supuesto de sus cambios físicos. La vejez va consumiendo de muchas formas nuestros cuerpos, pero la vivacidad de sus ojos o el sosiego en su gesto, eso nunca lo ha perdido. Si bien hay una cosa que ha cambiado a lo largo de todos estos años es su piel. Sus mejillas, antes hinchadas, tersas y con tendencia a sonrojarse, hoy se muestran opacas y curtidas, como castigadas por el tiempo a resultar inexpresivas. Sus manos, con los dedos largos y finos, ahora tienen la piel arrugada; y las venas que las recorren están tan marcadas que se puede seguir sin dificultad su recorrido. No hay un solo día que Cecilia no lleve pintadas de forma impecable las uñas de un brillante rojo carmín. En su dedo anular de la mano derecha la alianza de su marido y por delante la suya propia. Es curioso que a estas alturas siga manteniendo la fidelidad que su marido nunca le tuvo.

La señora Cecilia se ha pintado toda la vida los labios de rojo a juego con las uñas y en ocasiones, sin querer, también se pinta los bordes de los dientes, pero como lo sabe, cuando termina, se pasa la lengua sutilmente por delante de ellos. Esta operación suele realizarla al bajar en el ascensor, el cual deja impregnado de una espesa fragancia a violetas. Este intenso perfume resulta pesado y denso, incluso nauseabundo, pero cuando yo lo huelo me parece que en él está contenida la esencia de toda una vida.

Casi todos los días de nuestras vidas nos hemos cruzado en el portal. Al principio de conocernos, con la inocencia de la juventud, apenas nos cruzábamos un tímido saludo. Luego la rutina y también  la literatura nos fueron uniendo. Los ratos muertos en la portería los he pasado leyendo los libros que ella me ha prestado. El 2º B ha sido mi biblioteca particular. Con el paso de los años Cecilia y yo hemos ido cogiendo confianza, incluso teniendo largas conversaciones, a veces de cosas banales y otras no tanto. Conozco su pasado, sus sentimientos. Sus ojos me resultan tan familiares como al mirar mi cara en un espejo.

Hoy, a primera hora de la tarde, he empezado mi ronda de despedida por todas las viviendas del portal. He dejado su puerta para la última. La señora Cecilia es una verdadera amiga y presentía que despedirme de ella iba a ser difícil.

Nunca pensé que tanto. He llamado al timbre más de quince veces. Estoy completamente seguro que desde que volvió de la compra esta mañana Cecilia no ha vuelto a salir de casa. 
                                                 

sábado, 28 de noviembre de 2015

Segundo Premio de Relato Corto AEINAPE 2015

Queridos lectores, 
Es una alegría para nosotras comunicaros que nuestra estantería de trofeos se amplía con el "Segundo Premio de Relato Corto 2015" de la Asociación Española de Antiguos Alumnos del INAP que ha conseguido María con su relato titulado "Discurso". 
Anoche, 27 de noviembre de 2015, Cabezas de Ajo asistió a la cena en la cual se realizó la entrega de premios. El restaurante, en un enclave privilegiado, con vistas al Palacio Real de Madrid, fue un escenario mágico. 
Desde aquí dar la enhorabuena a los premiados, y en especial a Miguel Ángel Gayo que con "La Rebusca de un poema inacabado" se alzó merecidamente con el primer premio de relato corto y a Antonio Flórez que obtuvo el meritorio segundo puesto en la categoría de novela con "Como el que tiene un huerto de tomates". Con ellos y sus acompañantes compartimos una muy agradable velada. Asimismo agradecer a la Asociación de Antiguos Alumnos del INAP que entre sus numerosas actividades hagan un hueco a este tipo de iniciativas.

Os dejamos unas fotos de la noche y a continuación el relato que, como veréis, no precisa dedicatoria alguna. 





