Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



lunes, 1 de mayo de 2023

Apuntes de etología básica

Por Marta


Esta historia tiene cuatro protagonistas. Martina, Jorge, el pájaro pergolero y la pájara pergolera. Bueno y yo, que sería el quinto, que soy el narrador, un bicho raro de narra­dor, políticamente incorrecto como nunca debiera serlo un narrador y nada imparcial, lo que me convierte algo así como en otro personaje más, según dirían los manuales de escritura creativa.

El pájaro pergolero vive en un luminoso bosque de Papúa Nueva Guinea. La pá­jara pergolera tres árboles más allá. Martina vive en Aluche en la zona de Campamento. Jorge tres barrios más allá, en Pozuelo. Bastante cerca pero bastante lejos, como apos­tillaría mi cuñado en la sobremesa de cualquier domingo porque él, como todos los cuñados del mundo, todo lo sabe y todo lo apostilla.

Martina es jodidamente perfecta. No voy a detenerme en describir a alguien así porque la perfección es relativa, para unos alta, para otros, morena, para unos misteriosa, para otros, extrovertida… imagináosla como os plazca, da igual, si os gustan las rubias pues rubia, con un pelo perfecto, que hasta el moño más cutre le queda bien. Pero sobre todo es perfecta por dentro y eso ya, me diréis, es más subjetivo aún. Y tenéis razón, pero es que yo ya os dije que no soy nada imparcial. Martina es mundialmente perfecta porque para una persona en el mundo, al menos, lo es.

Jorge, que vive en Pozuelo, no es pijo, y digo esto porque nos conocemos. Y quiero dejar claro que Jorge es un tío cojonudo que podría vivir en Pozuelo, en Cincinnati o en Río de Janeiro. A Jorge lo que le pasa es que es un ser humano y hace cosas de ser humano. Respirar, comer tres veces al día, equivocarse, cagar. Todo eso hace Jorge casi a diario. Hay una cosa, sobre todas las cosas que tiene Jorge que le hacen un poco dife­rente a los seres humanos y es que jamás, pase lo que pase, se engaña a sí mismo ni a los demás. Sincero de cojones. No quiere decir que no tenga tacto o que suelte cualquier cosa impropia que se le pase por la cabeza. No. Las mentiras piadosas las trabaja como el resto. A él lo que le pasa es que la sangre le corre por las venas como el agua por las calles cuando hay una inundación. Esas imágenes que salen en la tele del agua marrón que se lleva piedras, contenedores, coches. Así es Jorge por dentro. Y eso es jodido, no nos engañemos, eso es una puta cruz con la que carga y cargará toda su vida.

Y los pájaros pergoleros, qué decir de ellos. Son la hostia.

Y qué tendrá que ver Martina, con Jorge y con los pájaros pergoleros de Nueva Guinea, te estarás preguntando. Podría hablarte metafóricamente y decirte que sus caminos discurren paralelos bla, bla. Pues no. Lo que pasa es que Jorge es biólogo y estudió en la Complutense y Martina es su compañera de universidad y son amigos inseparables desde primero. Los dos hicieron la especialidad de Ornitología y ambos están haciendo la tesis en el departamento de Etología o comportamiento animal, para los no entendidos. Y resulta que sus tesis tratan de la vida, obra y milagros del pájaro pergolero.

Además, y para centrar aún más el asunto, Martina y Jorge disfrutan de una beca del Ministerio que incluye una estancia en un centro de investigación del extranjero y, como estudian el pájaro pergolero, el sueño de todo predoctoral en su situación es viajar a Papúa Nueva Guinea para ver al pajarraco en su hábitat. Y así lo hacen. Van en el avión, rumbo Papúa Nueva Guinea y hacen escala en Doha. Martina enciende el móvil y tiene un mensaje de su novio que le pregunta si ya han llegado y justo en ese momento Jorge también enciende el móvil y también tiene un mensaje de su chica, preguntando algo similar y ambos contestan que sí, que todo bien, que un poco cansados pero que cuando cojan el siguiente vuelo en unas horas dormirán en el avión.

