Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



jueves, 22 de noviembre de 2012

VIDA Y AMORES DE TIBURCIO WALTER por Marta




No es habitual encontrar un negocio familiar que se dedique exclusivamente a la lavandería en
tierras españolas; del mismo modo, lo que acontece en esta historia tampoco es habitual y, por ello, mi incapacidad para saber actuar ante dicha situación ha desembocado en la escritura de este texto, con el fin de que el lector, una vez leído, proceda de la manera más correcta, bien informando del suceso a quien corresponda o bien atesorando dicha información para compartirla sólo con sus propios pensamientos como he venido haciendo yo los últimos años y haré los que me quedan de vida.

Eliseo Gómez, nacido en el manchego pueblo de Retuerta del Bullaque, se trasladó a la capital y fue
allí, en Madrid, donde cultivó inexplicablemente una pasión irracional hacia todo aquello que estuviera relacionado con los Estados Unidos y el modo de vida americano. Fue por eso que se hizo cargo del traspaso de una tienda de ultramarinos en la calle Maiquez y lo convirtió en “Lavanderia’s Gómez”, un negocio apenas visto hasta entonces y que Eliseo pretendía que se convirtiese además en “lugar de reuniones y crisol de culturas”. En la fecha en la que el único hijo de Eliseo, Tiburcio Walter Gómez, vino al mundo la lavandería era, con mucho, el establecimiento más próspero del barrio. Un coro de góspel venido directamente desde Chicago entonó el “Amazing Grace” el día que Eliseo falleció a los ochenta años de edad. Su hijo heredó la lavandería y un talento innato para regentarla.

Yo conocí a Tiburcio Walter el primero de los cientos de jueves que hice la colada en su lavandería.
El negocio seguía manteniéndose a flote y su dueño, soltero y sin hijos, vivía holgadamente disfrutando de su profesión. Poca gente en el barrio era conocedora de la extraordinaria habilidad que tenía Tiburcio en el arte de la limpieza de tejidos. Para adaptarse a los tiempos, y a la clientela, Tiburcio instaló una rocola de música que funcionaba introduciendo dólares americanos, los cuales se obtenían fácilmente en una máquina de cambio que instaló a la entrada del local.

Hasta pasado un año no establecí con Tiburcio una relación de, podríamos denominar, cordial
amistad. Las primeras veces me atendía de modo muy eficiente y procuraba explicar a los primeros
clientes, con dulzura y claridad, las normas de las diez lavadoras que tenía el local. Todas las máquinas eran autoservicio pero el dueño prestaba su ayuda, no sólo para ponerlas en funcionamiento, sino también en el servicio de limpieza de manchas difíciles que podías contratar por un bajo precio. — Imposible no hay nada, señorita — decía con una sonrisa al quedarse la prenda de la preocupada clienta. Y yo, cuando le oía, ingenua de mí, pensaba que había muchas cosas imposibles en este mundo. Pero es que como decía el anuncio “no había mancha que se le resistiera”, conocía a la perfección las fibras, las telas, las manchas de grasa no miscibles en agua no eran tratadas igual que las de vino o chocolate. Con solo tocar un tejido, casi con mirarlo, acertaba la composición exacta que mostraba su etiqueta.
Según iba pasando el tiempo me aficioné a estar cada vez más horas en la lavandería. Comencé a hacer la colada también los lunes y cuando el negocio se amplió con varios puestos de planchado
autoservicio me gustaba charlar con Tiburcio mientras planchaba con intencionada parsimonia toda
mi ropa. Fue así como me contó la historia de su familia y, cada vez más, fui conociendo al hombre
hermético y sonriente que me atendía.
—Tantas vueltas para terminar siempre en el mismo sitio— decía a menudo cuando las lavadoras
centrifugaban; y yo me reía por la metáfora de la vida que se vivía en aquel local. Da igual cual fuera
la duración del programa de lavado en cuestión, Tiburcio siempre se levantaba como si un resorte le
avisara interiormente segundos antes de que terminara para ayudarte a sacar la ropa limpia y perfumada. No tardé en darme cuenta de que Tiburcio vivía solamente para su trabajo, lo cual, para alguien tan apasionado por lo que hacía como él no era ninguna desgracia. Al principio creí que se trataba de pura timidez o falta de confianza, pero según pasaban los años fui dándome cuenta de que si no me contaba más cosas sobre su vida es porque no las había. No me avergüenza reconocer que su personalidad me fue atrayendo cada vez más y en la época en la que yo ya pasaba casi todas las tardes en la lavandería su compañía me era tan necesaria como el aire para respirar.