DISCURSO

Estimados miembros del jurado, compañeros y amigos:
En primer lugar quería aprovechar la oportunidad que se me brinda para agradecer a los miembros del jurado de la Asociación de Antiguos Alumnos del INAP de España que me hayan otorgado este primer premio de relato corto, no sólo por el honor que supone dicho galardón, máxime dada la cantidad de escritos de calidad presentados, sino porque en cierto modo lo considero una recompensa a mi desempeño público durante los últimos nueve años, es decir los tres trienios que se reflejan en mi nómina.
Asimismo, quería utilizar este discurso para agradecer a mis progenitores, ambos empleados públicos, el haberme inculcado con su ejemplo no sólo una forma de ganarse la vida sino, en definitiva, una forma de ver y concebir el mundo. Fue esta vocación por servir al interés público y general observada desde la infancia la que me llevó a decantarme por el camino funcionarial, por encima de otras profesiones que probablemente podrían haberme dado más éxitos en otras parcelas – todo el mundo sabe que hay pocos funcionarios ricos monetariamente hablando-, pero que nunca me habrían dado la satisfacción de saber que dedico mi esfuerzo diario a un fin que coincide con mis principios éticos y morales.
Por último, valga también ese agradecimiento, para todos aquellos trabajadores de la Administración Pública Española, bien fueran funcionarios, laborales, interinos o eventuales, con los cuales me he cruzado en los diferentes destinos de mi aún corta vida laboral y que, por uno u otro motivo, merecen toda mi admiración. Por ofrecerme su ayuda desinteresada, por su dedicación, por su inteligencia, por renunciar a muchos desayunos por terminar un trabajo por el que inacabado le hubieran pagado igual, por sus consejos, por sus risas; este premio es para todos ellos. Sin embargo a esos empleados públicos que, aun siendo los menos, colaboraron con su nefasto ejemplo a dar mala fama al resto de compañeros de profesión, a ellos no les agradezco nada, no les dedico este premio, no les dedico ni una línea más de este discurso.
Dicho esto, considero apropiado hablar a continuación de la historia que me ha proporcionado la ocasión de estar aquí en este momento, frente a un auditorio tan especial, donde puedo reconocer a algunos de esos empleados admirables que no salen ni a desayunar, a pesar de que carguen con la fama de hacerlo dos y hasta tres veces al día.  
Mi amiga Coe, también funcionaria y aquí presente, a la que conocí en la academia en la que preparamos las oposiciones para trabajar en la Administración  Púbica, fue la que me habló de Kima N´Doye. Ella había sido periodista años atrás y podía pasarse horas contando anécdotas y chismes de diverso calado. Fue el propio Kima el que le había relatado a ella su triste historia, antes de saber que ésta era en realidad más triste de lo que él mismo podía intuir por aquel entonces. Mientras Coe me refería los pequeños detalles de la misma, estos se iban almacenando en mi mente y sabía que tarde o temprano acabarían formando parte de mi mundo de ficción. Por ello, en cuanto tuve conocimiento de la existencia de un concurso de relato corto para empleados públicos supe que era el momento adecuado. Sin embargo lo que yo no sabía es que la presentación a este concurso provocaría que el verdadero final de la historia de Kima viniera a mí por sí solo, dejándome boquiabierta, aturdida, sin capacidad de contar aquí hoy otra cosa que no sea lo que realmente ocurrió.   
Comencé a escribir mi relato usando toda la información que el protagonista de la historia le había dado a Coe y que ésta a su vez me había transmitido a mí, si bien aderecé la crónica con algún que otro dato imaginado que, sin desvirtuar el suceso real, lo hiciera más literario. En dicho escrito no me pareció preciso que constara cómo era la vida de Kima en Nigeria, antes de que llegara ilegalmente a  España, con veinticuatro años y tras muchas horas de penoso viaje. Tampoco incluí en el mismo que su padre había abusado sexualmente de su propia hija en repetidas ocasiones, y que tiempo después, para alivio de la hermana de Kima, murió ahogado mientras faenaba a bordo de su canoa en el río Benue. Todos estos datos no consiguieron atravesar la frontera entre el boceto y el texto definitivo y me pareció más apropiado no darlos a conocer, guardándomelos para mí. Lo que sí acabó reflejado en el papel era que Kima se enamoró de una mujer española, bastante mayor que él, y que ésta se enamoró también de él, aunque ninguno de los dos supo que su amor estaba siendo silenciosamente correspondido hasta que fue definitivamente tarde.
No voy a negar, aunque esto me condene a ser tachada de soberbia, que una vez que decidí escribir la historia de Kima y presentarla al concurso, ya no podía contemplar la posibilidad de no ser premiada. Es más, llegué a fantasear con la idea de ganar el primer premio y de escribir un discurso en el que agradecía el galardón tanto al jurado como a otras muchas personas, y en el que posteriormente desgranaba paso a paso cómo se había fraguado la historia premiada. Pero lo cierto es que según iba escribiendo sobre Kima y Ángela  tuve dudas acerca de la conveniencia de elegir una historia de amor como argumento para el concurso. Máxime si añadíamos la traba de que el destino había negado a los amantes el deseado encuentro. El hombre y la mujer que se aman son amantes, a Kima y a Ángela no les hacían falta los besos, las caricias o una cama para adquirir esta condición, pero era obvio que esta ausencia de intimidad física le quitaba algo de chispa a mi relato.
Podría haberme decantado por algún otro de los temas que tenía almacenados en la carpeta “Ideas para relatos” de mi ordenador, que una vez revisados me parecían más apropiados, sin embargo había algo en la historia de Kima que me tenía atrapada.
Mientras daba vueltas a estos pensamientos el tiempo iba corriendo y la fecha del 15 de septiembre cada vez era más próxima, se cernía ante mí el temido “fuera de plazo”.  Me puse nerviosa, la verdad, mi primer premio se estaba esfumando.
Y de repente, una mañana, sin aparente motivo, las dudas desaparecieron. Debía escribir sobre Kima N`Doye,  porque era lo que quería. ¿Acaso dudaba de la sensibilidad del jurado para apreciar una historia de amor? ¿Acaso menospreciaba su capacidad de emocionarse con algo tan sencillo y a la vez tan complejo como este sentimiento? ¿Acaso no podrían identificarse con la sinrazón, el desasosiego o la locura que puede envolver a la pasión amorosa?  Olvidé mis prejuicios y continué mi relato, ahora ya sí, con el firme propósito de que una historia de amor se alzara con el galardón, penetrando en el corazón de sus lectores como la fina lluvia que va cayendo sordamente hasta empapar por completo.
Mi relato comenzaba situando la acción temporalmente. Describía cómo en aquellos años las calles del centro de Madrid se llenaban de copias ilegales de música y películas, tan ilegales como la residencia en España de sus vendedores. Estos eran los llamados “manteros”, siempre en guardia para hacer de su manta un morral y salir huyendo de la policía; Kima era uno de ellos.
Narré como éste se instaló, junto con unos compañeros,  en los alrededores de la estación de Atocha, donde vendían bastante y corrían más. Allí, la enorme afluencia de viandantes era directamente proporcional a la vigilancia de la zona, lo cual aumentaba el riesgo de ser detenido. A más de uno ya le habían mandado de vuelta a su país, y Kima temía esto por encima de todas las cosas.
Posteriormente, tras dar pequeñas pinceladas de cómo transcurría la vida de alguien que estrena la condición de inmigrante, me referí a lo ocurrido meses después de su llegada, cuando Kima y su inseparable amigo Emmanuel, probablemente cansados de sortear a la policía la mayor parte del tiempo, decidieron trasladar su puesto de operaciones a la salida de una parada de metro cercana a Cuatro Caminos; un lugar algo más tranquilo que el anterior,  pero con suficientes transeúntes como para seguir subsistiendo.
Es concretamente en este espacio y en este tiempo donde por fin se va fraguando la relación entre Kima y Ángela, conformando la parte central de mi relato. Aunque Coe no me lo contó, enseguida imaginé cómo debió ser la primera vez que se vieron.  Ella cruzaría la calle por el paso de peatones, con la cara recién lavada y ligeramente despeinada. La forma en que se acuclillaría para mirar las carátulas de las películas, dejando sus dos rodillas pétreas al descubierto, llamaría la atención de Kima. Ángela, abandonaría su timidez innata para mirar directamente a los ojos a Kima durante unos segundos y después volvería la vista al suelo para señalar el título elegido. No habría apenas palabras, se hubieran dicho mucho, pero no se dijeron nada.
Destiné casi dos folios a redactar con tranquilidad estos comienzos de su relación. No escatimé adjetivos para describir la sonrisa de Kima, esa en la que Ángela se había fijado el primer día, probablemente a causa del relucir de sus dientes, que parecían aún más blancos de lo que eran gracias al contraste con el color de su piel. Quizá pudo ocurrirle lo mismo con sus ojos, que resaltaban en el conjunto de su cara, una cara ovalada, de proporcionadas dimensiones. También me ocupé de Ángela, de las pequeñas manos de uñas exquisitamente cuidadas con las que pagaba a Kima y que él rozaba conscientemente con tal de prolongar el único momento de cercanía entre ambos. Me dediqué a descifrar el tic nervioso de sus ojos, a indagar en su menudo y delicado cuerpo. A la vez que les iba dibujando físicamente fui explicando cómo fueron esos primeros encuentros, esos momentos que ambos aguardaban vehementemente y que cada vez se producían con mayor frecuencia. A las sonrisas y miradas prolongadas les siguieron los breves diálogos, brevedad ocasionada tanto por el carácter introvertido de una, como por la falta de fluidez en el castellano del otro.
Una vez que acabé con ese punto llegué a la parte del relato que me había impulsado a sentarme frente al ordenador; tenía la certeza de que únicamente por la satisfacción que me proporcionaría la escritura de ese pedacito de historia me había compensado el esfuerzo de escribir el resto. Todo aquel que se ha acercado al oficio de escritor sabe del trabajo, no siempre grato, que este supone. Hay ocasiones en que merece la pena meterse en el fango, pelear con verbos, burlar adjetivos, encajar conjunciones con tal de encontrar aunque sólo sea una pequeña perla perdida en la inmensidad. Las escenas que escribí a continuación eran mi perla, más bien mi diamante en bruto; yo solamente me consagré a quitarle el barro, a lustrarlo y a mimarlo con tal de entregárselo pulido al lector. Y eso es lo que narré en las siete hojas siguientes, que no leeré aquí para no abusar de esta generosa audiencia.
Baste en su lugar contaros que en ellas fui desmenuzando la estrategia urdida por Ángela para conquistar a Kima, maniobra que desafortunadamente no pudo materializarse en el anhelado encuentro. Ángela, incapaz de soltarle a bocajarro sus sentimientos a Kima, tuvo una ocurrencia para comunicarle sutilmente los mismos, ingenio que además le ahorraría parte de la cuantía,  cada vez más sustanciosa, que destinaba casi diariamente a comprar películas. Con mucha vergüenza se acercó y le propuso a Kima convertir su manta en un videoclub y alquilar la película a la mitad del precio estipulado, con la promesa de devolvérsela al día siguiente. Kima aceptó encantado la oferta, no precisamente por lo ventajosa que era para él – a esas alturas del relato cualquiera sabía que Kima hubiera regalado a Ángela todas sus películas y cualquier otra cosa que hubiera poseído- sino porque cada vez que Ángela hiciera uso de ese particular servicio de alquiler él se aseguraría volverla a ver. Y efectivamente así fue, se vieron un día y al siguiente y al otro, pero lo que Kima no llegó a saber a tiempo es que Ángela utilizaba ese mecanismo de coger y devolver películas para hacerle llegar notitas con mensajes de amor. Normalmente eran poemas que ella misma componía para él, versos de famosos sonetos o estrofas de archiconocidas canciones; en un principio no eran declaraciones de amor directas, pero según pasaba el tiempo Ángela empezó a ser más explícita. Sin embargo Kima vivía ajeno a este trajín comunicativo en que Ángela se había sumido, nunca se le hubiera ocurrido abrir el disco que ella le devolvía, su confianza ciega era tal que comprobar si la película retornada era la correcta no se le había pasado por la cabeza ni por un momento.
Justo al final de ese fragmento introduje otro totalmente inventado. Cuando Coe me contó cómo Ángela metía tarjetas con frases, poesías o canciones y que Kima nunca las vio, mi mente frenó en ese punto, sólo momentáneamente, para crear una historia dentro de la historia porque ¿qué pasaría con esas notas?¿cuál sería la reacción del nuevo comprador de esa película? Había tantas historias como notas de amor escritas por Ángela se hallaban diseminadas por la ciudad y a ningún escritor podía escapársele ese filón.  Describí unas cuantas escenas, como la de una jovencita que adquiría la tercera entrega de Piratas del Caribe y que nada más abrirla se encontraba con una cartulina blanca recortada en forma de corazón en la que con perfecta caligrafía se podía leer Para vivir no quiero de Pedro Salinas, uno de los poemas favoritos de Ángela. ¿Lo leería y se aficionaría a la poesía gracias a esas casualidades del destino?¿Lo tiraría sin pasar del primer verso?¿Qué peregrinas razones se le ocurrirían para justificar que estuviese ese poema dentro de una película comprada en el top manta?
Después de esta interrupción volví a la historia real, que ya estaba muy próxima a finalizar. La situé en un sábado por la mañana, ese sería el último día que se vieron. Kima notó algo raro en la mirada de Ángela mientras le devolvía la película del día anterior. Pero no sólo eran sus ojos, tenuemente humedecidos, sino que al tenderle su mano con el DVD y justo cuando Kima alargaba su brazo para cogerlo, ella dudó, se echó para atrás y segundos después se lo dio, turbada, azorada. Acto seguido se fue calle abajo, precipitadamente, hasta confundirse con la muchedumbre que se metía en la boca del metro. Cuando Kima se quedó sólo enseguida notó que la película que le había devuelto, “No es país para viejos”, contenía algo más que un simple disco. Era una extensa carta en la que Ángela le confesaba sus sentimientos y para cuya lectura Kima necesitó la ayuda de Emmanuel, que llevaba varios años en España. Era en esa carta donde le explicaba, además de muchas otras cosas, que había puesto mensajes en el resto de películas y que, aún sin saber si él los había leído o no, no podía esperar un solo día más para averiguar si su amor era mutuo. Lo cierto es que Coe me contó muchos más detalles de la carta, puesto que ella misma la tuvo entre sus manos, y me aseguraba que nunca había leído nada tan sincero y desgarrador. Eso es lo que intenté reflejar yo cuando escribí sobre ella. También traté de describir cómo Kima se sentía la persona más afortunada del mundo cuando terminaron de leérsela.  
Mi relato terminaba en el mismo momento en que concluía la historia que Kima le había narrado a Coe durante el tiempo que estuvieron juntos. Ella estaba haciendo un reportaje sobre inmigrantes ilegales deportados a su país y pudo entrevistarse con él en el aeropuerto, horas antes de que su vuelo saliera. Lo que más le preocupaba era que Ángela pensara que su ausencia respondía a una negativa a sus sentimientos y no a que la maldita casualidad había querido que justo ese día la policía les hubiera detenido. Coe decía que a pesar de su inquietud y del drama que suponía ese tipo de situaciones Kima estaba totalmente confiado en que pronto regresaría y ya nada podría separarlos, era difícil borrarle la dicha de saberse amado y deseado como nunca lo había sido.
Ahí concluía mi relato, imprimí tres copias, las metí en el sobre y siguiendo el resto de las bases del concurso, lo envié antes de que finalizara el plazo.
Sin embargo, la historia de Kima y Ángela, desgraciadamente, no termina aquí y por eso mi discurso tampoco puede hacerlo todavía. No contar lo sucedido después sería faltar a la verdad y eso jamás podría perdonármelo.
Como les dije al principio de mi discurso el verdadero final de la historia de Kima vino a mí por sí solo. Podría haber usado este relato para cualquier otro concurso, pero el azar quiso que fuera para éste y que sólo por ese motivo todos podamos saber hoy qué ocurrió realmente con la pareja protagonista de mi relato.
Todo sucedió hace unos días. Recibí una llamada de un miembro de este jurado, cuyo nombre prefiero no hacer público. En ella se me informaba de que había resultado ganadora del concurso de relato corto y me emplazaban para recibir el premio que estoy recibiendo en el momento presente. Como podréis imaginar mi júbilo era bastante elevado. Sin embargo la llamada no terminaba ahí. Ese miembro del jurado me dijo que tenía que contarme algo y que había dudado hasta el final si hacerlo o no. No me preguntéis la razón, pero en el momento en que me dijo, con voz enigmática, que me podía desvelar el final de la historia de Kima y Ángela supe que estaba hablando con la mismísima Ángela, o con la persona real a la que yo le había puesto el nombre de Ángela en mi relato.
Este dato de la identidad de mi interlocutora debo decir que no me ha sido confirmado y que únicamente me dijo, aunque no la creí, que era amiga íntima de Ángela desde la infancia y que conocía muy bien su historia. Sea como fuere lo cierto es que con sus palabras le fue poniendo el desdichado broche final a su historia y por ende a la mía.
Efectivamente me contó que durante mucho tiempo Ángela pensó que los sentimientos de Kima no habían sido equivalentes a los suyos y que la prueba, evidente y dolorosa, era que había preferido no volverla a ver. Todas sus ilusiones se habían evaporado repentinamente, sumiéndola en un estado de fuerte depresión.
Sin embargo, muchos meses después, cuando ya era capaz de salir a la calle y de relacionarse pareciendo una persona normal, se topó con Emmanuel y su manta de películas en el sitio habitual. No le hizo falta vencer su timidez para preguntarle nada, ya que éste, en cuanto la vio, se fue directo a ella y le contó lo sucedido aquel sábado inolvidable. Lo cierto es que Emmanuel se había tomado como misión vital contarle a Ángela lo ocurrido con su amigo. Es difícil imaginar el cúmulo de sentimientos que debió tener Ángela en el brevísimo espacio de tiempo que Emmanuel tardó en relatarle lo sucedido. A la incredulidad y a la alegría inicial de saberse amada por Kima probablemente le seguiría la más absoluta desolación de saber que el mismo había fallecido en el naufragio de una patera en aguas próximas a Melilla cuando trataba de regresar a España, y del que Emmanuel si pudo sobrevivir.
Tras oír esto noté cómo mis ojos se humedecían. Creo que sólo pude balbucir que lo sentía mucho y colgué el teléfono bastante agitada.
Yo había escrito una historia de amor entre dos personas de muy diferentes orígenes, una auténtica historia de amor sin fronteras, una historia que no tenía un final feliz, pero sí un final esperanzador, un final que podría ser el principio de otro relato y que ahora ya no podría escribir jamás. Yo había conseguido que esa historia de amor ganara un premio literario, pero ahora no importaba nada porque esa historia ya no era la verdadera historia y Kima estaba muerto. Muerto.
Además tenía la sensación de que si un miembro del jurado había vivido mi historia en primera persona probablemente no fuera objetivo para valorarla y, lo peor de todo, para influir al resto de miembros. No podía soportar la idea de que mi relato no fuera ganador de manera justa y que pudiera haber otros motivos detrás que lo hubieran condicionado.

