Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



lunes, 1 de marzo de 2021

A las cuatro de la tarde

 

Por Marta

El día que partiste mi casa se partió en dos. Se abrió una grieta colosal e inmediatamente la mitad más débil, la que estaba hecha con cimientos de plastilina colapsó y se derrumbó. Se formó una polvareda tremenda y el estruendo se escuchó en muchas ciudades en las que aún no había amanecido. Eran las cuatro de la tarde. Afortunadamente yo había salido a tirar la basura en pijama porque siempre hay que tirar porquería después de una marcha así. Además, como había tenido tiempo porque tu partida no nos pilló por sorpresa bajé la basura clasificada, me hice la fuerte mientras la ordenaba durante todos esos días espesos. Quizás algo de todo ello se pudiera reciclar, poca cosa, las huellas del número cuarenta y uno de tus zapatos gastados, quizás, pero la mayoría era materia orgánica, las espinas clavadas, las cáscaras que protegían nuestra esencia, la pulpa medio podrida de bastantes sueños incumplidos.

Tampoco había, por suerte, ningún transeúnte, así que se podría decir que los daños se concentraron en mí. Enseguida se arremolinaron en la zona multitud de curiosos y en un tiempo indeterminado que no sabría si fueron cinco minutos o cincuenta también acudió la policía, los bomberos y los periodistas. Los policías me tomaron declaración y apuntaron en una libreta los datos que creyeron relevantes: años juntos, últimos detalles tiernos que recordaba, si había notado antes algún temblor insospechado bajo mis pies. A todo respondí que sí, o que no, ya no lo recuerdo. Los bomberos, por su parte, apagaron un pequeño fuego que se había originado en el dormitorio, justo debajo de la cama. Yo conocía esas ascuas, muchos días había soplado y removido las brasas sin éxito, y tengo que reconocer, que cuando vi esa llama tan violenta, devorando el colchón, no pude evitar sonreír. Fue lo único de lo que me acuerdo. Un periodista que hacía las veces de fotógrafo tomó instantáneas del momento. A todas sus preguntas contesté que no, o que sí. Al día siguiente salieron todas las fotos a doble página en un periódico de tirada nacional. Compré el periódico y no lo abrí hasta años después. Lejos de allí, con las manos temblorosas, en una taberna de Puerto Cobre. No sabía lo que me iba a encontrar a pesar de haber estado presente en aquel momento, a pesar de haber sido la protagonista de tan desdichado suceso.

La primera imagen era una nube de polvo y cascotes, no pude reconocer apenas ninguna esquina de la que fue mi casa. Era una imagen gris de la mitad caída de mi casa. Los azulejos del baño y el papel pintado del salón habían perdido sus colores al estrellarse contra el suelo. Busqué sin éxito cosas fácilmente reconocibles, el jarrón con flores de la entrada, la pelusa esa tan grande de detrás de la puerta, la bailarina del joyero que me regaló mi abuela asomando entre los escombros. Todo era un amasijo irreconocible. Un vómito de hormigón y vigas. Pasé la página y un fulgor de colores me deslumbró. Fue como viajar de la Antártida a un país caribeño en una vuelta de hoja. Esa sí que era mi casa. Parecía que habían cortado una tarta y al separar el trozo se veían todas las capas de colores de su interior intactas. El salón mostraba su mitad más acogedora, el sofá con los cojines en el sitio exacto donde yo los solía colocar, la mantita en el respaldo. El ficus, el ser más vivo que habitaba la casa, se mantenía salvaje e impasible en su rincón. Sus hojas parecían más verdes de lo que yo recordaba, al parecer le gustó dejar de ser una planta de interior. Del baño solo había quedado la bañera, con esa cortina fea de lunares que elegí sin saber que tendría espectadores. Y el lavabo, con nuestros cepillos de dientes. Encima el espejo que había reflejado tu cara cada mañana y mi rostro cada noche, ahora mostraba un cielo azul, limpio y despejado, a las cuatro de la tarde.

La imagen de la cocina era turbadora. El frontal con los muebles permanecía anclado a la pared pero las puertas estaban abiertas. Desde la calle se veían los platos, los vasos a punto de caer, en ese momento justo donde el tiempo queda detenido antes de la tragedia. También se veían las patatas fritas, las latas de conserva, el paquete de pan de molde cerrado con un nudo. Un atento observador habría podido juzgar de un vistazo nuestras carencias nutricionales.

La fotografía del dormitorio ocupaba una página entera. Las cenizas de nuestra cama todavía humeaban, la ropa interior tirada por el suelo. Sentí pudor al ver mis libros en la mesilla, cualquiera podría haberlos visto y saber de que estaba hecha yo por dentro.

Pensé que de nuestra casa había quedado lo mejor. Cuando una parte se derrumba es porque hay otra que queda en pie. Pedí un trago de cachaza a la camarera, la especialidad de Puerto Cobre. Llegué a la última foto. Era yo. Precisamente de pie, con los ojos muy abiertos. Pocas veces uno tiene la oportunidad de observar a su yo del pasado en mitad de un naufragio. Supe que era yo por mi pijama, por mi moño mal hecho, por mi esmalte de uñas color amapola.  Por lo demás cualquiera hubiera sido incapaz de reconocerme, ya no quedaba nada en mí de aquella mujer. Me quedé mirándola largo rato, haciendo preguntas a un trozo de papel, escuchando de fondo las guitarras y marimboles de la taberna. Algo quizás sí, un brillo lejano en los ojos, lo que algunos llaman alma.