Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



domingo, 30 de octubre de 2022

La vieja Chan - Un cuento zen.

 por Marta


El pueblo vio llegar a la vieja Chan hace años. Ya era una anciana cuando llegó y se instaló en la casucha de las afueras, cerca del bosque. Era un chamizo abandonado al pie del camino. Nadie querría vivir ahí. El pueblo sabe que en el bosque hay oscuridad y en los caminos acechan peligros.

A ojos de todos los vecinos la vieja Chan vivía casi en la indigencia. Fue arreglando la casucha con sus propias manos. Unas maderas que recogía de aquí y de allá.

Nadie visitó nunca la casa de la vieja Chan. La gente del pueblo veía a lo lejos cómo los viajeros del camino y las criaturas del bosque entraban en su chabola. Pensaban que la vieja vendía su cuerpo, o algo peor, que vendía su alma a cambio de unas monedas.

La anciana no se acercaba al pueblo. Lo miraba desde lo lejos como el que mira a un desierto. No compraba comida. Cultivaba semillas en un trozo de tierra y recolectaba de cuclillas los brotes tiernos y algún tubérculo. En verano cogía frutas del bosque. En invierno quemaba leña. Plantó almendros dulces alrededor de su cabaña.

El pueblo odiaba a la vieja Chan. Los viajeros del camino ya no se detenían nunca a beber cerveza o vino caliente en las tabernas del pueblo. Las tabernas ya solo eran para la gente del pueblo. Gente que no salía del pueblo.

La primavera había tardado en llegar. Una noche se levantó un terrible viento huracanado. Las gentes del pueblo escuchaban atemorizados el rugido del aire.

Cuando amaneció todas las flores de los almendros estaban en el suelo. Un manto blanco de nieve cubría el terreno alrededor de la casa de la vieja Chan. Nadie supo entonces que la anciana había muerto.

El pueblo vio llegar esa mañana gente y más gente desde todos los lugares. Se arremolinaban alrededor de la casucha de la vieja Chan. El pueblo tuvo miedo. ¿Serían las ánimas de los viajeros que venían a recuperar sus monedas?

Ya entrada la tarde la multitud era incontable. Ancianos, mujeres, niños, jóvenes. Gente que durante todos los años había pasado por allí y habían visitado a la vieja Chan.

Un hombre del pueblo se armó de valor. Saldré a enfrentarme a la multitud, dijo. Les preguntaré a qué han venido, qué quieren de nosotros.

La multitud era abrumadora. Cuando el hombre llegó al borde del camino abriéndose paso entre ellos preguntó a una mujer embarazada, ¿por qué estáis aquí?

La mujer miró al hombre y en sus ojos había una especie de calma, una paz que él nunca había visto en los ojos de nadie del pueblo.

-Venimos por la vieja Chan. Ella nos cambió la vida y el viento nos ha comunicado su muerte. Qué afortunados vosotros que la tuvisteis tan cerca. Vosotros, que pudisteis escuchar sus lecciones de vida día tras día. La vieja Chan era un ser humano único, dichosa sea.

El hombre volvió al pueblo con una nausea en el estómago que le apretaba como un puño. Cuando entró los vecinos le esperaban ansiosos, ávidos de respuestas.

-Cerrad todas las puertas- dijo-. Es gente peligrosa. Mantengamos el pueblo a salvo-.


jueves, 5 de mayo de 2022

Carta a mi diccionario

 Por Marta

 

Maldito diccionario, te odio. Cuánto daño me has hecho con tus palabras. Cuánto he amado que tuvieras una exacta para cada momento. Y ahora me siento engañada. Al final no eres más que un libro…como esos de cocina que hoy había abandonado alguien en un banco de la calle. Me he fiado de ti porque, por ejemplo, me decías el verbo “caminar”, me decías “contigo”. O aquella tarde de verano, que soltaste el imperativo “espérame”, ¿te acuerdas? Qué tonta fui, subió la marea, bajó, subió, bajó… y allí seguía yo, en tu orilla. Llegaste a pronunciar incluso un “te necesito” y yo te creí, y lo que es peor, te necesité tanto...Porque las palabras ocupan dentro de mí tanto como las vísceras. Hay “lo sientos” que cogen aire, hay “nosotros” que dan chispazos en la piel y hay verbos que son pura taquicardia.

