Por lo visto ese día los Reyes
Magos habían llegado a casa de mi abuela. Pero aquel año era especial porque un
fotógrafo se pasó por las casas del pueblo para hacer fotos a los niños con sus
regalos. Y la instantánea robó un momento especial y único que atesoro en el
joyero que heredé de mi abuela.
La mayor de los tres niños es mi
abuela Pura, es la única que mira a la cámara. Más bien enamora a la cámara
porque sus ojos sonríen casi tanto como su boca. Creo que es la mirada más
franca y más sincera que he visto jamás. A su lado, con el mismo corte de pelo
y una horquilla colocada en la misma posición está su hermana Julia, la mediana.
Julia no mira a la cámara porque está mirando a su hermana. Quizás alguna broma
o la simple expresión en la cara de su hermana hacen que Julia se encuentre en
una carcajada eterna que permanece desde entonces inmortalizada en el trozo de
cartón. Esta complicidad entre las dos se mantuvo hasta el último día de sus
vidas. Y por último, el pequeño Joaquín, que con algo menos de un año se
encuentra subido en un taburete en el centro y sujeto por las cuatro manos de
sus hermanas. Joaquín mira a alguien que parece estar al lado del fotógrafo y
que sospecho que sería mi bisabuela haciendo monerías para mantener la atención
del pequeño.
Creo que he observado esa foto
decenas de veces y hoy al volverla a mirar he descubierto algo nuevo en ella y
desconocido para mí. Hasta ahora, en mi atrevida ignorancia, siempre me había
extrañado que en la foto no apareciera el verdadero motivo de dicha retrato,
los regalos de Reyes. Me los imaginaba supuestamente a los pies de los retoños,
en aquella zona que la cámara no había podido abarcar. Pero no, hoy he mirado a
mi abuela y a sus hermanos, los tres tan repeinados y perfumados, tan
enfundados en tres abriguitos de paño idénticos… en efecto, los regalos de
Reyes los llevan puestos.