Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



jueves, 29 de enero de 2015

Para Yolanda b. que supo     repararse el daño antes  de tener la herida.


JailApp  

por María 

Hace poco que me he dado cuenta de que me he metido en una cárcel voluntaria de la que no puedo salir. Los pasos que di para verme con estos pesados grilletes fueron sencillos, inocentes y seguro que os resultan familiares.

1) Hacerse con un smartphone.
2) Contratar la tarifa de datos.
3) Instalar la aplicación de WhatsApp (el guasap).

Y ahí ya tienes el lío. Los comienzos son realmente atrayentes. Si los mails te parecían un avance significativo en el mundo de la comunicación, esto del guasap y de poder relacionarte con familiares y amigos casi al instante, aunque estuvieran al otro lado del mundo, ya era increíble. Fotos, audios, videos, todo ello podía- y puede- compartirse en cuestión de segundos.  Desde luego que es una aplicación útil y maravillosa siempre que se sepa emplear con cautela. Y a las claras está que yo no he sabido hacerlo.

Tras más de dos años de uso continuo y permanente puedo afirmar que tengo dependencia de dicha aplicación telefónica. Sí, soy una yonki del guasap.  Yo, que ingenuamente me sentía libre y autónoma, acabo de comprobar, con la rotundidad del que recibe un fuerte impacto en las narices, que estoy enganchada. Y lo que es peor, que he sido yo misma la que he metido al enemigo en casa y ahora no sé cómo echarlo. De hecho ni siquiera estoy segura de querer hacerlo.

Descubrí que la adicción se estaba volviendo peligrosa cuando un día quise realizar una foto de algo más inusual de lo normal para compartirlo - nada del otro mundo en realidad- y no encontraba el móvil. Esa falta de publicidad a lo que me sucedía me generó un gran vacío, estábamos el hecho inusual y mi soledad, no había posibilidad de que nadie me comentara nada y ese desierto de opinión fue de tal calado que incluso sentí como si el hecho inusual no hubiera sucedido, o al menos fuera perdiendo su entidad si los minutos pasaban y yo no lo hacía público. Tampoco me convencía el hecho de contarlo después como se había hecho toda la vida, en persona o hablando por teléfono, no, de lo que yo tenía necesidad era de airearlo a los cuatro vientos en el preciso instante en que sucedía ¿de verdad he llegado a tal punto? ¿por qué tengo que contar ciertas cosas en el momento exacto en que me pasan y no puedo esperar? ¿por qué si me olvido el móvil en algún lugar tengo la impresión de que me falta un brazo?
Esta sensación de haber perdido las riendas ha encendido una alarma en mí y desde ese momento digamos que “me estoy quitando”.

Doy por sentado que la mayoría de las personas que me están leyendo sabrán en qué consiste esta aplicación, bien porque la tienen o bien porque han oído hablar de ella - y gracias a una capacidad visionaria de lo que la misma podría suponerles decidieron no instalarla- por eso no me extenderé en hablar de sus utilidades. El problema es que una vez que la tienes y conoces sus ventajas es muy difícil echar marcha atrás y quitarla con tal de no sufrir sus inconvenientes. Y ¿cuáles son estos?
Para empezar la cantidad de tiempo que se puede llegar a perder. Claro que esto tiene sus matices, por un lado está muy relacionado con lo sociable que uno sea, porque no es lo mismo tener diez contactos que setenta, y por otro lado tiene que ver con la forma de ser de la persona. Esto es, si uno es más pasota puede ser capaz de leer los mensajes, saber que el resto sabe que los está leyendo y aún así, pasárselo por el forro y no responder hasta cuatro horas después, o dos días después o incluso nunca. Y se quedan tan anchos. Pero si la forma de ser del portador del dispositivo móvil, en este caso yo misma, no cuenta con ese grado de pasotismo provocará que se sienta en la obligación de responder a esas conversaciones en un periodo de tiempo no demasiado extenso. Y claro, eso puede agobiar.
Si la cosa ya pintaba fea para este tipo de personas, los gestores de la aplicación han torturado a estas pobres almas con la creación del doble tic azul. Con esa nueva señal el resto sabrá si su mensaje ha sido leído o no, con lo  cual ya no les quedará la manida, aunque eficaz excusa, de que no contestan porque no lo han leído. La presión es aún más palpable.  
Por eso yo, como “me estoy quitando” y sueño con ser pasota,  he decidido eliminar las notificaciones que hacían que la pantalla de mi teléfono se iluminase cada vez que alguien quisiera decirme tal o pascual. De momento no he conseguido llegar al extremo de leer un mensaje y no responderlo o responderlo tarde como podría hacer un buen pasota de pro, pero al menos ya no sé al instante quien me escribe y no siento con ello la obligación de corresponderle ipso facto. Es un gran paso.