Después cogen el avión y, efectivamente, duermen. Pero también hablan, hablan mucho. Y ven el final de una serie que llevaban viendo semanas y que habían quedado para ver el final en el viaje. Y se ríen cuando se acuerdan de la salida de campo de Edafología de tercero que les diluvió y que el profesor no dejaba de dictar apuntes. Y ven una y otra vez los vídeos de las cámaras instaladas en el bosque de Papúa y que mañana verán en persona. El equipo del profesor Wang con el que colaboran se ha encargado de ponerlas y de avisarles cuando fuera a comenzar la época del cortejo. Y ya están allí. Nerviosos, felices. Por fin va a conocer a “Pedrito” como han llamado a su pájaro pergolero, al suyo, a ese que llevan semanas observando. Ese que comenzó tímidamente colocando un palito y después otro en un claro cualquiera del bosque y que ahora mismo tiene en sus manos (¿alas?) el futuro de dos estudiantes madrileños.

Cuando llegan al centro de control en mitad del bosque se quedan impresionados. Por fuera no es más que una choza camuflada entre las ramas de los árboles. Por dentro hay más de veinte pantallas y una decena de estudiantes de todas las partes del mundo se agolpan alrededor de ellas. Su “Pedrito” ha resultado ser para otros su “Tom”, su “Mike” o su “Freddy”; y ellos… que se creían originales bautizando a su pájaro como el bueno de Pedro Picapiedra. Pero eso es lo de menos, la emoción de Martina y Jorge es una emoción compartida por otros tantos frikis de los pájaros como ellos. Y eso mola, mola mucho, porque igual que a unos les une cantar un gol, llevar una banderita o cargar con una virgen a cuestas, a Martina y a Jorge les toca la fibra estar allí. Hablar de plumajes, de fenotipos o de selección natural con cualquiera que se ponga por delante durante una semana.

Todas las pantallas reflejan imágenes de cada una de las más de veinte cámaras que hay puestas en árboles, suelo y raíles invisibles que colocó el profesor Wang cuando tuvo, hace semanas, la intuición de que ese pájaro y ese lugar eran los correctos. Y no se equivocó. El espectáculo que se despliega ante ellos es impresionante. Hasta para mí, que los pájaros ni fu ni fa. El jodido pájaro pergolero ha construido una atalaya en mitad del bosque para caerse de culo. Una especie de cenador a base de ramitas y palos que alcanza una altura sorprendente para estar hecho solo con un pico del tamaño de mi uña. Pero esto no es lo mejor, cada pantalla en la pared desvela los detalles de la maravilla de su creación. La entrada a la pérgola es una alfombra acolchada de pétalos de flores naranjas, cientos de ellos. A la derecha y a la izquierda de lo que sería la puerta principal del cenador se levantan dos pilares, a modo de torres defensivas, hechas de escarabajos, insectos y algo así como luciérnagas. Otra cámara apunta hacia el interior del cobertizo y en ella se aprecia un círculo hecho con setas color crema, a su lado una fila de semillas o bellotas perfectamente dispuestas. En la parte superior, colgando del techo pequeñas lombrices embadurnadas en la pulpa de alguna fruta exótica. Pedrito se afana estos últimos días en la construcción, pronto vendrá ella a verlo, a evaluarlo, a examinarlo. Si le gusta, si elige los genes de Pedrito, se dirigirá a la parte de detrás del cenador para esperarle…y no me extrañaría que hasta se pusiera un picardías de satén. Si se queda allí o se va a la pérgola del vecino sólo depende de él. Si el viento desplaza una hoja o un palito, revolotea histérico enseguida para colocarlo en su sitio exacto. Estos días está terminando de construir los detalles más minuciosos de la pérgola. Está utilizando guijarros, caracolas, vidrios rotos y tapones de botellas de plástico que los cerdos de los humanos le hemos regalado. Y sí, en el centro de la pérgola y a modo de altar hay un objeto, como una ofrenda, que acapara todas las miradas. Un objeto que Pedrito luchó por conseguir y que quizás incline la balanza a su favor en la elección de la hembra: una lata de Coca-Cola. Una puta lata de Coca- Cola.

Han pasado cinco días desde que Martina y Jorge están allí. En ese paraíso sin conexión. Sin dobles sentidos, el wifi llega con el viento, como las nubes, una vez al día si hay suerte. Cinco días intensos que parecen diez; tomando notas, observando detalles, intercambiando opiniones con el profesor Wang. Llegan a sus cabañas por las tardes reventados después de andar diez kilómetros desde el centro de control. Las cabañas están al pie de la playa y por las noches Jorge prepara una infusión y se la toman viendo el mar. Bueno, imaginan que es el mar porque la luna no está de su parte y solo ven un enorme vacío negro. Pero huele a mar. Y los días lluviosos están a punto de llegar y con ellos el día grande del cortejo.

