Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



martes, 23 de agosto de 2011

Puch Carabela


por Marta

Nos dejó un tres de noviembre, precisamente el mismo día que había venido al mundo. Coincidencias de la vida…pero es que, por muy amargo que sea, en ningún sitio está escrito que no puedas morir el día de tu cumpleaños.
Y es que los años de mi abuelo fueron setenta y cuatro años de coincidencias. La de nacer el año que estalló la guerra, la de tener exactamente los mismos ojos turquesas de su madre y la de que una de sus primas fuera su media naranja. Una media naranja de las de verdad, de las que sabes que existen pero nunca te tocan a ti.
Era un amor en calma; de interminables pasodobles en la plaza del pueblo, de leche con magdalenas para desayunar y de dos huevos pasados por agua a la hora de la cena. Un amor tan intenso que me gusta pensar que traspasó su piel para instalarse en sus cromosomas. Sus descendientes lo hemos heredado al nacer y en mi caso mi propio abuelo lo alimentó con sugus y caramelos de café. Y es que la pasión hacia los nietos es la más dulce que hay.
Ahora veo su Puch Carabela a lo lejos en el campo y siento como si nada hubiera pasado. Como si la acabara de dejar allí y se hubiera puesto “a sus labores”. Quieta y silenciosa desde que él la aparcó en ese lugar. Y es que, según me acerco, me da la sensación de que la moto sigue esperándole y se resiste, orgullosa y terca, a acompañar a su dueño. Pero tiene que entender que nunca volverá. Y por mucho que le cueste tendrá que asumir que los días de huerta, de caminos y labranza pertenecen al pasado.
Enfilo la senda en su moto, esta vez a los mandos, el sol está cayendo frente a mí, deslumbrándome con sus rayos…quizás por eso se llenan de agua mis ojos turquesas.

martes, 16 de agosto de 2011

Cementerio de gorriones


por María
Para Fede, que me prestó a su último gorrión.
Cayó por aquel tobogán de aspecto lóbrego. Dio unas cuantas vueltas sobre sí mismo y al llegar al suelo lo sintió quebradizo, distinto a cualquier otra cosa que conociera. La poca claridad que penetraba por el hueco de entrada apenas le dejaba ver. Sus alas se agitaron enérgicamente y, aunque el agujero de luz permanecía allí, era consciente de que nunca podría alcanzarlo. Y con esa certeza vio llegar a la muerte, y con ella, esta vez sí, la oscuridad total”.
Felipe III divisaba la Plaza Mayor a lomos de su caballo. De no haber sido una estatua de bronce habría podido advertir a Anastasio, el amigo de los gorriones. Pero ni el monarca ni su montura podían moverse. Sin embargo, sus cinco toneladas y media no siempre estuvieron allí. Fue Isabel II la que ordenó su traslado desde la Casa de Campo hasta este nuevo emplazamiento. No había mejor forma de agradecerle tanto el haber restituido la corte a la villa de Madrid como la construcción de la plaza, que situarle en las mismísimas entrañas de la ciudad a contemplar su devenir.
Anastasio salió de su casa muy temprano, como cada mañana. Hacía muchos años que había cerrado la pescadería, pero ya era tarde para abandonar el hábito de madrugar. Atravesó el Arco de Cuchilleros y deambuló por la plaza con la mirada absorta en el cielo. Se acomodó a los pies de Felipe III y silbó. Un gorrión acudió a su llamada y comió de su mano hasta saciarse. Volvió a silbar, pero ningún otro apareció.
Ese ritual se repetía por las tardes, y así día tras día, si bien las bandadas de gorriones que antaño se acercaban a la señal de Anastasio habían quedado reducidas a aquel único pájaro. Un misterio. Quizás fuera el último gorrión.
Aquella tarde de mediados de abril a Anastasio le fue imposible abrirse paso entre el gentío para llegar a la estatua. De todos modos tampoco hubiera podido alimentar a su amigo, ya que su silbido no se habría distinguido entre tantos vítores y muestras de alborozo. Calles y plazas de la ciudad eran un hervidero de gente; habituales de los cafés, muchachas de los talleres, soldados…todos subían desde Lavapiés y los barrios bajos de Atocha agitando la tricolor. En el Palacio de las Comunicaciones ya se había izado la bandera de la República y se comentaba que el Rey Alfonso XIII abandonaría el país. Un joven trepó por la estatua de Felipe III, símbolo de aquello que se derrumbaba, y mientras algunos le aclamaban, introdujo un explosivo por la boca del corcel. Y entonces, Anastasio, en medio de la apoteosis festiva, lo comprendió todo. Un estallido colosal voló en pedazos la estatua, y a las banderas rojas, amarillas y moradas que ondeaban el cielo de la villa se les unieron cientos de miles de huesos de gorrión que descansaban en la panza del broncíneo animal. La boca abierta del rocín había resultado ser una trampa mortal oculta durante siglos.
Anastasio salió de su casa muy temprano, como cada mañana después de varios años de contienda. Tras la guerra civil la estatua ecuestre de Felipe III fue reconstruida. La boca del caballo fue soldada, salvando así la vida de cientos de gorriones intrépidos, que de otro modo nunca habrían escapado de aquella fosa común. Silbó y esperó.