Es verdad que en estos comienzos todo tiene algo de forzado. No miro el móvil porque no quiero ser ese individuo dependiente y enganchado que he descrito, pero en el fondo estoy deseando hacerlo. Imagino que es como cuando alguien se plantea seriamente dejar de fumar, al principio no lo hace pero mataría por tener un cigarrillo en su boca. Así que con calma, tengo que darle tiempo a mi programa de desintoxicación.

Otra de las armas de doble filo del guasap son los grupos. Yo diría que es lo más peligroso de todo. Sí, ese cúmulo de contactos unidos bajo un mismo nombre que pueden tenerte realmente entretenida o que pueden llegar a desesperarte. Como digo un buen grupo de guasap puede ser divertido y enriquecedor, pero por el contrario los hay que pueden volverse agotadores y cansinos. En todo caso sean del estilo que sean hay una regla de oro que debe cumplirse con todos sin excepción: hay que silenciarlos. Si cometes el craso error de no hacerlo en dos días puedes estar completamente majara. Mis grupos del guasap son muy variados, los tengo de todos los pelajes. Por ejemplo no faltan los grupitos familiares, los de amigos, el de compis del cole, de promoción, del curro, del antiguo curro, del curro anterior al antiguo curro, el grupito que comparte alguna afición…etc y sin olvidar los subgrupitos que se pueden crear dentro de estos grupitos o los grupitos que se crean con un único fin, por ejemplo gestionar la compra del regalo para el hijo de Pepito o la quedada de tal mes o la compra de entradas para tal o cual evento. Lo típico vamos.

Estos grupos pueden comportarse de distinta manera. Por ejemplo pueden especializarse en mandar vídeos graciosos que tardan un congo en descargarse o chistes y fotos de la actualidad; si yo fuera un tío probablemente muchas de esas fotos serían de chicas pechugonas o subiditas de tono, pero por suerte me las ahorro; también existen los grupos cuyo cometido principal es felicitarse los cumpleaños (sólo pensad en lo tremendamente agotador que puede ser ver en tu pantalla como diez o más personas felicitamos a otra con frases tan originales como “Muchas felicidades” “Feliz día” “Pásalo en grande” “Disfruta de tu día”, todo acompañado de iconitos de aplausos, globos, regalitos, confeti, porciones de tarta…y las consabidas, “Gracias” “Muchísimas gracias” “Mil gracias guapa”. Desde luego es apasionante ser interrumpida por guasaps de este calibre); también puede ser un grupo que mantiene conversaciones trascendentales, interesantes o no, pero siempre tirando a larguitas y cuyo tiempo de lectura equivale casi al mismo de sentarse en el sofá y leer dos veces “El Aleph”, incluso podrías hasta entenderlo y aún no habrías terminado la ristra de cuarenta o cincuenta guasaps de una conversación en la que para colmo no has metido baza. También están los grupos más discretos, esos en los que sólo se escribe de manera puntual y que tienen miembros más activos y otros que no se han estrenado apenas (comprenderéis que yo nunca, al menos hasta ahora en que las cosas pueden cambiar, había formado parte de un grupo con un papel tan secundario como para no decir algo – estaría agobiada por supuesto- pero me surge la duda y aquí hago una pregunta al viento para quien la quiera contestar: aquellos que no intervenís nunca…leéis los mensajes? los borráis sin leer? no sabéis como salir del grupo sin parecer groseros? Me ayudaría saber cómo piensa un pasota para aprender de él).

En definitiva, hay grupos de muchos tipos y con dinámicas diferentes, pero por reducir la clasificación yo los dividiría en dos: los que molan y los que no. Es sencillo, y no es que no me importen las personas que forman parte de ese desafortunado grupo que no mola, al contrario, probablemente las tenga aprecio dado que están entre mis contactos, pero sinceramente creo que han confundido el canal de comunicación. Porque, independientemente de que mi forma de ser no haya ayudado, es obvio que el guasap es un medio bastante invasivo y que hablar de cremas para la celulitis, vestidos chic para una boda o el granito que le ha salido a tu bebé en la manita es a todas luces evidente que se trata de una información no requerida a las once de la mañana de un martes cualquiera sin siquiera haber preguntado o mostrado interés por el asunto. Por favor, para este tipo de cosas están los mails, las llamadas de teléfono o los íntimos, cálidos y comprometidos vis a vis.

De repente me he acordado de aquella viuda que ganó un juicio contra una famosa tabacalera en EEUU a la que demandó después de que su marido, fumador durante más de cuarenta años, falleciera de cáncer de pulmón. Dijo que éste se había convertido en un adicto al cigarrillo y que había realizado infructuosos tratamientos para dejar de fumar, y a mí me resulta difícil de creer pero no ha sido el único juez que ha dado la razón a un fumador (en este caso su cónyuge) por desconocer los conocidos efectos del tabaco. Y ya sé que España no es EEUU, pero ¿Y si demando a Whatsapp?

