Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.
domingo, 27 de octubre de 2019
Un gran aplauso
Con nueve años Jacobo había visto ya morir a cuatro
personas: su padre, su abuela, un transeúnte y su vecina Maribel. Este número,
muy abultado para su corta edad, fue, quizás, uno de los primeros detonantes
para lo que en un futuro sería su vocación y su verdadera pasión: la muerte.
Jacobo estaba especializado en ella. Tanto es así que tenía un ritual para
morir. La muerte tiene sus detalles, pequeñas pinceladas que hacen único a este
trance. No es lo mismo fallecer tras una larga enfermedad que encontrarse con
la muerte en un oscuro callejón. Y todo eso lo sabía Jacobo. Y también los
sabían directores, productores y directores de casting, que no son tontos.
Jacobo comenzó a actuar en la escuela de teatro de su
instituto, obras clásicas sobre todo. Después recorrió todo Madrid, de casting
en casting, buscando su oportunidad. En su madurez todos los papeles que
llegaban a sus manos eran cortos e intrascendentes para la trama. Casi siempre
personajes secundarios cuyo fallecimiento justificaba algún giro de guión: un
viejo exánime que desata la guerra entre herederos, un cabeza de turco o el
primer rehén que no sobrevive al asalto. Lejos de disgustarle esto a Jacobo le
apasionaba. Para él la muerte era algo digno. Representarla cada vez era una
gran responsabilidad.
Las mañanas en que iba a morir se levantaba algo más
pronto de lo habitual. Le gustaba llegar con tiempo al set de rodaje. La
alteración y las prisas no son recomendables ya que el pulso se acelera, se
enrojece la piel y puede provocarse una sudoración excesiva impropia de un
cadáver. Esas mañanas gustaba de prepararse un té bien caliente para desayunar.
Té chai con una nube de leche. No le
gustaba esta bebida especialmente pero para él los olores especiados de la
canela, el jengibre y el clavo estaban asociados a aquella merienda infantil de
cumpleaños en la que su vecina Maribel comenzó a encontrarse indispuesta poco
antes de su trágico final.
A continuación se vestía solemnemente con traje de
chaqueta y corbata. La azul marino de rayas o la de tartán que le trajo su
primo de Edimburgo eran sus favoritas, pero no era especialmente quisquilloso
con esto. Lo que nunca fallaban eran los calcetines negros de hilo de nylon. Si
el atuendo del personaje se lo permitía pedía que no se los cambiaran. Cuando
amortajaron a su padre fue él quien escogió unos calcetines de ese tipo y desde
entonces el tacto tan peculiar le conectaba con aquel momento.
Una vez vestido se situaba frente al espejo del baño
para realizar sus ejercicios faciales. Ceño fruncido, boca en círculo, sonrisa
amplia. Y vuelta a empezar. Hay algunos rictus propios del rigor mortis muy
difíciles de interpretar si los músculos no han calentado previamente.
Antes de salir a la calle se engominaba el pelo y se
rociaba con un perfume caro y espeso finalizando con un toque en la cara
interna de las muñecas.
Llevaba años realizando minuciosamente la misma
ceremonia y cada vez sus muertes resultaban más creíbles, más verdaderas. Una
vez que expiraba y dejaba salir el último hálito de vida el movimiento de su
respiración era absolutamente imperceptible incluso para las cámaras de última
generación. Si en esos momentos el espectador hubiera podido tocar al actor
seguramente hubiese sentido el tacto frío característico de un finado.
Justo el día que Jacobo cumplió sesenta años,
casualidades de la vida, recibió el regalo más importante de su carrera. El regalo
llegó en forma de carta y en ella le notificaban lo que sin duda sería el
colofón perfecto a su trayectoria. El papel con el que llevaba años soñando. La
Compañía Nacional le fichaba para interpretar el papel masculino en la obra
“Cinco horas con Mario”, de Miguel Delibes. Con una compañera de categoría,
nada menos que Lola Herrera. Toda la pieza confinado en un ataúd interpretando
a un muerto, por fin había llegado la hora de lucirse.
La noche anterior al estreno no pudo pegar ojo,
nunca le había pasado algo parecido. Tenía seguridad en sí mismo pero a la vez
del estómago le nacía una inquietud desconocida. Por la mañana se levantó con
tremendas ojeras y pensó que este detalle tonto resaltaría aún más su
actuación. Té chai con su nube de leche, traje de chaqueta, corbata de tartán y
calcetines de hilo nuevos a estrenar. Ceño fruncido, boca en círculo, sonrisa
amplia. Flus, flus, fragancia espesa y a la calle a triunfar.
El patio de butacas estaba a reventar. Entradas
agotadas hasta en el gallinero. Sabía que Lola Herrera tenía mucho tirón pero
él era el otro cincuenta por ciento de la obra. No podía defraudar. Un
hormigueo inusual le recorrió los brazos y las manos no le dejaban extrañamente
de sudar. Pensó que quizás hoy tanta teína hubiera sido innecesaria, se notaba
el corazón a mil.
Cuando se abrió el telón se hizo el silencio total.
Dos largas horas sin mover una pestaña. El traje le picaba, los zapatos le
apretaban y la corbata oprimía su cuello asfixiándole. Lola continuaba con su
soliloquio y Jacobo apenas la podía escuchar. Sólo escuchaba los latidos de su
corazón en sus oídos a todo volumen. La cabeza estaba a punto de explotarle y
entonces recordó a aquel hombre. Nunca supo su nombre, era una fría mañana de
invierno, Jacobo iba solo de camino al colegio. Lo encontró tendido en mitad de
la acera. Su cara había permanecido desdibujada durante toda su vida, era sólo
un niño, sin embargo, ahora, de repente, se le aparecía nítida. Ya no escuchaba
a Lola por detrás, ahora era otra vez ese niño feliz. Ese niño que jugaba con
su abuela a las cartas y que siempre tenía los bolsillos llenos de canicas y de
emociones. Ahora ya no sentía nada, sólo paz, y a lo lejos, quizás, un gran
aplauso.
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