Creí, ingenua de mí, que esas bellas palabras podían tocarme…juro que algún día hasta noté sus caricias en la espalda. Pero no, están ancladas a tus páginas con grilletes. No me acompañan en el devenir de los días. Yo les digo: bajad de la estantería, venid conmigo a tirar la basura, acompañadme al súper y hacedme feliz mientras repaso los aditivos en las conservas. Pero ellas no se mueven, me dejan sola, fría frente al lineal de los congelados. Cubierta de cenizas, boqueando en mitad de los restos de una hoguera que se consume en el pasillo de los yogures. Qué crueles esas lindas palabras.

Y la realidad, después de todo, es que no tengo mucho que reprocharte porque, quién podría ser tan imbécil como para no darse cuenta de que, un diccionario, por breve que sea, contiene todo tipo de palabras. Contenías “egoísmo”, cómo no…y cerca del amor gritabas “amargura”. Como no fui capaz de ver que aquel “contigo” iba precedido de tanta “cobardía”.

Hasta aquí ha llegado nuestra historia. Podría prometerme no abrirte más, pero nunca he creído en mis promesas. Tampoco puedo condenarte al fondo de un cajón vacío, te morirías de frío. Si te escondo bajo candado sería incapaz de tirar la llave. Sé que lo que voy a hacer no está bien…no está bien visto quemar los libros. Pero no me queda otra. Esta noche, tus palabras y las mías, arderán en un fuego eterno.

viernes, 25 de febrero de 2022

La preferida

Por Marta

Para una amiga, casi hermana.


