Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



martes, 20 de octubre de 2015

Historia con final


Por Marta

La conocí una noche en el Flannagan Jazz Bar. En el cruce de la cuarenta y tres con la segunda era uno de esos locales que tantas veces había visto en las cintas de cine negro. Apenas una flecha y un pequeño letrero en la fachada indicaban la entrada por unas escaleras que descendían. No parecía un lugar muy concurrido. Gente que necesita tomar una copa, tipos solitarios, gente que anhela meterse bajo la tierra para rehuir del ajetreo de la ciudad…todos los tópicos que podáis imaginar sobre la clientela asidua a un local de jazz en pleno Manhattan se reunían aquella noche cerrada.

Yo allí era también un ejemplo común, un escritor en busca de inspiración; un publicista más que sueña con dejar su trabajo para malvivir escribiendo novelas. Mi primera historia llevaba en mi cabeza muchos años y desde hacía seis meses había tomado forma en el papel. Era una novela corta, muy impactante, debía dejar al lector noqueado desde el comienzo.Los agentes Pierre y Lilian se veían inmersos en una trama policíaca donde no faltaban los asesinatos, las extorsiones y las mentiras. Sin embargo no era la típica novela negra, pretendía también poner en jaque moral al lector ¿qué tiene de bueno hacer el bien? ¿debe el ser humano evitar la maldad siempre ? Dudas existenciales que me asaltaban y a las cuales no sabía dar respuesta. La historia había ido rodando sola y entre la pareja protagonista se había creado un vínculo emocional que en esos momentos ni yo mismo era capaz de descifrar.Los sentimientos de los seres humanos de ficción también son a menudo un laberinto. No tenía respuestas para mis dudas morales ni para las de mis personajes.Estaba atravesando un momento delicado, me estaba precipitando hacia el final de la novela y por primera vez no tenía ni idea de por dónde seguir. Me había bloqueado. La atmosfera que yo mismo había creado en esta historia me estaba  desbordando y obsesionando, necesitaba poner punto y final a todo lo escrito.

Entré en el bar y abriéndome paso entre el humo elegí una mesa pequeña; me gustaba escribir con la compañía de la gente anónima, con la música suave de fondo. El local parecía un oasis en el tiempo y en el espacio, observé la pulcritud en la colocación de las botellas tras la barra, el brillo del barniz de la madera de la barra y de los estantes. En el Flannagan se podía escuchar el sonido de los hielos al caer en los vasos, el eco sordo de las botellas al descorcharse. El camarero con su impecable chaquetilla blanca abotonada hasta el cuello terminaba de secar los vasos con un paño. Pedí un whisky doble, ¿qué otra cosa podía pedir?

Cuando ya me había acomodado en mi mesa un pianista tomó asiento frente al piano del pequeño escenario. Por lo visto todas las noches había actuaciones y esta noche el cartel de la puerta anunciaba “a la vocalista Marlenne Roose”.  No había focos de luz así que apenas se intuía la figura del pianista que había comenzado con unas suaves melodías que hacían las veces de hilo musical. Saqué mi libreta y releí las últimas líneas escritas esa misma tarde. Pierre…Lillian…Lillian… Pierre.