Y en este punto no tengo claro que para el cometido final de esta narración sean importantes los sentimientos del que escribe, pero por si fuese de ayuda en algún momento o aunque sólo sea por saciar la sana curiosidad del lector he de decir que sí, que efectivamente me enamoré profundamente de él.
Mis intentos por acercarme a Tiburcio Walter de un modo más personal o sentimental fueron en
vano. Yo pretendí por todos los medios transmitirle mis sentimientos pero ninguna proposición por
mi parte y ningún plan que conllevase abandonar el local, aunque solo fuese por unas horas, parecían
venirle bien. Cada día notaba a Tiburcio más encerrado en sus cosas: ahora lino, ahora algodón, centrifugado doble…cada vez lo veía más impenetrable y más sumido en sus propios pensamientos.

No puedo decir que Tiburcio dejara de gustarme pero poco a poco me fueron desgastando sus constantes negativas y su carácter infranqueable. Inconscientemente comencé a espaciar mis visitas
a la lavandería y fue esto, quizás, lo que me hizo darme cuenta con más objetividad de que Tiburcio
estaba perdiendo la cabeza. Poliéster, tafetán, rayón…prácticamente no sabía hablar de nada más
que no fueran sus diez lavadoras, la dureza del agua o los prelavados de agua fría y caliente. Me recordaba a los niños que repiten lecciones como loros antes de los exámenes. Le agobiaba no tener todos los conceptos al día en la cabeza y, cuando algo se le olvidaba, consultaba angustiado en los manuales y enciclopedias que se amontonaba en el mostrador.

Fue una soleada mañana de abril cuando sucedió el hecho excepcional que vengo a relatar, aquello
que guardo en mi interior y que nunca me he lanzado a contar. Salí de casa con el cesto cargado de
ropa sucia, pues hacía bastantes días que no lavaba; y, cuando llegué a la lavandería, la encontré cerrada.
Los policías precintaban la entrada y los curiosos se amontonaban en la cristalera. Me acerqué a empujones y al preguntar a un agente me contestó con una sola palabra: “desaparición”. Por lo visto hacía días que el local no abría y habían dado a Tiburcio Walter por desaparecido. Los días posteriores la gente hablaba de huida, rapto o fuga a otro país…pero nadie vio lo que yo. Nadie conocía a Tiburcio tanto como yo. Cuando toda la muchedumbre comenzó despejar la calle me quedé pegada al cristal de nuestra lavandería y allí lo vi claro. Las incontables horas que había pasado yo en aquel lugar no podían dejar pasar por alto una visión tan esclarecedora.
Era indudable; aún así volví a contar mentalmente mientras mi corazón se agitaba sin frenos.
Once. Había once lavadoras.
Y una de ellas nunca había estado allí.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Generación Ni-Ni



por Marta
                                                                                                                         

Ella lo mató, de nuevo había fracasado al medir sus fuerzas durante el estrangulamiento.

- ¡Joder, Maripaz! Si es que no es tan difícil… ¡nos has visto hacerlo a tu padre y a mí cientos de veces! Lávate la cara y pasa la fregona por tu habitación.

El cadáver había quedado de rodillas en una postura imposible que, de haber resucitado, lo habría hecho con un doloroso esguince de rodilla. La sangre brotaba de su cuello de forma rítmica y violenta.

- Con lo mal que están las cosas para conseguir sangre fresca y sana últimamente…estos niños de hoy en día es que no valoran nada. No se da cuenta que nosotros trabajamos todo el día y no estamos como para salir todas las noches de jarana. Y ahora todo el rollo del ácido y la descomposición del muerto… ¡Que mañana a las siete a mi me suena el despertador como a todo hijo de vecino!

Maripaz pasó la fregona con desgana y se tumbó en el sofá. En menos de dos minutos, con la cara sonrojada y la tripa llena se quedó plácidamente dormida.
Su madre le llamó para que la ayudara pero sólo obtuvo silencio así que ella sola arrastró el muerto hasta la bañera, soltó sus manos de las cuerdas que lo ataban y lo desamordazó arrancando de un tirón la cinta americana. Una sombra de vello negro quedó adherida a la cinta dejando depilado el labio superior del cadáver. Francis, su marido apareció soñoliento en la puerta del baño.

- Tu hija, otra vez, que no mide. Fíjate que le tenemos dicho que hay que apretar lo justito. Sólo con atontar es suficiente. Pues nada, tiene mucha ansiedad y le puede… No podemos seguir así, Francis, igual a la niña hay que llevarla a un psicólogo o algo así.