Tras darle muchas vueltas al asunto en los últimos días y sobre todo en las últimas horas creo que lo más razonable es que renuncie a este premio. No hay nadie que sienta más que yo dejar, de buenas a primeras, a este primer y único premio que he recibido en mi vida huérfano de relato, pero ganarlo, dadas las circunstancias, sería fallarle a la verdad y al propio Kima. El homenaje hacia su persona no es aceptar este premio gracias a la historia de amor que pudo haber sido, sino renunciar a él por lo que realmente fue. Espero que todos los aquí presentes podáis entenderlo. Muchas gracias, de cualquier modo, por escucharme.   

martes, 20 de octubre de 2015

Historia con final


Por Marta

La conocí una noche en el Flannagan Jazz Bar. En el cruce de la cuarenta y tres con la segunda era uno de esos locales que tantas veces había visto en las cintas de cine negro. Apenas una flecha y un pequeño letrero en la fachada indicaban la entrada por unas escaleras que descendían. No parecía un lugar muy concurrido. Gente que necesita tomar una copa, tipos solitarios, gente que anhela meterse bajo la tierra para rehuir del ajetreo de la ciudad…todos los tópicos que podáis imaginar sobre la clientela asidua a un local de jazz en pleno Manhattan se reunían aquella noche cerrada.