Mi brazo rodea por detrás a mi prima Natalia. Y no porque quiera abrazarla a ella en especial, ni porque necesite asirme a nadie…sencillamente porque es la persona que tengo al lado y porque en los entierros familiares conviene notar cerca a quien comparte tu sangre, aunque al día siguiente ya no los veas, aunque no los llames, aunque odies a su marido o a sus insoportables retoños. Noto su hombro huesudo por debajo de la camisa…clavículas, hombros, muñecas…de pequeña los envidiaba. Sus rodillas pétreas, tan bien perfiladas, tan bonitas. Qué huesuda, Nati, qué pequeña y delicada criatura. Me asomo al hueco de la sepultura como el que se asoma a un abismo. Me mareo. Bajan el ataúd otro tramo más y se desequilibra. Bajan con mayor rapidez la parte de los pies de modo que imagino a mi abuelita dentro encogida, como arrodillada, pegando con las rodillas en la tapa y me agobia que ya se quede así para toda la eternidad. Me gustaría parar todo. Abrir la tapa, estirar a mi abuelita. Darle un beso en la frente. El último. Y continuar con la inexorable bajada. Evito sentir ternura hacia mi prima Natalia y su osamenta, pero no lo consigo. Jugábamos en el patio de mi abuela, metidas en un barreño las dos. Los barreños eran grandes y espaciosos, eran lugares lúdicos. Pero luego no ha cuidado de la abuelita, no la ha llamado, no la ha visitado. Y yo la he cuidado, la he llamado, la he visitado. La abuelita lo sabe, yo sé que lo sabe, aunque no me lo diga, aunque le estén cayendo paladas de tierra encima. A Natalia hay que quererla por sus huesos, no por sus comportamientos, me digo, me repito. Nos tomamos un café rápido y nos vamos, que los niños tienen que hacer deberes, que los domingos se nos acumula todo a última hora. Todos los domingos parece asistir, esta familia feliz, a entierros que roban tiempo para las tareas. Asiento y nos tomamos un café. Los niños un refresco y unas patatas fritas. Una bolsa para cada niño, no son de compartir. Y su marido, su insufrible marido, un café y un bollo, porque así ya voy cenado. Pago yo, nadie se me adelanta. Me da una tarjeta con su número de móvil. Es que el teléfono fijo no lo cogemos nunca, tuviste suerte cuando me llamaste para decirme lo de la abuela. Tuviste suerte tú, pienso. Se van y apuro el café, y miro la tarjeta, es de papel reciclado, diseño elegante: Natalia Martín, abogada laboralista. Me he dado cuenta del detalle de que para repartir la herencia no quiere que la llames al incierto teléfono fijo. La abuelita tiene testamento. Sois las dos herederas y así, como hubiera querido la abuelita, se repartirán sus pertenencias. A partes iguales, entre su nieta huesuda y su nieta rolliza. La abuelita se ha cansado de decirlo estos días en el hospital. La casa entre las dos, la cuenta del banco entre las dos, en casa no tengo nada de valor, puedes tirarlo todo…bueno, menos las plantas, llévate las plantas a tu casa y riégalas, que no se te olvide. La abuelita está desvariando, solo me suenan un par de pequeñas macetas con unos cactus. No son cactus. Son crasas, me corrige la abuela. Llamo a los diez días. La abogada laboralista me cuelga. Pero luego me devuelve la llamada, ahora ya siendo mi prima Natalia. Pues me pilla mal lo de ir a recoger la casa de la abuela. No te preocupes. No me preocupo. Vete yendo tú a tirar cosas, a desechar la ropa, esas cosas. Voy yendo yo a tirar cosas, a desechar ropa, a esas cosas de muertos. Y se me hace un nudo en la garganta cuando entro y me embriaga el olor de la casa de la abuelita. Parece que huele todavía a bizcocho. Intento hacer un cálculo mental de cuantos bizcochos se habrán horneado en esa casa. Mil, diez mil…¿un millón? No hay más bizcochos. Se acabaron los bizcochos. Ropa. Bolsas de basura. Revistas. Bolsas de basura. Qué debo quedarme, qué debo tirar. Recetas de cocina. La pelota antiestrés. Las gafas de cerca. Las gafas de lejos. El listín telefónico. El perfume de violetas. Llevo más de tres horas en la casa de la abuela, estoy agotada, me pican los ojos. Me voy a casa. Cojo las bolsas seleccionadas, son cuatro bolsas enormes. Y los cactus. Me acuesto sin cenar. Tantos recuerdos me han removido el estómago. Estoy en un duermevela pensando en mañana…el notario, la partida de defunción, la visita al banco. Mañana sí que estará Natalia, mañana sí. Tengo sed. Mucha sed. Me levanto y voy a la cocina a beber agua. Y pienso en los cactus que llevan sin beber muchos días, desde que la abuela ingresó en el hospital. Pobrecitos. Me siento en el comedor frente a la mesa. Los riego. No son cactus, son crasas. Hay algo raro.  La tierra no chupa. Las hojas carnosas brillan relucientes. Hay algo que no debe ser como debería. No soy botánica pero sí tengo ojos. Las crasas. Plástico, PVC. Muerte. No hay vida. Me sale una carcajada nerviosa. Tiro del racimo de crasas hacia arriba y la planta y la supuesta tierra se desencajan en bloque de la maceta cuadrada. Me asomo al doble fondo de la maceta como el que se asoma a un abismo. Me mareo. Dobladitos, con esmero, un colchón de billetes de quinientos euros. Uno, dos, cinco, diez, veinte… Desencajo la otra maceta… uno, dos, cinco, diez, veinte… Me voy a la cama flotando, riendo, escuchando las risotadas de la abuela cuando me gastaba alguna broma. Yo, la nieta rolliza. La preferida. La abuelita lo sabe, yo sé que lo sabe, aunque no me lo diga.

miércoles, 9 de febrero de 2022

Un coche después de un incendio

                                                                                                    por Marta


Había vuelto a quedar con ella. Se había jurado no hacerlo más justo la noche anterior, olvidarse de ella, pero, de nuevo, al recibir su mensaje, había olvidado su promesa. Una vez más.

(si es que estás en el mismo puto bucle de siempre)

­-Pero cómo voy a dejar de hablar con ella así, de la noche a la mañana, si me considera su mejor amigo de la carrera…

(ya, el problema es cómo la consideras tú a ELLA)

-Además, también viene Xavier, no voy a perder a mis amigos después de tantos años sólo por no verla a ella…- Manuel golpeó la cuchilla de afeitar contra el lavabo y se embadurnó la cara de loción aftershave.