- Bueno, Charo, todos a su edad hemos hecho lo mismo, tú no te lleves ese disgusto. Ya verás como va aprendiendo. Mira su hermano. Oye, y ¿cómo está?¿se ha enfriado ya?

- Hombre, un poco rígido ya…yo estaba aprovechando un poco la parte de la ingle, si quieres rematar tú…yo voy preparando esto ¿cuántas medidas de ácido había que echar por cada medida de agua?

Maripaz movía sus párpados a una velocidad de vértigo mientras soñaba que al día siguiente le compraban el nuevo iphone 5. La calurosa noche de verano apenas movía las cortinas tras los ventanales de la casa de los Gómez Luchana. La niña envuelta en sudor dormía de nuevo cómodamente mientras emitía un sordo ronquido. Sus labios entreabiertos dejaban al descubierto una boca infantil teñida de rojo. Y luego estaba la luna, aquél uno de agosto la luna era redonda y tan blanca como el colmillo, brillante y afilado, de la pequeña Maripaz.

jueves, 23 de agosto de 2012

Nuestro blog cambia de cara una vez más y con el cambio os traemos dos nuevos cuentos. El primero un relato intrigante y conmovedor escrito por María y englobado en el libro "Si te digo que la burra es negra...". El segundo un cuento infantil escrito por Marta como regalo para un nacimiento. Esperamos que os guste y os agradecemos una vez más vuestra fidelidad y generosidad como "lectores de ajo".

La Espera



por María


Con cinco o seis años su padre le dejó beber,  por primera vez, de su copa de vino. Lo que tendría que haber sido un sorbito, un mojarse los labios que había advertido su madre, se convirtió en un trago en toda regla.  Por el gesto grotesco de su boca y el continuo guiño nervioso de sus ojos, todos entendieron que a Juanito no le había gustado lo más mínimo. Si las escandalosas risas de los mayores no hubieran seguido a la escena, quizá, sólo quizá, el pequeño no habría llorado.
Años después, en el día de su primera comunión, tuvo un nuevo encuentro con este preciado líquido. El párroco del pueblo, tras la consagración,  pasó el cáliz a los tres muchachitos que, vestidos de marineros, esperaban ansiosos su turno.  Juanito acercó sus labios a la gran copa plateada y bebió con rotundidad de aquello a lo que llamaban sangre. Y de repente un cúmulo de sensaciones que tenía dormidas le transportaron al comedor de su casa,  donde años antes,  rodeado de adultos,  había llorado al percibir ese sabor áspero por su garganta.  Nuevamente el gesto grotesco de su boca  y el continuo guiñar de ojos, sólo que esta vez el llanto fue sustituido por un amago de atragantamiento y toses que se hicieron gigantes en el concurrido templo. Mucho tiempo después de este desafortunado episodio, el padre de Juanito tenía que seguir soportando las bromas relacionadas con el suceso. Y es que parecía un chiste que justamente el hijo del viticultor más importante de la región, hubiera hecho semejante muestra pública de disgusto al probar el vino.
̶  Así que al único hijo de Juan Elósegui no le gusta el vino, pues ¡a ver quién va a heredar el negocio, Juan!  ̶  le decían con sorna en la taberna.
̶  Al contrario Tomás, eso es que mi Juanito está apuntando maneras…ese maldito cura les puso un vino picado, de haberles dado nuestro Tinto Bonanza del 86,  otro gallo hubiera cantado  ̶  respondía con ingenio Juan.