Yo allí era también un ejemplo común, un escritor en busca de inspiración; un publicista más que sueña con dejar su trabajo para malvivir escribiendo novelas. Mi primera historia llevaba en mi cabeza muchos años y desde hacía seis meses había tomado forma en el papel. Era una novela corta, muy impactante, debía dejar al lector noqueado desde el comienzo.Los agentes Pierre y Lilian se veían inmersos en una trama policíaca donde no faltaban los asesinatos, las extorsiones y las mentiras. Sin embargo no era la típica novela negra, pretendía también poner en jaque moral al lector ¿qué tiene de bueno hacer el bien? ¿debe el ser humano evitar la maldad siempre ? Dudas existenciales que me asaltaban y a las cuales no sabía dar respuesta. La historia había ido rodando sola y entre la pareja protagonista se había creado un vínculo emocional que en esos momentos ni yo mismo era capaz de descifrar.Los sentimientos de los seres humanos de ficción también son a menudo un laberinto. No tenía respuestas para mis dudas morales ni para las de mis personajes.Estaba atravesando un momento delicado, me estaba precipitando hacia el final de la novela y por primera vez no tenía ni idea de por dónde seguir. Me había bloqueado. La atmosfera que yo mismo había creado en esta historia me estaba  desbordando y obsesionando, necesitaba poner punto y final a todo lo escrito.

Entré en el bar y abriéndome paso entre el humo elegí una mesa pequeña; me gustaba escribir con la compañía de la gente anónima, con la música suave de fondo. El local parecía un oasis en el tiempo y en el espacio, observé la pulcritud en la colocación de las botellas tras la barra, el brillo del barniz de la madera de la barra y de los estantes. En el Flannagan se podía escuchar el sonido de los hielos al caer en los vasos, el eco sordo de las botellas al descorcharse. El camarero con su impecable chaquetilla blanca abotonada hasta el cuello terminaba de secar los vasos con un paño. Pedí un whisky doble, ¿qué otra cosa podía pedir?

Cuando ya me había acomodado en mi mesa un pianista tomó asiento frente al piano del pequeño escenario. Por lo visto todas las noches había actuaciones y esta noche el cartel de la puerta anunciaba “a la vocalista Marlenne Roose”.  No había focos de luz así que apenas se intuía la figura del pianista que había comenzado con unas suaves melodías que hacían las veces de hilo musical. Saqué mi libreta y releí las últimas líneas escritas esa misma tarde. Pierre…Lillian…Lillian… Pierre.

Un foco en el centro del escenario se encendió y una nube de humo espeso se hizo visible. El micrófono chirrió unos instantes y de la negrura del fondo apareció Marlenne al mismo tiempo que el pianista pulsaba las primeras notas. Con una tímida voz dio las buenas noches y comenzó a mover su cadera con un ritmo casi imperceptible. Juro que no tengo un carácter fácilmente impresionable pero aquella mujer que quedó iluminada en mitad de la oscuridad era un auténtico placer para los sentidos. La luz cálida hacía brillar su pelo rubio recogido en lo alto, su piel ligeramente bronceada contrastaba con un vestido negro que se ajustaba lo necesario a sus caderas. Comenzó a cantar con una voz suave que envolvió la sala. La canción era una delicia que yo conocía muy bien, “Why don’t you do right “. Aquella versión superaba con creces la ya buenísima interpretación de Peggy Lee. Marlenne permanecía agarrada al micrófono y miraba al suelo mientras cantaba, como si dudara de sus propias posibilidades. La gente de alrededor bebía o charlaba, nadie parecía estar presenciando la maravilla que yo veía.  Intenté concentrarme en la escritura pero me resultó imposible. De repente, Marlenne levantó la vista y miró al frente. Yo debía ser la única persona que la miraba así que clavó sus ojos en mí.“…You're sittin' down wonderin' what it's all about …”. Solté el bolígrafo y me concentré en sus labios rojos. Pierre…Lillian. “Now all you've got to offer me is a drink of gin”. Marlenne se giró y el foco iluminó su espalda descubierta, sus tacones negros brillaban. Cuando se dio la vuelta localizó de nuevo mi mirada. Sus ojos sonreían al igual que su boca mientras cantaba y yo no podía despegar mis ojos de los suyos. El piano acompañaba sus palabras en una sintonía perfecta.

Why don't you do right? Why don't you do right?”

La canción terminó y sólo se escucharon unos cuantos aplausos. Yo me había quedado  paralizado. La libreta y el bolígrafo en la mesa y en mi mano la copa de whisky. Mi mente volvió a Pierre y a Lillian en ese instante, ¿qué iba a ser de ellos?

Marlenne se acercó al pianista y le dijo unas palabras que ninguno de los presentes pudimos escuchar. Acto seguido el músico comenzó a interpretar de nuevo una melodía en solitario. Marlenne desapareció del foco de luz y tuve que guiñar mis ojos para buscarla en la oscuridad del escenario. Se disponía a bajar los tres escalones que separaban el escenario de la sala. De repente, para mi sorpresa, se acercó hacia donde yo estaba. Tragué saliva. Marlenne separó la silla que tenía enfrente y se sentó. Ninguno de los dos dijimos nada. Me miraba a los ojos como hacía unos instantes pero esta vez sus labios permanecían cerrados. Me fijé en el brillo de sus pendientes. Cogió mi copa de whisky y dio un trago. Yo notaba el calor en mis manos y en mis mejillas. Después cogió mi cajetilla de cigarros, tomó uno y lo encendió. El humo de su cigarro se mezcló con el del resto del bar. Miró hacia un lado mientras daba una calada al cigarrillo y al mismo tiempo puso su mano encima de la mía en la mesa. Me fijé en sus perfectas uñas rojas a juego con sus labios. En un movimiento suave y rápido extrajo mi alianza del dedo y la colocó en el suyo.

 Sus pupilas dilatadas en mitad de la oscuridad volvieron a clavarse en las mías.


Y entonces me dijo, “ya tengo el final de tu novela”.







----------------------


Aquí os dejamos un vídeo para escuchar como banda sonora del relato. Como podéis imaginar no hemos conseguido encontrar el video interpretado por Marlenne Roose así que hemos escogido esta maravillosa interpretación de la canción por Karen Souza.






viernes, 9 de octubre de 2015

Música para escritores

Por María

Para Ana Portela, por compartir lo que ella y yo sabemos.

Confieso que no sé qué interés podría tener para vosotros leer la historia de Mario, puesto que Mario no existe. Mario es alguien totalmente inventado por mí. Le di un apellido italiano por parte de padre, Bellotti, simplemente porque me gustaba su sonoridad. Me repetía una y otra vez su nombre, Mario Bellotti, así alargando mucho la “o” de Bellotti, Mario Beloooti, Mario Beloooti.

Dado que siempre admiré esas familias de muchos hermanos donde al final los mayores hacen un poco de padres de los pequeños, le di a Mario cinco hermanos, que bien podían haber sido, por el mismo coste, seis o siete. Así, de repente, se me ha ocurrido que cuando Dostoyevski escribió “Los hermanos Karamazov” quizá pudo haber pensado en algún momento que en vez de tres fueran cuatro hermanos. Sin embargo ni el cuarto Karamazov ni el sexto hermano de Mario Bellotti existieron finalmente, aunque en el fondo tampoco existieron los tres Karamazov de Dostoyevski ni los cinco hermanos de Mario Bellotti. Tampoco Mario Bellotti. Todo fruto de la invención.

Pero por diversos motivos que a veces no consigo comprender, los humanos hemos querido que algunas vidas inexistentes nos interesen tanto como para pasar horas y horas con ellas. Unas vidas sin vida que, como en el caso de los hermanos Karamazov, tienen más vocación de permanencia y universalidad que las propias vidas reales.

Volviendo a Mario Bellotti lo cierto es que si se me hubiera ocurrido a tiempo le habría dado un hermano  gemelo, siempre he sentido fascinación por ese par de almas que comparten idéntica información genética. Habría creado un gemelo de Mario tan clónico a él que su madre al nacer sólo habría podido distinguirles por el ombligo, la única señal que no dependía de la genética sino del resultado del corte del cordón umbilical. Sin embargo ya era tarde para ello, la historia ya estaba escrita. Una historia que situé por pura casualidad en Canadá, de lo cual me arrepentí en cierto modo porque yo no sabía absolutamente nada de Canadá. Hubiera sido mucho más fácil quedarme en Madrid, o en el caso de haber querido arriesgar un poco más al menos haber elegido una ciudad en la que hubiera estado alguna vez. Ya lo decía el profesor del taller “Cómo escribir una novela que enganche”, que lo más sencillo era escribir sobre lo que conociéramos. Y ahí estaba yo, complicándome la vida y eligiendo Canadá como enclave de mi historia, lo cual me supuso un trabajo extra de previa documentación. Leí sobre su clima, sus costumbres, sobre sus ciudades y su extraordinaria naturaleza. La verdad es que sentía que era ridículo estar leyendo sobre algo de lo que no tenía la más remota idea para luego contarlo como si fuera una eminencia en el asunto. Tenía la misma sensación que si estuviera copiando en un examen. Todos los escritores tenemos algo de tramposos.