El bar estaba abarrotado. El aire contenía una mezcla de conversaciones cruzadas y fritanga. Manuel agradeció esta atmósfera insana al entrar en el local. En las calles de Barcelona las temperaturas eran gélidas. Había llegado el primero, como ya suponía. Pidió un botellín. Su móvil vibró y leyó el mensaje de Xavier en el grupo: “Se me complica, chicos, marrón en el curro. Si puedo me paso a última hora, pero no aseguro nada”.

(bueno, pues ya estáis solos)

Sin saber cómo, Manuel se había bebido el botellín de un trago. Pidió otro. Al fondo del bar apareció Lucía.

-Joder con Xavi, ¡anda que avisa con tiempo! Bueno, ya que estamos nos tomamos unas cañas y picamos algo, ¿no? – Manuel sonrió y no tuvo tiempo de contestar; se vio envuelto en un abrazo de abrigo, bufanda, pelo y perfume.

 

 

- ¿Qué será que ya no hace frío en la calle? – preguntó Manuel quitándose la bufanda que se acababa de poner al salir.

- ¿Será una jaula de botellines Mahou entre dos? – preguntó Lucía que no podía evitar la risa tonta.

Bajaron por Carrer d´Aribau en dirección al metro Universitat. Un piti y me cojo el último metro, dijo Lucía.

(joder, ¿y si se lo sueltas ahora?)

- Va, ¿y si nos tomamos la última? Mañana es viernes.

-Joder, Manu, mañana no habrá quien me levante. Venga, dale.

El garito había vivido mejores épocas. Lucía se sentó en un taburete de la barra. Sonaba Fito a todo volumen para disimular la ausencia de clientela. Hacía frío y ni siquiera se quitaron el abrigo. Manuel se quedó de pie y la miró fijamente.

- Pues, ¿sabes qué, Manu? que deberíamos hacer esto más veces…

- ¿Hacer qué? - preguntó Manuel.

-Pues salir a diario, tomarse una caña con la gente a la que quieres…esto es lo que uno recuerda cuando pasan los años, no los guasap, los posts, los tuits…

- ¿Tú me quieres?

(¡BOOM!)

- ¿Qué? Jodeeer… no oigo nada con la música. - dijo Lucía.

- ¿Que tú qué quieres?

(¿Te ha oído y se ha hecho la loca o no te ha oído? ¡Joder! Puto Fito)

-Ah, otro botellín. - contestó Lucía

-Pues que sean dos.

El camarero recibió la petición con desgana y se tomó su tiempo en servirles. Después bajó el volumen de la música viendo que los nuevos, y casi únicos, clientes eran más de hablar que de pegar botes en mitad de la pista.

- Tengo que contarte una cosa, Manu. No pensaba decírtelo, pero el alcohol es lo que tiene…

(Dispara)

-Hace tres semanas me enrollé con Xavi. – sentenció Lucía.

- ¿No jodas?

(Sí jode, claro que jode)

- Y, ¿sabes qué? Creo que me mola de verdad. Ni una palabra de esto a Xavi, por favor… ni a Paula, ni a Joan…

- Que no, que no, que yo sé guardar un secreto. – dijo Manuel.

(Y tanto que lo sabes guardar…)

Lucía continuó hablando mientras despegaba la etiqueta del botellín como siempre hacía.

-No hemos dicho nada a nadie porque, no sé, yo no estaba segura…después de lo de Miquel… ya sabéis cómo lo pasé, y no me quiero colgar demasiado pronto de nadie…Pero me estoy dando cuenta de que me gusta de verdad, y tampoco quiero negarme lo que siento, ¿sabes cuando tu mente dice una cosa, pero tu corazón erre que erre?

- Sí, me ha pasado alguna vez. Y creo que, después de todo, es mejor hacerle caso al corazón.

(eres imbécil, no tendrías que haber venido, ya lo sabías…)

Lucía continuó.