Un foco en el centro del escenario se encendió y una nube de humo espeso se hizo visible. El micrófono chirrió unos instantes y de la negrura del fondo apareció Marlenne al mismo tiempo que el pianista pulsaba las primeras notas. Con una tímida voz dio las buenas noches y comenzó a mover su cadera con un ritmo casi imperceptible. Juro que no tengo un carácter fácilmente impresionable pero aquella mujer que quedó iluminada en mitad de la oscuridad era un auténtico placer para los sentidos. La luz cálida hacía brillar su pelo rubio recogido en lo alto, su piel ligeramente bronceada contrastaba con un vestido negro que se ajustaba lo necesario a sus caderas. Comenzó a cantar con una voz suave que envolvió la sala. La canción era una delicia que yo conocía muy bien, “Why don’t you do right “. Aquella versión superaba con creces la ya buenísima interpretación de Peggy Lee. Marlenne permanecía agarrada al micrófono y miraba al suelo mientras cantaba, como si dudara de sus propias posibilidades. La gente de alrededor bebía o charlaba, nadie parecía estar presenciando la maravilla que yo veía.  Intenté concentrarme en la escritura pero me resultó imposible. De repente, Marlenne levantó la vista y miró al frente. Yo debía ser la única persona que la miraba así que clavó sus ojos en mí.“…You're sittin' down wonderin' what it's all about …”. Solté el bolígrafo y me concentré en sus labios rojos. Pierre…Lillian. “Now all you've got to offer me is a drink of gin”. Marlenne se giró y el foco iluminó su espalda descubierta, sus tacones negros brillaban. Cuando se dio la vuelta localizó de nuevo mi mirada. Sus ojos sonreían al igual que su boca mientras cantaba y yo no podía despegar mis ojos de los suyos. El piano acompañaba sus palabras en una sintonía perfecta.

Why don't you do right? Why don't you do right?”

La canción terminó y sólo se escucharon unos cuantos aplausos. Yo me había quedado  paralizado. La libreta y el bolígrafo en la mesa y en mi mano la copa de whisky. Mi mente volvió a Pierre y a Lillian en ese instante, ¿qué iba a ser de ellos?

Marlenne se acercó al pianista y le dijo unas palabras que ninguno de los presentes pudimos escuchar. Acto seguido el músico comenzó a interpretar de nuevo una melodía en solitario. Marlenne desapareció del foco de luz y tuve que guiñar mis ojos para buscarla en la oscuridad del escenario. Se disponía a bajar los tres escalones que separaban el escenario de la sala. De repente, para mi sorpresa, se acercó hacia donde yo estaba. Tragué saliva. Marlenne separó la silla que tenía enfrente y se sentó. Ninguno de los dos dijimos nada. Me miraba a los ojos como hacía unos instantes pero esta vez sus labios permanecían cerrados. Me fijé en el brillo de sus pendientes. Cogió mi copa de whisky y dio un trago. Yo notaba el calor en mis manos y en mis mejillas. Después cogió mi cajetilla de cigarros, tomó uno y lo encendió. El humo de su cigarro se mezcló con el del resto del bar. Miró hacia un lado mientras daba una calada al cigarrillo y al mismo tiempo puso su mano encima de la mía en la mesa. Me fijé en sus perfectas uñas rojas a juego con sus labios. En un movimiento suave y rápido extrajo mi alianza del dedo y la colocó en el suyo.

 Sus pupilas dilatadas en mitad de la oscuridad volvieron a clavarse en las mías.


Y entonces me dijo, “ya tengo el final de tu novela”.







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Aquí os dejamos un vídeo para escuchar como banda sonora del relato. Como podéis imaginar no hemos conseguido encontrar el video interpretado por Marlenne Roose así que hemos escogido esta maravillosa interpretación de la canción por Karen Souza.






viernes, 9 de octubre de 2015

Música para escritores

Por María

Para Ana Portela, por compartir lo que ella y yo sabemos.

Confieso que no sé qué interés podría tener para vosotros leer la historia de Mario, puesto que Mario no existe. Mario es alguien totalmente inventado por mí. Le di un apellido italiano por parte de padre, Bellotti, simplemente porque me gustaba su sonoridad. Me repetía una y otra vez su nombre, Mario Bellotti, así alargando mucho la “o” de Bellotti, Mario Beloooti, Mario Beloooti.

Dado que siempre admiré esas familias de muchos hermanos donde al final los mayores hacen un poco de padres de los pequeños, le di a Mario cinco hermanos, que bien podían haber sido, por el mismo coste, seis o siete. Así, de repente, se me ha ocurrido que cuando Dostoyevski escribió “Los hermanos Karamazov” quizá pudo haber pensado en algún momento que en vez de tres fueran cuatro hermanos. Sin embargo ni el cuarto Karamazov ni el sexto hermano de Mario Bellotti existieron finalmente, aunque en el fondo tampoco existieron los tres Karamazov de Dostoyevski ni los cinco hermanos de Mario Bellotti. Tampoco Mario Bellotti. Todo fruto de la invención.

