Por Marta
El día que partiste mi casa se partió en dos.
Se abrió una grieta colosal e inmediatamente la mitad más débil, la que estaba
hecha con cimientos de plastilina colapsó y se derrumbó. Se formó una polvareda
tremenda y el estruendo se escuchó en muchas ciudades en las que aún no había
amanecido. Eran las cuatro de la tarde. Afortunadamente yo había salido a tirar
la basura en pijama porque siempre hay que tirar porquería después de una marcha
así. Además, como había tenido tiempo porque tu partida no nos pilló por
sorpresa bajé la basura clasificada, me hice la fuerte mientras la ordenaba
durante todos esos días espesos. Quizás algo de todo ello se pudiera reciclar,
poca cosa, las huellas del número cuarenta y uno de tus zapatos gastados, quizás,
pero la mayoría era materia orgánica, las espinas clavadas, las cáscaras que
protegían nuestra esencia, la pulpa medio podrida de bastantes sueños
incumplidos.
Tampoco había, por suerte, ningún transeúnte,
así que se podría decir que los daños se concentraron en mí. Enseguida se
arremolinaron en la zona multitud de curiosos y en un tiempo indeterminado que
no sabría si fueron cinco minutos o cincuenta también acudió la policía, los
bomberos y los periodistas. Los policías me tomaron declaración y apuntaron en
una libreta los datos que creyeron relevantes: años juntos, últimos detalles
tiernos que recordaba, si había notado antes algún temblor insospechado bajo
mis pies. A todo respondí que sí, o que no, ya no lo recuerdo. Los bomberos,
por su parte, apagaron un pequeño fuego que se había originado en el
dormitorio, justo debajo de la cama. Yo conocía esas ascuas, muchos días había
soplado y removido las brasas sin éxito, y tengo que reconocer, que cuando vi
esa llama tan violenta, devorando el colchón, no pude evitar sonreír. Fue lo
único de lo que me acuerdo. Un periodista que hacía las veces de fotógrafo tomó
instantáneas del momento. A todas sus preguntas contesté que no, o que sí. Al
día siguiente salieron todas las fotos a doble página en un periódico de tirada
nacional. Compré el periódico y no lo abrí hasta años después. Lejos de allí,
con las manos temblorosas, en una taberna de Puerto Cobre. No sabía lo que me
iba a encontrar a pesar de haber estado presente en aquel momento, a pesar de
haber sido la protagonista de tan desdichado suceso.
La primera imagen era una nube de polvo y
cascotes, no pude reconocer apenas ninguna esquina de la que fue mi casa. Era
una imagen gris de la mitad caída de mi casa. Los azulejos del baño y el papel
pintado del salón habían perdido sus colores al estrellarse contra el suelo.
Busqué sin éxito cosas fácilmente reconocibles, el jarrón con flores de la
entrada, la pelusa esa tan grande de detrás de la puerta, la bailarina del
joyero que me regaló mi abuela asomando entre los escombros. Todo era un
amasijo irreconocible. Un vómito de hormigón y vigas. Pasé la página y un
fulgor de colores me deslumbró. Fue como viajar de la Antártida a un país
caribeño en una vuelta de hoja. Esa sí que era mi casa. Parecía que habían
cortado una tarta y al separar el trozo se veían todas las capas de colores de
su interior intactas. El salón mostraba su mitad más acogedora, el sofá con los
cojines en el sitio exacto donde yo los solía colocar, la mantita en el
respaldo. El ficus, el ser más vivo que habitaba la casa, se mantenía salvaje e
impasible en su rincón. Sus hojas parecían más verdes de lo que yo recordaba,
al parecer le gustó dejar de ser una planta de interior. Del baño solo había
quedado la bañera, con esa cortina fea de lunares que elegí sin saber que
tendría espectadores. Y el lavabo, con nuestros cepillos de dientes. Encima el
espejo que había reflejado tu cara cada mañana y mi rostro cada noche, ahora
mostraba un cielo azul, limpio y despejado, a las cuatro de la tarde.
La imagen de la cocina era turbadora. El
frontal con los muebles permanecía anclado a la pared pero las puertas estaban
abiertas. Desde la calle se veían los platos, los vasos a punto de caer, en ese
momento justo donde el tiempo queda detenido antes de la tragedia. También se
veían las patatas fritas, las latas de conserva, el paquete de pan de molde
cerrado con un nudo. Un atento observador habría podido juzgar de un vistazo
nuestras carencias nutricionales.
La fotografía del dormitorio ocupaba una
página entera. Las cenizas de nuestra cama todavía humeaban, la ropa interior
tirada por el suelo. Sentí pudor al ver mis libros en la mesilla, cualquiera
podría haberlos visto y saber de que estaba hecha yo por dentro.
Pensé que de nuestra casa había quedado lo
mejor. Cuando una parte se derrumba es porque hay otra que queda en pie. Pedí
un trago de cachaza a la camarera, la especialidad de Puerto Cobre. Llegué a la
última foto. Era yo. Precisamente de pie, con los ojos muy abiertos. Pocas
veces uno tiene la oportunidad de observar a su yo del pasado en mitad de un
naufragio. Supe que era yo por mi pijama, por mi moño mal hecho, por mi esmalte
de uñas color amapola. Por lo demás
cualquiera hubiera sido incapaz de reconocerme, ya no quedaba nada en mí de
aquella mujer. Me quedé mirándola largo rato, haciendo preguntas a un trozo de
papel, escuchando de fondo las guitarras y marimboles de la taberna. Algo
quizás sí, un brillo lejano en los ojos, lo que algunos llaman alma.