-Te lo cuento a ti porque, no sé, siento que contigo… me entiendo muy bien. Desde siempre, desde la carrera. A veces es que con solo mirarnos ya sabes lo que estoy pensando. Joder, perdona si me estoy poniendo cursi…pero es que te quiero un montón.

Manuel sonrió y, de nuevo, no tuvo tiempo de contestar; se vio envuelto en un abrazo de abrigo, bufanda, pelo y perfume.

-Yo también te aprecio un montón, Lucía.

(¿te aprecio un montón? ¿te aprecio? ¿Qué puta mierda de verbo es ese? La quieres, la amas, la deseas…darías lo que fuera porque se quedara bloqueada la puerta de este garito de mierda y os quedarais a vivir ahí encerrados para siempre)

-De hecho, Manu, te diré una cosa, ya que la noche va de confesiones…tú me gustaste en su día. Antes de empezar con Miquel, el último año de carrera…estuve pillada por ti tooodo un verano, el del concierto de Bunbury ¿te acuerdas? Si Paula te contara las chapas que le daba…

- Y, ¿por qué no me dijiste nada? - preguntó Manuel.

(y, ¿por qué no se lo dices tú ahora?)

-Bah, yo qué sé. Te liaste después del concierto con una de rizos y me pillé un rebote… no recuerdo ni el nombre, igual tú tampoco… y pasó el verano y ya se me pasó la tontería… ¡qué chorrada!, ¿no? Quiero decir, que ya no tiene importancia, casi se me había olvidado… pero me ha hecho gracia recordarlo ahora. – explicó Lucía.

- Sí, tiene su gracia.

(todo es un verdadero chiste)

- ¿Sabes cuál es la teoría de Paula? – dijo Lucía divertida. -   Otra chorrada como una casa de grande. Dice que un chico y una chica heterosexuales no pueden ser amigos sin más. Dice que hay varias opciones: o él, o ella, o ambos, en el momento presente, o en el pasado o en el futuro sienten alguna vez algo más allá de la amistad. Pero que, nunca, nunca, puede darse una amistad pura sin más sostenida en el tiempo. Qué gilipollez, ¿no? Yo creo que sí es posible. Aunque bueno, mira, en nuestro caso ha acertado... Menos mal que nosotros superamos ese escollo del verano de fin de carrera y podemos tener ya una amistad sin más.

- Paula y sus teorías para todo. – suspiró Manuel.

- Oye, habrá que irse a casa. Que mañana nos vamos a morir. - dijo Lucía

- Sí.

(sí, mañana nos vamos a morir)

-Ah, por cierto, Don Manuel, en las próximas cañas te toca hablar a ti. Que siempre tienes bajo llave lo que se esconde en ese corazoncito…

Lucía puso la mano en el pecho de Manuel y no pudo percibir que, debajo del abrigo, del jersey, de la camisa y de la camiseta interior había un amasijo de hierros humeantes, como un coche después de un incendio.

-Vale- dijo Manuel- ya el próximo día te cuento. O, si se atranca la puerta de esta mierda de garito con nosotros dentro, pues esta misma noche hasta que vengan los bomberos…

 Los ojos de Lucía brillaron divertidos ante la ocurrencia de Manuel y éste se quedó mirándolos fijamente durante unos segundos.

(míralos bien, ahora, grábalos a fuego en tu memoria…para siempre.) 

sábado, 8 de enero de 2022

AVE FÉNIX

Por Marta


Cajas de mudanza con una vida dentro.

Tricotar una bufanda con lana que antes fue jersey.

Borrar, otra vez, el problema de matemáticas que nunca te sale.

Construir un castillo de naipes donde pasó la ola.

Pegar los trozos del plato que por fin rompiste.

Formatear la memoria sin guardar copia de seguridad.

Volver a sonreír después de haber besado un ataúd.

Aprender el idioma extraño de un país extraño.

Comenzar a latir con un corazón que ayer no era tuyo.

Barrer la ceniza que dejó el volcán en tu puerta.

Levantarte por las mañanas con un sueño hecho pedazos. Pero levantarte, al fin y al cabo.

 

Creyeron los dioses que nos hacían mortales. No sospechaban que aprenderíamos a nacer cada día.