Pero por diversos motivos que a veces no consigo comprender, los humanos hemos querido que algunas vidas inexistentes nos interesen tanto como para pasar horas y horas con ellas. Unas vidas sin vida que, como en el caso de los hermanos Karamazov, tienen más vocación de permanencia y universalidad que las propias vidas reales.

Volviendo a Mario Bellotti lo cierto es que si se me hubiera ocurrido a tiempo le habría dado un hermano  gemelo, siempre he sentido fascinación por ese par de almas que comparten idéntica información genética. Habría creado un gemelo de Mario tan clónico a él que su madre al nacer sólo habría podido distinguirles por el ombligo, la única señal que no dependía de la genética sino del resultado del corte del cordón umbilical. Sin embargo ya era tarde para ello, la historia ya estaba escrita. Una historia que situé por pura casualidad en Canadá, de lo cual me arrepentí en cierto modo porque yo no sabía absolutamente nada de Canadá. Hubiera sido mucho más fácil quedarme en Madrid, o en el caso de haber querido arriesgar un poco más al menos haber elegido una ciudad en la que hubiera estado alguna vez. Ya lo decía el profesor del taller “Cómo escribir una novela que enganche”, que lo más sencillo era escribir sobre lo que conociéramos. Y ahí estaba yo, complicándome la vida y eligiendo Canadá como enclave de mi historia, lo cual me supuso un trabajo extra de previa documentación. Leí sobre su clima, sus costumbres, sobre sus ciudades y su extraordinaria naturaleza. La verdad es que sentía que era ridículo estar leyendo sobre algo de lo que no tenía la más remota idea para luego contarlo como si fuera una eminencia en el asunto. Tenía la misma sensación que si estuviera copiando en un examen. Todos los escritores tenemos algo de tramposos.

Y es que de vez en cuando me asaltaba la duda ¿y si hubiera leído algo equívoco al documentarme y como consecuencia de ello dicho error se hubiera plasmado en mi novela? El disparate podría acecharme detrás de las Rocosas, en la carretera de Québec a Montreal o tras la lluvia de Vancouver.

“Verosimilitud” había dicho aquel profesor. “Lo importante no es que las cosas sean  verdaderas, lo importante es que dentro de su contexto sean verosímiles”. Así que en el fondo no importaba que hubiera confusiones si las mismas no entorpecían la verosimilitud de lo descrito, ¿no?

Yo había tejido de la nada la saga de varias generaciones de pianistas de origen italiano en Canadá, una historia de renuncias, de superación, una historia de amor por la vida, por la música, por la música de la vida y ¿por qué lo había hecho? ¿qué pretendía con ello?

Me cuesta entender por qué escribo, ¿qué busco? Pero, sobre todo, ¿qué buscan los demás leyendo algo que saben que no existe de principio a fin?

Durante un tiempo sólo pude leer ensayos y libros de historia. Sólo veía documentales. Si osaba ir al cine sólo imaginaba los técnicos que rodearían cada escena, los cortes, el montaje, al guionista escribiendo en su casa, al director mandando repetir el diálogo. Me parecía imposible haber disfrutado antes de alguna película y admiraba la capacidad del resto de espectadores para emocionarse con lo que estuvieran viendo.
Hubo gente que compartió mi angustia.  

Y de repente recordé la escena en la que Mario Bellotti tocaba el concierto para piano nº 2 de Rajmáninov. Me había molestado en describir sus poderosos brazos, sus manos de dedos largos y ágiles, el vello en sus falanges. Todo era inventado. Salvo la música.

La música que lo llenaba todo.

La música que brotaba de sus manos. De las manos de Mario, que eran las manos de cualquier pianista del mundo. De todos los pianistas del mundo.  

La música puso fin a mi desasosiego y me hizo comprenderlo todo.

Porque daba igual que nada fuera real. Yo lo sentía.