En una mala época, cuando algo malo sucede, uno piensa “todo pasará”, sin embargo, qué poco pensamos en que esa frase se aplicará con la misma rotundidad cuando los vientos son favorables. Y el viento, precisamente, trajo el olor a humedad casi al mismo tiempo que la llamada del profesor Wang rompía el silencio de la noche. Se ponen en camino de inmediato, parece ser que hoy va ser el día señalado. Amanecer y fina lluvia, el momento adecuado. Pedrito lleva unas horas posado en una rama alta. Divisando su obra, cantando su reclamo.

Martina y Jorge apresuran sus pasos y cuando llegan al centro de control les actualizan la situación. Pedrito ha acelerado su canto y a la vez se oyen en la lejanía los cantos de otros machos pergoleros. Al parecer hay una hembra por la zona y está yendo de chiringuito en chiringuito a ver cuál cumple con las características idóneas para comprometer su descendencia, vamos, que está buscando al que más le pone.

La lluvia ha cesado y Pedrito baja hacia la pérgola con un piar frenético. De repente asoma la cabeza emplumada una hembra que se acaba de posar en lo alto de una rama. Allí está. Sin quitar ojo, sin que se le escape un detalle. El pergolero ahora se hace un poco el distraído y empieza a entonar unos silbidos que dejan la boca abierta a los becarios detrás de las pantallas. El profesor Wang sonríe, no es la primera vez que escucha la maravilla que viene a continuación, Pedrito imita el sonido de una especie de serpientes de cascabel, de las ramas agitadas por el viento e incluso el sonido de taladoras de árboles (aquí otra vez los humanos dando lo mejor). Después con un canto rítmico y suave atrae a la hembra que se decide a bajar y a inspeccionar la zona.

Pedrito se desplaza a su alrededor con un baile que ya me hubiera gustado a mi con dieciocho años. La hembra investiga los pétalos, las semillas, las nueces dispuestas simétricamente en el suelo. Y finalmente, cuando los pulmones de Pedrito deben estar a punto de estallar, se hace el silencio. La pájara atraviesa la pérgola y pica tímidamente una lombriz de la fruta que Pedrito había colgado estratégicamente. No parece tonta, es de agradecer que una maratón de sexo no te pille con el estómago vacío. Y aquí es cuando las cámaras se deberían haber fundido en negro para dejar cierta intimidad a la nueva parejita. Pero no. La ciencia no entiende de discreción. Los chavales aplauden, silban, detrás de las pantallas en el centro de control, el éxito es de Pedrito y un poco de todos ellos. Martina y Jorge se abrazan, están emocionados, sudando, tienen material más que suficiente para terminar sus tesis. El abrazo se alarga en mitad del jolgorio y se miran a los ojos y ven lo de siempre, o quizás algo diferente, ahora mismo no lo saben.

Jorge se despide de la gente y emprende el rumbo a la cabaña. Martina se queda más atrás porque tiene que terminar de concretar datos con el profesor Wang. Mañana se van de Nueva Guinea. Jorge camina con rapidez, está nervioso. En su interior nota algo que conoce bien, algo que no puede acallar. Llega a la cabaña y comienza a hacer la maleta. Podría estar haciendo la maleta o cualquier otra cosa porque no puede pensar en nada. Al cabo de un rato llega Martina, abre la puerta de la cabaña y no ve a Jorge. Sale por la puerta trasera hacia la zona que da a la playa. Lo ve a lejos, sentado en la orilla, con una cerveza en la mano. Se acerca lentamente, porque Martina, no solo no es tonta sino que además es perfecta. Algo ha pasado en Jorge y, quizás, algo pasa en ella. Y se acerca despacio, observando, examinando, no hay pétalos en el suelo, no hay torres de insectos, ni lombrices colgando, pero Martina sigue caminando lentamente por la pérgola que ha sido su amistad todos estos años. Y entonces llega a donde está Jorge, que como ya lo conocemos, sabemos que es sincero de cojones. Y un torrente de agua, como en las inundaciones, comienza a brotar de su boca arrastrando piedras, coches y contenedores. Arrastrándolo todo.