Y es que de vez en cuando me asaltaba la duda ¿y si hubiera leído algo equívoco al documentarme y como consecuencia de ello dicho error se hubiera plasmado en mi novela? El disparate podría acecharme detrás de las Rocosas, en la carretera de Québec a Montreal o tras la lluvia de Vancouver.

“Verosimilitud” había dicho aquel profesor. “Lo importante no es que las cosas sean  verdaderas, lo importante es que dentro de su contexto sean verosímiles”. Así que en el fondo no importaba que hubiera confusiones si las mismas no entorpecían la verosimilitud de lo descrito, ¿no?

Yo había tejido de la nada la saga de varias generaciones de pianistas de origen italiano en Canadá, una historia de renuncias, de superación, una historia de amor por la vida, por la música, por la música de la vida y ¿por qué lo había hecho? ¿qué pretendía con ello?

Me cuesta entender por qué escribo, ¿qué busco? Pero, sobre todo, ¿qué buscan los demás leyendo algo que saben que no existe de principio a fin?

Durante un tiempo sólo pude leer ensayos y libros de historia. Sólo veía documentales. Si osaba ir al cine sólo imaginaba los técnicos que rodearían cada escena, los cortes, el montaje, al guionista escribiendo en su casa, al director mandando repetir el diálogo. Me parecía imposible haber disfrutado antes de alguna película y admiraba la capacidad del resto de espectadores para emocionarse con lo que estuvieran viendo.
Hubo gente que compartió mi angustia.  

Y de repente recordé la escena en la que Mario Bellotti tocaba el concierto para piano nº 2 de Rajmáninov. Me había molestado en describir sus poderosos brazos, sus manos de dedos largos y ágiles, el vello en sus falanges. Todo era inventado. Salvo la música.

La música que lo llenaba todo.

La música que brotaba de sus manos. De las manos de Mario, que eran las manos de cualquier pianista del mundo. De todos los pianistas del mundo.  

La música puso fin a mi desasosiego y me hizo comprenderlo todo.

Porque daba igual que nada fuera real. Yo lo sentía. 
  

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Operación “AISC”

Por Marta

En el suelo habían quedado por barrer algunas colillas de la noche anterior. La mejor cristalería, aún por estrenar, reposaba en los estantes. La detonación hizo volar por los aires el bar de la Plaza Coronado en lo que la policía denominó una operación  “AISC” (Alto interés de seguridad ciudadana). A pesar de la violencia de la maniobra se calificó de rotundo éxito cuando sacaron del interior los cuerpos de los cinco asesinos más buscados de la ciudad.

Julián Marbeleda, cincuenta y ocho años, director de banco prejubilado. Mató a sus principios en el año noventa y tres. Una mañana gris de otoño que recuerda mucho a la de hoy. Su firma bajo aquel contrato resultó ser un arma letal.  Pero no le bastó con una única puñalada, se ensañó día tras día. Año tras año. En el momento de la explosión desayunaba tostada con mermelada y café con leche en vaso de cristal.

Ángeles Ávila, cuarenta y nueve años, auxiliar administrativa. Culpable de matar su propio deseo. Un crimen lento, poco escandaloso. Lo fue envenenando a base de pequeñas dosis estratégicamente premeditadas. Un día negándose el rubor de un roce furtivo, al día siguiente evitando un cruce de miradas. Esta mañana, después de una dieta estricta se daba su primer lujo: croissant a la plancha.

Sara López, veintisiete años, estudiante de máster universitario. Condenada por el asesinato de su dignidad. Junto con la negación de los hechos intentó ocultar las pruebas claramente incriminatorias. Borró en el móvil la conversación en la que se arrastraba para conseguir aquella cita. Suprimió de su historial todas las copas que se había bebido sólo para sentirse más bella, más poderosa. Esta mañana tenía el estómago cerrado, sólo desayunaba un té negro con una nube de leche.

Guzmán Mateo, treinta y cinco años, economista. Mató su curiosidad. De un golpe seco, por la espalda. Mientras su novia se duchaba cogió su móvil y revisó todas sus conversaciones. Pese a la zozobra del que se sabe culpable respiró tranquilo. Cuando se produjo la explosión desayunaba un cortado con sacarina.


Ramón Vega, sesenta y dos años, camarero y dueño del bar de la Plaza Coronado. El número de víctimas mortales que había ocasionado a lo largo de su vida todavía no se sabía con exactitud. Había matado con veneno a decenas de personas que habían entrado en su bar a desayunar. Después de muchas semanas de investigación el círculo se había estrechado hasta que la policía no albergó ninguna duda. Sus últimas cuatro víctimas nunca fueron registradas en su expediente. Julián, Ángeles, Sara y Guzmán, murieron un poco antes de que el veneno, cuidadosamente disuelto en sus bebidas, hiciera su efecto.

martes, 11 de agosto de 2015

Lo que el fuego se llevó

Por Marta


Cuando se desató el incendio en Carencia del Valle, pueblo de cincuenta y tres habitantes censados, todo el mundo dormía. Esa noche “todo el mundo” eran ciento cuarenta y nueve almas porque en verano y con motivo de las fiestas patronales a San Roque el pueblo triplicaba su población.

Emiliana y Martín dormían abrazados cuando las llamas subieron al segundo piso en el que estaba su dormitorio. Emiliana dormía todo el año con calcetines. Martín, sin embargo, que era un hombre fuerte y vigoroso nunca pasaba frío. Ni en los inviernos más duros. A veces agarrado a Emiliana en las noches de verano como aquella, sudaba como un pollo, pero incluso dormido necesitaba permanecer asido a esa mujer menuda y vivaz que había sido el pilar de su vida. El fuego calcinó sus cuerpos dejando la instantánea de un hombre gigantesco que, como un oso, abrazaba a su presa.

En la casa de Asunción y Paco, como si se tratara de una familia humilde, se escatimaba hasta en lo más básico. Lo cierto es que no lo era en absoluto. Asunción había heredado muchas tierras que Paco cultivaba sin descanso y en el banco tenían más dinero que la suma de unas cuantas familias del pueblo. La noche del incendio, como todos los años el día antes de la fiesta, Asun había dejado preparada en la silla la ropa que tenía que ponerse Paco para la misa. A los pies los zapatos de los domingos. Sin lustre pero con las tapas renovadas hacía dos años. Ella había dejado preparadas en la mesilla las dos únicas alhajas que tenía, una pulsera y un anillo que llevó su madre en su día. Ardieron con la misma rapidez que los fajos de billetes que guardaban bajo la segunda baldosa de la derecha a la entrada de la salita de estar.

Marcelina vería su deseo cumplido la noche del incendio. Tenía noventa y tres años y llevaba los últimos meses rogando “diosmíollevamepronto”. Desde que se cayó, rompiéndose la cadera, llevaba una existencia penosa. De la cama al sofá y de éste a la cama. Había dejado de jugar a la brisca con las vecinas, había dejado de salir las noches de verano a la puerta de casa “al fresco”, había dejado de comer con ilusión el tronco de la lechuga y el currusco de la barra de pan. Se estaba dejando morir, decía su hija a los vecinos. Aún así, cuando vió las llamas entrar por la ventana en su habitación lo último que sintió fue que aún no estaba preparada.

Prudencio había hecho honor a su nombre toda su vida. Pero la noche del incendio se acostó con la convicción de que mañana todo cambiaría. Se había visto viejo frente al espejo aunque tenía solo cuarenta y dos años. Desde que Mariana había llegado a Carencia todo era diferente. Si veía el brillo de sus ojos al reír, le apetecía besarlos y al instante sentía una presión en el pecho. Si su larga melena rojiza le rozaba al servirle el plato ansiaba acariciarla. Si entraba en el bar y ella no estaba detrás de la barra sentía otra vez la misma presión en el pecho. Mañana era el día de la fiesta grande. La sacaría a bailar.