No sabría decir si fue por las evocaciones de aquellos traumáticos inicios o porque simplemente la vida no le había otorgado aquel privilegio del que tanto hablaban, pero lo cierto era que a Juanito, que en aquellas fechas ya era Juan, seguía sin gustarle el vino. A decir verdad tampoco le gustaba la cerveza ni cualquier otro tipo de licor o bebida alcohólica, pero al menos eso no era un pecado en la familia de bodegueros riojanos donde había nacido.
̶  Tranquilo, según te vayas haciendo mayor, tu paladar se irá endureciendo, y se acostumbrará  a estos sabores que ahora te parecen fuertes y amargos  ̶  le había dicho su padre, jocoso y parlanchín, una calurosa tarde de verano sentado frente a los viñedos,  cuando el imberbe Juanito de ventipocos, mostró cierta preocupación por el asunto.
Y los años pasaron sin piedad mientras esperaba al endurecimiento del paladar que tantas veces le había prometido su progenitor,  el único que sabía de su penar. Mucho más que el dinero, la salud o el amor, deseaba que por su garganta desfilaran con disfrute afamados caldos. Sin embargo, una vez superada la treintena se casó y en su banquete de bodas no pudo apreciar la selecta colección de botellas que su padre había mimado durante años  para  ofrecérsela como regalo. No le quedó más remedio que escuchar y asentir con fingido entusiasmo cuando los invitados hablaban de uno de los mejores vinos que habían probado, de su toque floral en nariz,  de su acidez placentera en boca con taninos pulidos y de su retrogusto frutal.  Con agrado Juanito hubiera pedido una botella de gaseosa para acompañarlo.
El papel relevante que el destino le había otorgado en el mundo de la enología no le permitió concederse la más mínima licencia. Y mucho menos jugar en las arenas movedizas de la resignación. Por ello, cada día de su vida, nada más levantarse, con obstinada tenacidad llenaba su copa de vino y probaba suerte.  Una suerte que nunca estaba de su parte. Así que mientras aguardaba el momento anhelado aprendió a ocultar su secreto con gran destreza y maestría. Fueron tantas las horas de su vida que dedicó al minucioso estudio del mundo del vino, fue tal su perseverancia y de tal calibre su empeño que pasó la mayor parte de su vida adulta dirigiendo con éxito concurridas catas de vinos y, con el tiempo, acabó convirtiéndose en un auténtico gurú de la materia, no habiendo revista especializada que se preciara donde no apareciera una de sus notas de cata o columnas de opinión.
Al morir su padre, terco como era a darse por vencido y embargado por la locura transitoria de su propio dolor, creyó intuir que un acontecimiento mágico sucedería. No sólo heredaría los viñedos y las bodegas familiares, sino que también las facultadas del paladar de su padre se le transmitirían automáticamente en ese instante. Por eso descorchó un Tinto Bonanza del 86 con su padre de cuerpo presente y bebió.
Sin embargo nada de eso sucedió. El líquido amargo seguía siendo tan amargo como el  primer día.
Y durante toda su vida esperó.
Su mujer e hijos, los únicos que conocían su tortura vital, alimentaban cada día la esperanza de que ese momento llegara. Y no dejaron de alimentarla incluso cuando ya estando muy mayor y enfermo regaban las diez píldoras diarias que ingería con buenas dosis de tinto de la mejor cosecha.
Pero ni siquiera la tarde que le dieron la extremaunción se pudo llevar una alegría.
Ya en su lecho de muerte, segundos antes de expirar, rodeado de su mujer y sus hijos, y con una copa en la mano bebió con la mayor de las solemnidades que sus fuerzas le permitieron.
Y nunca supieron si ese gesto de sus labios arrugados, acompañado de un tímido temblor de mandíbula y un brillo difuso en los ojos era un sí o la constatación agónica de quien cruza la frontera sabiendo que ha desperdiciado su vida.  

miércoles, 22 de agosto de 2012

El origen de la sabiduría



por Marta

para  la pequeña Sofía

Hace muchos, muchísimos años, nació un hermoso bebé en un pueblo lejano  escondido en el bosque oscuro. Este bebé fue una niña muy alegre y risueña que nada más nacer trajo la felicidad completa a sus padres y a su familia. Sin embargo hay algo extraño en el comienzo de esta historia, y se trata de que esta niña no tenía nombre.

En el imponente bosque oscuro apenas penetraba la luz. Los árboles alzaban sus tupidas copas a muchísimos metros de la tierra y formaban un techo espeso que cubría todo el territorio. Sólo una tenue claridad diferenciaba el día de la noche. El bosque oscuro ocupaba una enorme extensión y en su interior había cientos de miles de especies vegetales de todos los colores y formas. Las lianas y plantas trepadoras tejían una maraña verde por encima de las cabezas de los habitantes del único pueblo del bosque. Éstos no habían salido jamás de su pueblo; estaban adaptados a vivir en aquella semioscuridad que tan bien conocían y si alguna vez se alejaban de los alrededores del pueblo se desorientaban y por miedo a perderse enseguida volvían. 

La recién nacida era tan buena, tan bonita y tan lista que sus padres no eran capaces de encontrar un nombre que estuviera a su altura. Todos los días se sentaban a cavilar… pero nada les convencía y cuando acababa el día se decían que al día siguiente, sin más demora, tendrían que encontrar un nombre para la pequeña. Así pues los días iban pasando y la niña sin nombre empezó a crecer.