No me he interesado por buscar si entre sus condiciones de uso e información semejante hay alguna clausula que advierta del potencial peligro de dicha aplicación, seguro que lo tienen todo pensado, pero ¿y si no fuera así? ¿Hay alguien ahí que sienta vulnerado como yo su derecho a la intimidad? ¿Hay alguien que se sienta guasapdependiente y por lo tanto haya visto quebrantada su libertad? Ya estoy viendo los éxitos de una futura demanda colectiva. Juntos podríamos crear una Plataforma de afectados por el Whatsapp, acudir a manifestaciones para exigir el restablecimiento de nuestra vida anterior, escribiríamos  columnas en los periódicos para reivindicar la vuelta a los mails, a las llamadas de teléfono o a eso tan raro de tomarse un café con un amigo para charlar y sin un móvil cerca al que mirar para ver que nos está diciendo otro amigo distinto al que tenemos delante de nuestras narices y al que apenas hablamos. Sí, deberíamos unirnos todos.

Y si al final no conseguimos que nuestros caminos confluyan  y alguien decide demandarles por su cuenta gracias a haber leído esto, por favor, pido honestidad y que comparta su botín conmigo. Primero porque así no tendría mala conciencia. Y segundo para que este tocho que he escrito sirva para algo y yo no sienta que he perdido el lujoso tiempo del que me quejo que el guasap me roba.




Nota del autor: Si alguno de mis lectores se encuentra entre mis contactos telefónicos y tiene un grupo de guasap conmigo obviamente se tratará de uno de los grupos que molan. 

domingo, 18 de enero de 2015

La Mansión

por Marta




“Bajó los pies del coche y los apoyó en el frío asfalto. Llevaba zapatillas de andar por casa de modo que sus pasos, como los de un gato, no hicieron ruido alguno en mitad de la noche. La luna era un foco redondo. Era el día de Navidad y no había gente por la calle, a lo lejos se oía el rumor de las casas llenas de gente, de las copas hasta arriba de sidra y de los villancicos al son de las panderetas.

-Tenga cuidado- susurré cerca de su hombro. Cecilia se agarró con más fuerza a mi brazo mientras sus pies se arrastraban por la estrecha senda de entrada a la mansión.  Las malas hierbas habían cerrado casi el camino. En otra época la senda de piedra se mantenía lustrosa, el jardinero o yo esparcíamos una mezcla de vinagre, agua y sal como remedio natural para que no salieran las hierbas.

Llegamos a la puerta de entrada de la mansión. Noté la respiración profunda y agitada de Cecilia. Hacía frío. Debajo del chaquetón que le había puesto al recogerla,tan solo llevaba un camisón con el bordado “Residencia Fuenmayor”; nada que ver con los de lino y encaje que ella misma había confeccionado años atrás. Saqué del bolsillo la pesada llave de hierro y al girarla los goznes chillaron tal y como esperaba.

-Estamos en casa, Cecilia- pensé en alto. La anciana no cambió su cara, ni su mirada perdida. Por un momento cerré los ojos y aspiré el olor de aquella casa en la que tanto habíamos vivido. Ya no era el olor  intenso y embriagador de antes, el de una casa habitada.  Ese recibidor de la casa había olido tantas veces a caldo de puchero, tantas tardes a rosquillas de canela fritas… En aquel momento me pregunté si los recuerdos olfativos también se habrían extinguido del cerebro de Cecilia. Ahora había polvo y telarañas. Los muebles habían sido cubiertos con todos los juegos de sábanas que había en la casa, de modo que la vista era aterradora, pero yo, y juraría que Cecilia también, sentimos la calma que uno percibe cuando llega a su hogar. La luz de la luna entraba por las ventanas sin cortinas. Mis pasos no dudaron hasta acercarme a la vieja mecedora. La mecedora de Doña Cecilia. Sentí un escalofrío al retirarle la sábana y verla igual que como la recordaba. En ese viejo balancín mi señora había recibido la noticia más amarga de su vida, la muerte de su marido en el frente. Ese soldado alto y fuerte, que nos miraba a todos desde un marco de fotos en la pared del comedor. También en la mecedora Cecilia había acunado a sus hijos, luego a sus nietos y en ese lugar, aunque ella ya no lo recordase, había sido feliz.

Conseguí que Cecilia se sentara en su mecedora. Como algo instintivo, como si lo hubiera hecho ayer, la anciana comenzó a balancearse. La silla chirriaba y crujía con cada vaivén. De repente una sonrisa se dibujó en su cara y eso me bastó para saber que todo esto tenía sentido. Solté su mano que me agarraba fuerte, besé su cabeza y me fui silencioso de allí.”



Me llamo Máximo Santos. Sé que he cometido un crimen. Lo que acaban de leer no es un cuento, es una confesión. Puede que en unas horas vengan a buscarme, -otra vez el asesino es el mayordomo-, dirán algunos. O quizás nunca encuentren el cuerpo de Cecilia. Son casi las ocho del veintiséis de diciembre y está a punto de comenzar el derrumbamiento. Los hijos de Cecilia así lo han acordado. Las palas se hundirán en los muros de la mansión y los cascotes comenzarán a caer. Como lluvia.