El fuego fue intencionado. Eso pondría en el informe policial posteriormente, pero la auténtica realidad es que Adolfito “El charca”, el autor de la tragedia, nunca había poseído el suficiente conocimiento como para realizar algo con intención o sin ella. Prueba de ello es que después de prender la llama que arrasaría al pueblo se metió en la cama como uno más. La muerte de Adolfito “El charca” no sería menos trágica que el resto de su vida ya que con tan sólo tres días su madre lo quiso ahogar en una charca y la Guardia Civil salvó su vida milagrosamente. Pero la verdad es que la benemérita salvó únicamente su vida física ya que la mental sufrió graves secuelas y quedó para siempre sepultada en el fondo de la charca.

miércoles, 15 de julio de 2015

¿Qué quieres ser de mayor?

por María.


Para Nuria, mi inseparable compañera en los 15100 caminos de la vida.

A un par de cuadras de la Plaza de la Liberación, antes de llegar a la Avenida Juárez, dos señoras se dedican al oficio de lustrar zapatos. No son las primeras de su generación que se consagran a dicho empleo. Cobran la boleada a 25 pesos. Yo me enteré de lo que era una boleada porque mientras me dirigía a Callao, en plena Gran Vía madrileña, vi como un hombre anunciaba su puestecito de limpiar zapatos con un cartel que rezaba “La mejor boleada de México”. Comprobé este dato por internet y vi que lo de bolear allí, al otro lado del Atlántico, parecía un oficio con algo más de futuro que en España. Aunque tampoco demasiado porque cada vez son más habituales, también allí, las zapatillas deportivas o el calzado informal que no necesita de lustre. En todo caso a mí se me hace raro que a alguien le apetezca que otro le limpie los zapatos en plena calle; por muy sucios que estuvieran los míos yo no querría ni regalada una boleada con público, y siendo sinceros, sin público tampoco me atrae en exceso. Pero supongo que si existe el oficio es porque otros no tienen tantos remilgos.

Otra ocupación que me llama la atención y que pensaba que se había extinguido es la de afilador de cuchillos. El otro día, a las 12 del mediodía en pleno barrio de Chueca, comprobé que estaba en un error: me topé con uno. Bajaba la calle con esa musiquita que cualquiera que la haya escuchado tendrá grabada en su cabeza y me transportó unos treinta años atrás, cuando era un sonido relativamente común en mis mañanas de fin de semana, como el del chatarrero o el del gitano con la cabra y el órgano. Supongo que no tengo ningún cuchillo cuyo valor merezca la pena tanto como para afilarlo, así que los afiladores de cuchillos son para mí tan prescindibles como los boleadores.

O tan prescindibles como debieron de serlo los serenos en las calles de Madrid, ya que estos sí que desaparecieron definitivamente. Empezando por el nombre siento gran atracción por la profesión de sereno. El pozo de sabiduría que es internet me explicó que estos tipos, una especie de vigilantes nocturnos de las calles que regulaban el alumbrado público y abrían las puertas de quien lo necesitara, en algunos lugares solían además anunciar la hora y las variaciones atmosféricas, y de ahí su nombre,  porque era muy habitual que el cielo estuviera despejado, sin nubes ni niebla, es decir “sereno”. ¡Las diez en punto y sereno! ¡Las doce en punto y nublado! ¡Las dos en punto y nevando!

Poco queda en el Madrid actual de ese Madrid de serenos, a los que imagino cargados de llaves y familiarizados con los vecinos de las calles que “patrullaran” y entonces creo que lo que me gusta no son sólo los serenos, o quizá ni siquiera los serenos, sino la inocencia de ese Madrid que apenas conocí.

Lo que no tiene visos de extinguirse, ya que estamos hablando de oficios y profesiones, es la eterna y fastidiosa pregunta de ¿qué quieres ser de mayor? Les sonará porque con toda seguridad la habrán recibido de pequeños y posteriormente la habrán formulado de adultos. Cuando recibes esa pregunta en la más tierna infancia el abanico de posibilidades no es demasiado amplio. ¿Cuántas profesiones sabe un niño de siete u ocho años? No sé ahora,  pero en mi infancia la cosa giraba en torno a los que querían ser bomberos, policías, soldados o pilotos de avión, es decir profesiones más de acción, los que querían ser médicos, abogados, periodistas o maestros, profesiones de menor riesgo físico y que elegían los más listos de la clase, o los que ya por pedir, pues querían ser actores famosos, cantantes, futbolistas o astronautas. Percíbase que hablo en masculino, aunque no hace falta señalar que muchas profesiones tenían su género ya asignado y si a un niño de nueve años le daba por decir que quería ser peluquero que se preparara.

Recuerdo perfectamente que en clase nos dieron una lámina blanca con un marquito color lila y teníamos que dibujar en ella qué queríamos ser de mayor. Creo que fue en cuarto de EGB, esto es unos nueve o diez años, aunque no estoy muy segura si fue antes o después de esa edad. Supongo que para muchos niños no supuso ningún problema plasmar ahí cualquier cosa, lo tuvieran o no claro; para algunos otros – no muchos- que nacen con una vocación clara tampoco supondría obstáculo alguno, pero ¿qué pasó conmigo? Pues que me quedé paralizada y tuve que pensar y pensar y repensar qué narices quería ser de mayor. Creo que debí de preguntar a mi familia por diferentes profesiones a ver si había alguna que me gustara (¿es lícito poner en esta tesitura a una niña de diez años?) y entonces decidí, sin saber demasiado bien qué era, que yo de mayor quería ser abogada. Y ahí que dibujé un estrado, con la mesa del juez, con sus banquitos de madera y con mi persona ataviada con toga y hasta birrete, obviamente influenciada y confundida por las películas y series americanas. Aquella de Perry Mason, que por cierto nunca he vuelto a ver desde entonces, me encantaba y creo que tuvo mucho que ver con el resultado final de mi dibujo.

La cosa es que años después, cuando aprobé selectividad y me llegó ese momento fatídico de elegir carrera y futuro vital (¿es lícito poner en esta tesitura a una joven de dieciocho años?)yo debía seguir con las mismas dudas que entonces. Así que pensé, pensé y repensé y ¿qué hice? Pues me matriculé en Derecho porque al fin y al cabo la única respuesta palpable que yo tenía a esa maldita pregunta era un dibujo enmarcado en un marquito lila.

Y así se forja la vida de una persona.

Y a estas alturas de la película no tengo claro si me equivoqué o no al pintar ese dibujo porque resulta que ya soy mayor y sigo sin saber qué quiero ser de mayor. Y lo pienso, lo pienso y lo repienso, pero la parálisis continúa y lo más parecido a una respuesta que se me ocurre nada tiene que ver con profesiones. De mayor quiero ser feliz, culta, eternamente joven y bella, millonaria. De mayor quiero ser pequeña otra vez, libre de responsabilidades y ajena a preocupaciones. De mayor quiero saber qué quiero ser de mayor.

Sin embargo creo que si consiguiéramos desterrar la preguntita de marras tendríamos mucho terreno ganado. No habría afiladores de cuchillos frustrados porque un día dijeron que querían ser médicos, ni habría mujeres de la limpieza que soñaron con ser actrices. Habría afiladores de cuchillos, médicos, limpiadoras y actrices felices de ser lo que fuesen.

Ojalá todo fuera tan sencillo como eliminar una pregunta,  pero obviamente esta es una cuestión mucho más compleja que pasaría por cambiar gran parte de la concepción de nuestro sistema educativo, un sistema que en mi opinión no funciona. Y no funciona porque no valora a la persona y sin ella nunca vamos a hacer un mundo mejor.

Pero si las cosas no cambian al menos podríamos incluir la  enseñanza de la canción del pirata cojo de Joaquín Sabina entre las materias obligatorias y así ampliaríamos algo  más el abanico de posibilidades para elegir. Yo al menos no me habría visto obligada a preguntar qué profesiones me podrían gustar, lo hubiera tenido claro: sin duda pintora en Montparnasse.

O bien esto o reconducir a los niños por caminos más realistas donde las respuestas a la cuestión variaran de las “yo quiero ser parado de larga duración, como mi papá”, o “fija-discontinua sin contrato, como mi tía” a “yo lo que deseo es ser funcionario gris” “contable amargado” “abogado mercenario” “tesorero corrupto de partido político” “niño de papá o hijo de torero vividor de las revistas del corazón”. No sé si sería un mundo mejor, pero desde luego que sería un mundo mucho más divertido.  