Los habitantes del pueblo del bosque oscuro estaban muy unidos y por eso eran felices. Todos los días recogían frutos de árboles y arbustos para comer y luego sacaban del pozo el agua que necesitaban para todo el día. Como no tenían nada más que hacer pasaban el resto del día cantando y contando historias en torno al fuego que nunca se apagaba y que custodiaba el gran libro de la sabiduría. Los niños saltaban, corrían y jugaban sin cansarse, pero la niña sin nombre de vez en cuando se aburría de hacer siempre lo mismo. Todas las noches antes de acostarse se imaginaba que vivía en otros mundos y conocía a personas diferentes que nunca antes había visto. 

-¿Qué es el gran libro de la sabiduría, papá?- preguntó un día la niña.
- Es el libro que tenemos que guardar y proteger. Es muy viejo y tiene cientos de páginas. Mis padres lo recibieron de sus abuelos y ellos de sus antepasados. Nadie del pueblo lo ha leído porque es muy aburrido y además no nos hace falta para ser felices aquí en el pueblo. Simplemente hay que guardarlo.

Esa noche la niña sin nombre se fue a la cama algo intranquila. Se había quedado con ganas de asomarse a las páginas del enorme libro pero no se atrevió…¡era tan misterioso! 
Los días siguientes la pequeña siguió pensando en el libro y en que sería aquello tan maravilloso que contenía que era digno de ser guardado durante muchos años. 

Una noche la niña sin nombre estaba a punto de quedarse dormida cuando vio algo resplandeciente que la deslumbró. Eran dos puntos brillantes que se acercaban hacia donde ella estaba. Con miedo y curiosidad encendió una vela y descubrió un animal que nunca antes había visto.

- No te asustes, pequeña. Soy una lechuza, un ave nocturna muy silenciosa y estoy aquí para ayudarte.
- ¿Para ayudarme?
- Sí, tienes que acompañarme y yo te llevaré a que conozcas el mayor tesoro que nunca has podido imaginar.
- ¿Y qué tesoro es ese?
- Es uno grande y pesado. Pero vamos, no hay tiempo que perder…

La pequeña se levantó de un brinco y salió acompañada de la lechuza que se posó suavemente en su hombro. En apenas unos minutos llegaron hasta el centro del pueblo y la lechuza voló para posarse encima del libro de la sabiduría.

- Este es el tesoro que te prometí. No debes tenerle miedo. Acércate y disfruta de él.
- Pero mi padre me dijo que nadie lo había leído…
- Tampoco te dijo que no pudieras hacerlo…

Y con un rápido aleteo la lechuza desapareció del lugar .

La niña sin nombre abrió con dificultad la tapa del libro y una gran cantidad de polvo inundó su cara y sus manos. Tímidamente comenzó a leer las primeras frases del libro y pasó las primeras hojas sin apenas pestañear. Cuando se quiso dar cuenta la pequeña llevaba horas leyendo así que antes de que los habitantes del pueblo despertaran se fue a dormir todavía impresionada por lo que había sucedido.

Las noches que siguieron a ésta la niña sin nombre recibió la visita de la lechuza y las dos se acercaban sigilosas hasta el fuego que custodiaba el libro y una vez allí la niña continuaba leyendo las páginas que seguían a lo leído el día anterior.  

Pasaron los días y después los meses. La vida en el pueblo continuaba igual que siempre y la niña seguía jugando con sus amigos pero aguardaba con emoción la llegada de la noche para disfrutar de la lectura junto con la lechuza. 

Cuando a la pequeña sólo le quedaban unas páginas para terminar el libro sucedió algo en el pueblo del bosque oscuro que cambiaría para siempre su destino. Aquella mañana, como otra cualquiera, los habitantes se dirigieron a recoger los frutos que comerían durante todo el día y el agua necesaria para saciar su sed. Pero cuando llegaron al pozo algo terrible sucedió…¡se había secado! Era algo que nunca se habían podido imaginar. Por más que rascaron en la tierra no sacaron ni una gota. El pueblo del bosque oscuro había acabado con toda el agua. 

Los días que siguieron fueron caóticos. En el pueblo la gente peleaba por los frutos más jugosos y todos se lamentaban por no haber previsto la situación. El pueblo del bosque estaba a punto del desastre y para intentar buscar una solución organizaron una reunión en torno al fuego. La gente gritaba desesperada, nadie se hacía escuchar. De repente cuando todo parecía perdido, una voz de niña se escuchó con claridad. Se trataba de la niña sin nombre:

- Yo tengo la solución; pero hace falta que todos mantengamos la calma y que actuemos unidos, como siempre lo hemos estado.
- ¿De que se trata, niña sin nombre?
- Yo sé salir del pueblo- dijo la niña sin vacilar.

El pueblo enmudeció y algunos habitantes sonrieron y cuchichearon ante el atrevimiento.

