Por Marta
En el suelo habían quedado por barrer algunas
colillas de la noche anterior. La mejor cristalería, aún por estrenar, reposaba
en los estantes. La detonación hizo volar por los aires el bar de la Plaza
Coronado en lo que la policía denominó una operación “AISC” (Alto interés de seguridad ciudadana).
A pesar de la violencia de la maniobra se calificó de rotundo éxito cuando
sacaron del interior los cuerpos de los cinco asesinos más buscados de la
ciudad.
Julián Marbeleda, cincuenta y ocho años,
director de banco prejubilado. Mató a sus principios en el año noventa y tres.
Una mañana gris de otoño que recuerda mucho a la de hoy. Su firma bajo aquel
contrato resultó ser un arma letal. Pero
no le bastó con una única puñalada, se ensañó día tras día. Año tras año. En el
momento de la explosión desayunaba tostada con mermelada y café con leche en
vaso de cristal.
Ángeles Ávila, cuarenta y nueve años,
auxiliar administrativa. Culpable de matar su propio deseo. Un crimen lento,
poco escandaloso. Lo fue envenenando a base de pequeñas dosis estratégicamente
premeditadas. Un día negándose el rubor de un roce furtivo, al día siguiente
evitando un cruce de miradas. Esta mañana, después de una dieta estricta se
daba su primer lujo: croissant a la plancha.
Sara López, veintisiete años, estudiante de
máster universitario. Condenada por el asesinato de su dignidad. Junto con la
negación de los hechos intentó ocultar las pruebas claramente incriminatorias. Borró
en el móvil la conversación en la que se arrastraba para conseguir aquella
cita. Suprimió de su historial todas las copas que se había bebido sólo para
sentirse más bella, más poderosa. Esta mañana tenía el estómago cerrado, sólo
desayunaba un té negro con una nube de leche.
Guzmán Mateo, treinta y cinco años,
economista. Mató su curiosidad. De un golpe seco, por la espalda. Mientras su
novia se duchaba cogió su móvil y revisó todas sus conversaciones. Pese a la zozobra
del que se sabe culpable respiró tranquilo. Cuando se produjo la explosión
desayunaba un cortado con sacarina.
Ramón Vega, sesenta y dos años, camarero y
dueño del bar de la Plaza Coronado. El número de víctimas mortales que había
ocasionado a lo largo de su vida todavía no se sabía con exactitud. Había matado
con veneno a decenas de personas que habían entrado en su bar a desayunar.
Después de muchas semanas de investigación el círculo se había estrechado hasta
que la policía no albergó ninguna duda. Sus últimas cuatro víctimas nunca
fueron registradas en su expediente. Julián, Ángeles, Sara y Guzmán, murieron un
poco antes de que el veneno, cuidadosamente disuelto en sus bebidas, hiciera su
efecto.