           

miércoles, 3 de junio de 2015

Patrimonio de la humanidad

por Marta


Todos sabemos que cuando La Muerte llega se lleva por delante todo lo que encuentra. Arrasa.  Pongo La Muerte con mayúsculas, como nombre propio, porque en un libro de Lengua que usé hace muchos años al lado de un poema a modo de ilustración estaba la clásica figura de una mujer sin rostro con la guadaña a cuestas. Me dio miedo y se me quedó grabado. Muchas veces la muerte es tan injusta que necesitamos algo concreto a lo que odiar, aunque sea una silueta de un libro de EGB. Como decía, La Muerte suele llegar y llevarse por delante a la gente. Pero esta gente muchas veces no deja huérfano solo a sus hijos, a su familia, a sus seres queridos…Los muertos dejan huérfanos a los objetos.

Este fin de semana he estado en el pueblo de mi abuela, en la casa en la que veraneé muchos años. Allí, en el cajón de una pequeña mesa auxiliar al abrir me he topado con el costurero. No me ha sorprendido, la verdad. Ese costurero ha estado allí desde que yo tengo uso de razón. Ahora mismo, cierro los ojos, pienso en él y lo puedo recrear a la perfección; es una caja cuadrada de color rojo y textura aterciopelada, en la tapa hay dibujada una escena de caza con caballos y perros corriendo. Lo he abierto y he encontrado lo de siempre. Cada cosa en el sitio en el que se la había dejado. Han pasado ya unos cuantos años desde que nadie coge una aguja o un alfiler de esa almohadilla. Y me ha resultado curioso, raro. Mi abuela tenía su orden singular dentro de esa caja. Los botones pequeños en una cajita de caramelos, los grandes en una bolsa transparente. Agujas ordenadas por tamaños, corchetes, cintas elásticas. Todo tiene su lugar y sin embargo mi abuela nunca nos contó cual era ese preciso lugar para cada cosa. Cuál era la manera de colocar cada objeto de ese costurero. Parecerá una tontería pero me ha sobrecogido el pensar que mi abuela se fue sin contarnos como había que gestionar ese pequeño mundo de su costurero. Y me he sentido un poco torpe y a la vez un poco entrometida, así que he hecho lo que casi todo el mundo haría, lo he cerrado dejándolo todo igual. Este costurero, huérfano de madre, de momento se queda a la espera de que alguien tome las riendas de su vida.

A este tipo de objetos me refería antes. Incluso cosas mucho más triviales como puede ser una lata de conserva. Seguían mis pensamientos este hilo conductor después de cerrar el cajón de la mesa auxiliar cuando me he acercado a la fresquera. Para el que no sepa lo que es, se trata de estancias que había antiguamente en las casas, en las zonas más frescas, de ahí su nombre, donde guardaban los alimentos. Ahora vamos de modernos con frigoríficos de dos puertas pero antes había neveras que eran toda una habitación. En un pueblo minúsculo como en el de mi abuela, en el que no hay tiendas, como supondréis es importante tener una fresquera bien surtida. El caso es que he recordado que al principio de cada verano mi abuela y yo hacíamos un exhaustivo análisis de las latas de conserva que había en la fresquera y que habían quedado de años anteriores. El objetivo era ir mirando una por una las fechas de caducidad y dejar en primera fila las que caducarían ese año y que por lo tanto debían ser consumidas durante el verano. Berberechos, tomate frito o espárragos. Nuestro menú lo dictaban las fechas de consumo preferente.  Como os podéis imaginar la gestión de estas conservas se ha quedado paralizada en el tiempo. He encontrado latas de 2009 en primera fila esperando su turno para salir, y si las latas tuvieran voz ésta habría sido una mezcla de incredulidad y reproche, ¿qué pasa con nosotras?

Cuando volvíamos en el coche a la vuelta mi hermana y yo hemos visto desde la carretera, en mitad del campo una construcción antigua que, por lo menos por aquella zona, le llaman “paridera”.  Tenía el techo completamente derruido y las paredes de piedra empezaban a hundirse. Esa pequeña edificación que algún día fue importante para alguien, fundamental en su vida diaria para algún pastor, supongo, hoy se derrumba lentamente ante la indiferencia de los que lo rodean. Nos hemos quedado calladas.  No sé si mi hermana estaba reflexionando sobre lo mismo pero yo he pensado que algún día todos mis objetos serán patrimonio de la humanidad. Que el hombre es increíblemente frágil y por mucho que nos creamos un montón de piedras, una bobina de hilo o unas simples latas son capaces de ganarnos la batalla. Que hay que disfrutar los tres días que estamos aquí, joder.



jueves, 30 de abril de 2015

Animales, seres humanos y otros especímenes

por Marta

Hoy me apetece hablaros de un hecho que llevo observando durante toda mi existencia y que hasta ahora no había verbalizado. Se trata de la diferencia entre los seres humanos y los animales. No me refiero a lo que comúnmente conocemos como animales…los perros, los gatos…No, me refiero al subtipo de seres humanos que yo considero y catalogo como “animales”. Y, como comprenderéis, no me refiero a los que por su violencia, sus malos modos o grosería, son llamados por sus semejantes como animales o bestias.

Mi diferenciación es algo mucho más sutil, un concepto quizás difícil de entender por alguien que no lo tenga en su cabeza como es mi caso. Los animales de los que estoy hablando no lo son por su ferocidad o sus cualidades más peyorativas, nada de eso, se han ganado este nombre precisamente por unas características innatas que el resto (entre los que me incluyo) hemos perdido (o mejor dicho nunca hemos tenido). Ellos conservan características propias del reino animal como podrían ser el instinto más primigenio, la capacidad de adaptación, la robustez anatómica y fisiológica que te permite explorar con precisión tu entorno, el sentido de supervivencia más inherente a la vida… todas aquellas cualidades que, lejos de ser negativas, los  hacen  de alguna manera un poco más salvajes, en el mejor sentido de la palabra, pero, quizás también, en contraprestación, más terrenales y falibles.

Antes de nada, quería puntualizar, que según mi visión del tema, dichos seres humanos-animales no son ni mucho menos casos aislados o algo poco representativo en la sociedad. ¡Nada de eso! Me atrevería a apuntar que el porcentaje que tenemos es de un 50%-50%… o incluso nos ganan por mayoría, quien sabe. Pero dejemos atrás tanta cháchara y tanta introducción y metámonos de lleno a examinar a dichos animales.

Mi toma de conciencia sobre este tema me ha surgido esta mañana en el trabajo; una compañera, ante la eternidad de las vacaciones escolares, se planteaba la posibilidad de mandar a sus hijos a un campamento de verano. Todos hemos opinado basándonos, lógicamente, en las experiencias personales. Y yo he revivido algunas de las sensaciones que uno tiene cuando es pequeño y le mandan sus padres a un campamento de verano. Los hay de diferentes tipos, urbanos, de idiomas, de scouts y como no, también esos que llaman convivencias, que para mí siempre han sido un misterio. El caso es que he rescatado aquella idea que desde pequeña observé (año tras año, quincena tras quincena) de que había dos tipos de niños en todos los campamentos. Estaban los niños, como yo, que por una razón o por otra teníamos una sensación agridulce. Es innegable que teníamos ratos de absoluta diversión, que hacíamos amigos, que no teníamos ningún problema de sociabilización…pero, sin embargo, como dice Sabina en la canción “todos los días tenían un minuto en que cierro los ojos y disfruto echándote de menos”. La añoranza de mis padres, de mi hogar y la sensación de desprotección siempre estaban de telón de fondo. Y haciendo honor a la verdad, en mi caso, ni era un minuto, ni disfrutaba echándolos de menos. “Mamitis aguda” me podrían haber diagnosticado.

No penséis por esto que mis recuerdos hacia los campamentos de verano son malos, nada de eso…de hecho, todo lo contrario, repetía cada año así que supongo que el balance final era positivo.
Esta sensación de debilidad o desprotección, la verdad, es que yo no la detectaba en otros compañeros. El resto, salvo contadas excepciones de niños que lo mostraban abiertamente, parecían completamente felices. Con el tiempo me he dado cuenta de que quizás éramos más de uno los que llevábamos esta particular procesión por dentro.