- ¿Cómo es eso posible?- preguntó el anciano del lugar- Ninguno de nosotros se ha atrevido nunca a salir de aquí, la oscuridad lo envuelve todo, miles de árboles impiden orientarse en el camino, ¿cómo vas a saber tú salir?
- Lo he leído en el libro de la sabiduría. Fuera de aquí hay otros pueblos, hay otros pozos y el agua discurre por fuera de la tierra en algo que llaman ríos. Además hay otra cosa maravillosa que se llama sol. Es algo que nosotros nunca hemos visto y que da luz durante el día. Luz y calor. 
- ¿Sabrás llevarnos, hija?- preguntó la madre de la niña sin nombre.
- En el libro de la sabiduría están las instrucciones detalladas para poder salir del bosque de forma segura sin perdernos. Si confiáis en mí y en mi lechuza yo os llevaré.

En ese momento la lechuza aterrizó con dulzura posándose en el hombro de la niña sin nombre como tantas otras veces lo había hecho. Después habló para todos los habitantes:

- Sólo ella tuvo la curiosidad por acercarse al libro. Y solamente es ella la que posee la sabiduría. De aquí en adelante la llamaremos Sofía.

Y es así como la niña sin nombre guió a su pueblo durante días por la oscuridad impenetrable del bosque. Cuando llegaron a los confines de éste descubrieron un nuevo mundo que antes solamente Sofía había sido capaz de imaginar.


lunes, 23 de julio de 2012

Cuando comíamos gusanitos


por Marta


Corría el verano de 1991 y yo con mis escasos ocho años comía gusanitos naranjas en un banco del parque. Mi madre me decía que eso era una cochinada, que me iba a revolver la tripa y que luego no tendría hambre. Yo miraba mis dedos marcados a fuego con aquel naranja chillón y pensaba en el recorrido de mi tracto digestivo teñido ahora del color de moda del verano.

Quedaban días para que mi padre cogiera vacaciones y nos fuéramos al pueblo así que aguantábamos el tirón de los días en Madrid refrescando (aunque sólo fuera nuestra mirada) en una enfermiza fuente del parque de Eva Perón.

En aquella época las palomas no tenían tan mala fama como ahora…a mi me gustaban, sobre todo cuando eran pichones. Yo creo que lo que me gustaba en realidad era la palabra  ”pichón” porque me lo llamaba mi abuela cuando me despertaba de la siesta en verano en la casa del pueblo.

-             - Despierta, pichón, que ya está bien de siesta por hoy.-

Y yo me levantaba envuelta en sudor y felicidad. Luego mi abuela murió y dejaron de gustarme las siestas y las palomas.

Aquél día se me acercó una paloma gris, de esas que tienen plumas con reflejos verdes en la zona del cuello. Mi hermano pequeño y mi madre jugaban con las palas a unos metros de mí y yo apuraba mi bolsa de gusanitos. El animal se arrimó con bastante poca discreción al banco. De un salto se subió al banco y me miró con unos ojos mezcla de petición y apetito. Algo coaccionada por la situación posé uno de mis gusanitos a su lado y ella comenzó a picarlo de modo irrefrenable y violento. En poco menos de diez segundos había acabado con él a base de picotazos. Me miró con unos ojos mezcla de agradecimiento y dulzura. Después salió volando y yo me imaginé el color de sus siguientes deposiciones.

Mi hermano se cansó de jugar a las palas y se puso a llorar por alguna tontería. Mi madre tenía razón con que se ponía ñoño y tontorrón cuando le entraba el hambre. Nos disponíamos a salir del parque por la puerta principal cuando vi un corro gigantesco de palomas. Pensé en “mi” paloma y acto seguido me desilusioné pensando en que ella ya no se acordaría de mí…¿Acaso hubiera sido yo capaz de reconocerla entre tantos clones?¿Y le habría contado a sus amigas aquel manjar del que había disfrutado? Seguramente no por miedo a las envidias, se lo habría callado y sería un secreto que se llevara hasta su muerte. ¿Cuándo se mueren las palomas, pensé? ¿Dónde?¿Por qué no vemos palomas muertas por la calle todos los días?

El caso es que por muy increíble que parezca la reconocí. El resto de palomas le hacían el vacío y la estaban dejando aislada. Reparé en una situación que aún hoy recuerdo como si fuera ayer. Ella, las miraba con ojos indagadores, algo acongojados. El resto alzaron sus cuellos y le lanzaban miradas de odio e ingratitud. Mi paloma nunca sabrá el porqué de aquella exclusión social. Pero yo sí, yo pude reconocer nítidamente, tiñendo todo su pico, la evidencia naranja de su traición.

sábado, 21 de julio de 2012

Si te digo que la burra es negra...

Es porque tengo los pelos en la mano.

Parece que los alumbramientos están de moda en Cabezas de Ajo. Esta vez no es ni un niño ni una niña la que ha nacido: es nuestro segundo libro con el Colectivo literario Renglones de Ficción. Después de que el año pasado saliera a la calle "RelateAndo", este año tenemos el placer de haber parido "Si te digo que la burra es negra...es porque tengo los pelos en la mano". Por un precio acorde a estos tiempos, siete euros, podeis disfrutar de un puñado de relatos de todos los géneros y estilos.

Marta nos regala dos fantásticos relatos: "Praga, un instante" y "Vida y Amores de Tiburcio Walter". Si uno es bueno, el otro es mejor, aunque yo no sabría con cual quedarme.

María publica " Las Manos de Manuela", que ya pudisteis saborear hace unos meses en este blog; y "La espera". Dos relatos para reflexionar.

Y si no quereis esperar, queridos lectores, os mando un enlace para que lo podais tener ya entre las manos.


http://www.visionlibros.com/detalles.asp?id_Productos=11578

miércoles, 30 de mayo de 2012

Alba y el origen del Arcoíris

por Marta
Para la pequeña Alba recién llegada.
Para su madre, que le leerá éste y muchos cuentos más.




En un tiempo pasado y en un lugar remoto nació una niña que se llamaba Alba. Vino al mundo un soleado día del mes de mayo, después de una larga temporada de lluvias, y su llegada trajo mucha felicidad a todos los que la rodeaban.

Alba fue un bebé muy tranquilo y a los pocos días ya sonreía desde la cuna cuando los rayos del sol entraban por la ventana. Era una niña muy guapa y muy alegre que crecía casi sin que sus padres se dieran cuenta.

A Alba le gustó mucho ir a la escuela por primera vez y allí hizo amigos con los que jugaba y reía…pero lo que más le gustó de todo fue descubrir los lápices de colores. Ella había visto en su casa que había cosas de muchos colores pero nunca se había imaginado que ella misma podría alguna vez crearlos con sus propias manos. Desde que los descubrió no dejó ni un solo día de colorear y de dibujar con sus lapiceros. Dibujaba de todo: el sol brillante, montañas verdes, pajarillos de colores, etc. Solamente había unos días en los que no le gustaba pintar…eran los días de lluvia. Alba se sentía triste porque en esos días los colores eran muy apagados, casi grises, y, además, no se podía salir a la calle a jugar ni a dar paseos. Era horrible para ella. Los días de lluvia se sentaba en su habitación dejando que el tiempo pasara y cuando sus padres la animaban a jugar a ella no le apetecía, solamente quería que volviera a salir el sol.

Pasaron unos años y se convirtió en una experta dibujante y con tan sólo cinco años tenía su habitación repleta de dibujos por las paredes. Pero lo que más le gustaba dibujar eran los caballos. Era su animal favorito porque en su pueblo había visto algunos de cerca y soñaba con poder montar en uno de ellos. En su pared había caballos marrones, amarillos, verdes, azules…pero curiosamente los caballos que más le gustaban eran los que dejaba sin pintar, los blancos.

Cuando la niña cumplió ocho años ganó un concurso de dibujo en su colegio. Había usado absolutamente todos los lápices de la caja de 56 colores que le regalaron las amigas de la universidad de su madre.
-       ¡Es precioso!- dijo la maestra nada más verlo.
El premio del concurso fue una entrada para ir al zoo en primavera. Alba nunca antes había ido así que fue el mejor regalo que le podían hacer. Mientras que llegaba el esperado día de ir al zoo, Alba fue dibujando todos los animales que iba a ver; leones amarillos, delfines grises, loros verdes, cebras a rayas…

Por fin llegó el anhelado día de primavera en el que iban al zoo. Pero, de repente, cuando Alba se levantó de la cama de un salto y se asomó por la ventana vio algo terrible que no podía creer: estaba lloviendo. Por las calles discurría un torrente de agua y el cielo gris, casi negro, no dejaba esperanza alguna.

Alba se sentó en una esquina de la habitación y lloró con tristeza. La lluvia siempre había sido lo peor que podía pasarle pero esta vez, además, le impedía ir a un sitio que había estado deseando durante meses. No había consuelo para la pequeña.

Con el ruido de su llanto llegó su madre y se sentó a su lado.

- Alba, no tienes que ponerte así, no merece la pena que llores por esto.