Pero claro, este hecho en sí mismo, no tendría mucha relevancia si no fuera porque un niño como yo, un ser humano en potencia, se comparaba con un ser mucho más preparado para la ocasión, un individuo que parecía haber nacido para estar allí: el “Animal de campamento”.

Estos niños, así denominados, por supuesto no sentían quebrarse su voz cuando tocaba “hora de teléfono”, no reparaban en la necesidad de tener que  mostrarse íntegro cuando tus padres te preguntaran qué tal. Los animales de campamento llegan el primer día de colonias (sinónimo que nunca utilicé)  pertrechados de un macuto que contiene ni más ni menos que el número justo de objetos y prendas que el niño va a utilizar. Ni más ni menos. Probablemente este niño es hijo de un padre que en su día fue animal de campamento y sabe perfectamente de lo que va la vida. Mis padres, sin embargo no lo sabían, todavía recuerdo con auténtico desasosiego el día en que al aterrizar, mi hermana y yo, a un campamento en un pueblo abandonado de Soria, abrimos la mochila y descubrimos con estupefacción que mi madre… no nos había echado calcetines!!! El horror se cierne sobre nosotras y se nos plantean quince largos días en los que tenemos que mendigar calcetines a las niñas de la habitación obteniendo día sí, día también, caras de rechazo y constantes negativas. Y es que prestar cuatro calcetines, así de golpe, no es moco de pavo. Aun recordamos, mi hermana y yo- ¡cómo olvidarlo!- que solamente una niña, Ana Camacho (nunca más volvimos a saber de ella) se apiadó de nosotras dejándonos un par que no nos pidió hasta el último día de campamento. Ana, tú, que claramente no eras un animal de campamento, si por un casual estuvieras leyendo esto, no dudes en contactar con nosotras, te debemos un favor. De los grandes.

El animal de campamento lleva toda su ropa correctamente etiquetada, lleva navaja suiza multifunción (ahora supongo que ya no les dejarán), brújula (a mí, sinceramente, saber dónde estaba el norte era lo que menos me preocupaba) y a un lado de su mochila cuelga una cantimplora que no gotea y, lo que es mejor, el agua que hay en su interior no sabe a anís del mono.  Os pareceré una loca pero alguien dijo a mi padre que había que enjuagar las cantimploras con anís durante la noche previa, supongo que por aquello de que no crecieran bichos, y estuve todo el campamento lingotazo va, lingotazo viene.
El niño profesional de los campamentos es un niño muy estable, me refiero con ello al sentido más biológico de la palabra. Estos pequeños animales tienen nervios de acero y una seguridad y aplomo para hacer las cosas de los que yo nunca gocé. Por ejemplo, el animal de campamento mantiene su regularidad intestinal durante los quince días. No se menea. Nunca se verían aquejados por un estreñimiento tal que te hace pensar que te van a sacar de allí con los pies por delante, ni mucho menos sufrirían una diarrea propia de beber agua en mal estado. ¡Ah! Y muy importante, la cara desencajada que se le queda a casi todo ser humano que se tiene que enfrentar por primera vez a una letrina en ellos seguramente sea la de la emoción del que hace algo por primera vez. 

Esta estabilidad corporal yo la apreciaba mucho en el tema de la comida. El animal de campamento está preparado para comer lo que le pongan delante de sus narices desde el minuto uno que llega al campamento. Soy consciente de que, cuando estoy nerviosa, de mayor sigo igual, el estómago se me cierra. Y qué decir entonces de esos primeros días de campamento en que te despiertas con el estómago del revés y ves que el niño de al lado agarra con confianza un tazón y se sirve de un perolo gigante que tiene cola-cao caliente. Y moja sus galletas (de esas tostadas cuadradas de baja calidad), bien mojadas, bien blanditas, y toma hasta la última gota de esa leche que, por supuesto, tenía nata.

Reconozco que en este último aspecto soy un poco exagerada, a la gente normalmente le gusta la leche caliente y mojar cosas dentro pero lo siento, a mí no. ¿Tan absolutamente devastador para la logística de un campamento era dar a una niña un vaso de leche FRÍA? Debía serlo porque siempre desayunaba las fabulosas galletas a palo seco o con agua.

El niño que ha nacido para ser boy scout tiene una capacidad digna de mención relacionada con el tema del sueño. Estos niños son capaces de pasar del cómodo colchón de su hogar al saco y la esterilla sin despeinarse. Sin que eso les cause un trauma. Y la clara prueba de que está adaptado a las circunstancias es que en este ambiente hostil, a pesar de todo lo pequeño y lo niño que es, el animal de campamento ronca!!!

En cuanto a las actividades del campamento propiamente dichas , ¿qué deciros? Yo me enfrentaba con cierta reticencias a tirolinas, rocódromos o piraguas. A mi lado tenía niños que cantaban las canciones de los fuegos nocturnos a voz en grito, que no sentían la más profunda de las penas al cantar “Mi amigo José…” (sí, ese que iba a la guerra y mataba por error a su amigo del alma); niños y niñas que, por supuesto, como no podía ser de otra manera, olfateaban, seguían el rastro y hacia la mitad del campamento…incluso ligaban!!

Y, antes o después, el campamento iba llegando a su fin… y esta vez me viene una frase de Pedro Guerra que dice “y la resta de los días fue sumando vida contra la ansiedad”… La verdad que ahora que ya estaba más o menos adaptada, ahora que las galletas cuadradas con agua no me sabían tan mal, ahora tocaba despedirse de toda esa gran familia humana y animal que, mejor o peor, había sido mi familia postiza durante quince días. La calidad de drama que se vive en esos momentos es digna de mención, las lágrimas unidas a promesas que se hacen en esas últimas horas estoy segura que suceden irremediablemente en cualquier lugar del mundo. “Nos escribiremos”, “nos llamaremos”, “tenemos que hacer una vez al año una quedada en Madrid y vernos todos”, “No, mejor dos veces al año”. Con el tiempo vas entendiendo la media sonrisa con la que te reciben tus padres la tarde de regreso. Una tarde rara, por cierto. Después de haber vivido cada día del campamento como si fuera domingo por la tarde (si alguien no entiende lo que quiero decir con esto, probablemente tampoco entienda este Piensamiento) de repente llegas a tu casa y esa tarde nada te gusta, nada te cuadra… echas de menos esa rutina salvaje a la que te habías acostumbrado. Y es que, que queréis que os diga, han pasado sólo quince días, pero tú te has hecho mayor.

PD1. Llegados a este punto podéis sentiros engañados con este texto. Os dije al principio que iba a hablar de los animales y finalmente sólo he hablado de los “animales de campamento”. Ahora os daré la clave. Los animales de campamento son niños que durante el invierno hacen vida normal ¿acaso no habéis detectado nunca a los “animales de cumpleaños”? Esos niños que siempre son los primeros en romper la piñata y coger todos los caramelos del suelo…ahí los tenéis.
Un compañero me ha dicho esta mañana que incluso en la mili también estaban estos especímenes…esto se ha refinado un poco ahora que no es obligatoria; supongo que ahora solo van los “animales de mili”.
 Y… no me quiero poner cansina pero, ¿qué me decís del viejo que seguramente sea “animal de residencia”??
Dejando la imaginación volar me doy cuenta de que en todas las etapas por las que he ido  pasando me he ido topando con animales de todo tipo. Animales-buena gente, por supuesto, que han tenido la suerte de nacer con ese gran poder de adaptación y de comunicación con la madre naturaleza. Que los hace fuertes e indudablemente el futuro de nuestra especie (ellos saben a dónde van, llevan  brújula).
Y también, con mayor dificultad para detectarlos, me voy encontrando con seres humanos que, como yo, a veces se camuflan, pero antes o después salen a la luz ofreciéndome un guiño de complicidad (o unos calcetines). Ahora, eso sí, nosotros, ni puta idea a donde vamos ni de dónde venimos, bastante tenemos con estar aquí.

PD2. Si fuera una escritora medianamente decente corregiría la enorme cantidad de veces que he repetido las palabras “animal” y “campamento” durante todo el texto; pero que queréis, ya os he dicho que no me gusta la palabra “colonias”. Mis más sinceras disculpas.