- Pero es que yo quería ir, tenía tantas ilusiones…

- No te preocupes, yo tengo un amigo que trabaja allí y nos cambiará la entrada para ir al zoo cualquier otro día que haga bueno…- dijo su madre mientras le apartaba el flequillo de la frente.

- Odio los días de lluvia…son tan feos…

- Alba, los días de lluvia son tan bonitos como cualquier otro. Son diferentes, se puede jugar dentro de casa e incluso en la calle saltando los charcos. Y además, ¿sabes qué? para que haya tantos colores en el mundo es necesario que haya días de lluvia.

Su madre se fue y Alba se quedó pensativa.
Finalmente se resignó, cogió su caja de colores y empezó un nuevo dibujo.

Pasó un rato y, de repente, tocaron la campana que tenían en la puerta de casa. Alba bajó con los lápices en la mano para ver quien era y cuando abrió la puerta vio algo que no podía creer. Se trataba de un hermoso caballo blanco. Aquel caballo que tantas veces había dibujado y con el que  había soñado que se montaría.

Alba se quedó boquiabierta; pero se quedó aun más admiraba cuando el caballo le habló:

- Shhh...no hagas ruido, no llames a tus padres…- susurró el animal con voz grave.

La niña dio un paso atrás.

- No tengas miedo Alba, solamente vengo para invitarte a subir a mi lomo y dar una vuelta. Hoy es un maravilloso día de lluvia, ¿te apetece?

Alba estaba en camisón pero no lo dudo ni un instante. El animal se tumbó en el suelo para que pudiera subir y cuando se incorporó de nuevo Alba sintió algo difícil de explicar, era la persona más feliz del mundo en el caballo más blanco que podía imaginar.

El caballo abandonó la casa de Alba y comenzó a trotar por su pueblo. Todo se veía diferente desde lo alto del animal. Pasó por todos los prados verdes de los alrededores que ella tan bien conocía. Aunque estaba lloviendo Alba deseó que el viaje no terminara nunca.

Cuando se alejaron del pueblo el caballo le dijo a la niña:

- He venido para hacer tu sueño realidad, pero sobre todo para recordarte que en la vida hay que disfrutar de cada momento, da igual si llueve, truena o hace sol…todo lo que nos rodea y que no podemos cambiar  tenemos que aceptarlo tal y como viene…son las leyes de la naturaleza, pequeña Alba.
      Tu felicidad no depende del tiempo que haga, depende sólo de ti.

Y el animal comenzó a galopar cada vez más rápido. Alba estaba emocionada y se agarró fuertemente al cuello del caballo. Estaba disfrutando como nunca en su vida. El galope era cada vez más rápido y Alba notó que los pies del animal iban tan veloces que comenzaron a despegarse del suelo. ¡Estaban volando! Desde lo alto observó su pueblo, las montañas, el río… Se dio cuenta de que los colores que llevaba en su mano se le estaban cayendo uno a uno. Cuando miró atrás vio algo increíble; los lápices que se le habían caído iban dejando a sus espaldas una enorme estela de colores en forma de arco. Justo en ese momento la lluvia cesó.




Y es así como, desde entonces y para el resto de los tiempos, después de la lluvia aparece en el cielo un fabuloso arcoíris recordándonos a todos que hasta en los días de lluvia lo más maravilloso es siempre posible. 


lunes, 12 de marzo de 2012

La ejecutiva que nunca llevaba carreras en las medias



por Marta



Todas las mañanas cojo el tren de Cercanías que me lleva desde Pirámides hasta Chamartín. Suelo encontrarme con las mismas caras, casi siempre bostezando aburridas, hastiadas, unos días con legañas y otros con más. Pequeños corderitos en los raíles de la vida.

Esta mañana en la parada de Recoletos han bajado la madre con su hijo de uniforme, la ejecutiva que nunca lleva carreras en las medias y el funcionario que sólo se afeita los lunes por la mañana. A los que se bajan los suelo tener controlados, a los que suben no.

En esa misma parada hoy se ha subido un pescador. Llevaba su pipa, su red y un chubasquero amarillo que goteaba agua salada. Ha dejado el cubo y el gancho a mi lado. Creo que había tres o cuatro pulpos en su interior pero no he podido verlo bien porque me mojaba los pies con el charco y me he cambiado de sitio. Le ha debido ir bien la mañana, a juzgar por su cara.

Al llegar a Nuevos Ministerios se ha bajado el hombre de traje a rayas y maletín de cuero. Un día más he cogido prestado su periódico.

Un día más.

Salvo por la incipiente carrera que hoy asomaba tímida por el talón de la ejecutiva.