Por Marta
Julia miró
a su padre. Se había vuelto a quedar dormido. Apoyadas las manos en el bastón y
guardando un equilibrio imposible en el estrecho banco de la cocina. Cocina,
salita de estar, habitación. Aquella estancia ejercía todas las funciones. No
había mucha diferencia entre que estuviera dormido o despierto, pero Julia
prefería verle dormido porque así podía imaginar que al abrirse los párpados
sus ojos volverían a ser los de su padre y no los de un extraño que mira sin
mirar.
Julia abrió
el cajón de la alacena y sacó las tres cartillas. Aprovechó que su padre dormitaba
como una niña traviesa que comete una travesura a escondidas. Aunque su padre hubiera
estado despierto no la hubiera recriminado nada, ya no. Además, él lo hubiera
hecho igual por mí, pensaba Julia.
Sacó de la bolsa
de tela un mendrugo de pan y le sacó la miga haciendo con ella una bola. Si no
resultaba efectivo lamentaría haber echado a perder un pedazo de pan blanco tan
apetecible y tan escaso. Abrió la cartilla de racionamiento de su padre y en el
último cupón sellado restregó con fuerza la miga de pan. La bola soltaba
pequeñas miguitas pero poco a poco la tinta del sello fue tiñendo la bola
blanca de pan. En la radio Conchita Piquer entonaba Ojos verdes pero
ella hacía ya meses que no tenía ganas de cantar.
Emilín entró corriendo y su alegría inundó la
única estancia de la casa. Sus ojos cada vez estaban más hundidos.
—Emilio,
hijo, ¿cómo traes las piernas?
—Ha sido el
gato de los señores. Que se me lanza cada vez que paso por el patio.
Julia
empapó un paño de agua fría para curar los arañazos. La piel de su hijo era aceitunada
y suave. El gato había hundido sus zarpas y las cicatrices se formarían sobre
otras anteriores. Julia acarició sus rodillas cada vez más huesudas.
—Quédate
con el abuelo, ¿me oyes? Cuídale. Voy a por comida. Y vete separando las
piedras de ese puño de lentejas.
Atravesó el
patio y el gato de los señores se acercó a ella con mirada altiva. Julia
se cercioró mirando a ambos lados y con un puntapié lo espantó.
En la calle
la cola llegaba hasta la esquina. Era primavera pero ya hacía calor y a Julia
le sudaban las manos más de lo habitual. Llegó su turno y sonrió al
funcionario. Por suerte le había tocado Manuel, conocido desde la infancia.
Entrego las tres cartillas, la última la de su padre. El funcionario selló las
dos primeras y al llegar a la última levantó la mirada.
—¿Cómo está
el don Aurelio?
—Bueno, ya
sabes, con la demencia ya no conoce…
—Pero sigue
comiendo bien… por lo que veo. Mientras se tenga apetito todo va bien. Mira mi
madre, dejó de comer y se murió a los dos días —continuó—. De todas maneras,
tráetelo algún día para que le veamos, reina, que ya sabes cómo son estas
cosas. Se empieza trucando un sello y se termina escondiendo al fiambre en el
armario.
Manuel rio
su propio chascarrillo y selló los cupones como si no hubiera visto nada. Le dio
la ración correspondiente menos la parte de su padre. Tienes suerte que estoy
yo solo, le dijo como despedida susurrando antes de llamar al siguiente.
Julia
sollozaba sin lágrimas de camino a casa. En el patio de entrada se cruzó con el
señor.
—Muy buenas,
Julita, ¿cómo está hoy el suministro? ¿Tenéis suficiente para los tres?
—Si, señor,
nos apañamos. – Julia emprendió el paso y el señor bloqueó su camino.
—Si
necesitas algo sólo tienes que decírmelo. No soy Jesucristo, pero ya sabes que algunas
noches puedo multiplicar los panes y los peces. - El señor miró a ambos lados para
cerciorarse y luego acarició la barbilla de la mujer.
El gato se
acercó a los pies de Julia con un bufido amenazante y ésta se apresuró para terminar
de cruzar el patio y meterse en su casa.
Cuando
Julia entró en la cocina solamente vio al abuelo, despierto ahora, y no ver a
Emilín le sobrecogió. Iba a preguntar a su padre, aunque sabía que sería en
vano, cuando descubrió al pequeño hecho un ovillo en el estrecho banco dormido al
lado de su abuelo.
—Emilio,
hijo, qué susto. No sabía donde estabas.
—Estaba
esperándote, pero cuando tengo mucha hambre y me duermo el tiempo pasa más
rápido.
Julia tragó
saliva y acarició la cabeza de su hijo.
—No te
preocupes, mi amor, ya no vas a tener más hambre. Pon un plato para el abuelo y
otro para ti que he cocido unos boniatos.
Era
medianoche y Julia daba vueltas en su jergón. El estómago le rugía, pero lo
peor eran los pensamientos angustiosos que se agolpaban en su cabeza. La luz de
la luna llena se colaba por la ventana de la cocina. Julia se levantó y bebió
un vaso de agua. La casa estaba tranquila.
Se asomó a la única habitación ocupada por su padre y su hijo. Ambos
dormían profundamente. Cerró su puerta. Julia se asomó de nuevo por la ventana
de la cocina sin dejarse ver tras los visillos y en la oscuridad distinguió el
movimiento que ya era rutinario los lunes por la noche. La luna llena iluminaba
el patio como una farola. Lo que solía ser un acto clandestino se mostraba
nítido ante sus ojos. El señor abrió el portón del patio y un coche
negro se introdujo en él. El conductor se bajó y saludó al señor con un
apretón de manos. El conductor abrió el
maletero y antes de continuar miró a ambos lados para cerciorarse. Desencajó la
cubierta de la rueda de repuesto y extrajo seis o siete paquetes de su
interior. La vista de Julia no alcanzó a ver si se trataba de azúcar, pescado o
aceite. Su mirada se quedó clavada en la sonrisa del señor. En esa cara
de tez aceitunada, piel suave y en esos dientes tan blancos y brillantes bajo
la luz de la luna.
El coche
arrancó y se fue después del trueque. Julia sabía que sólo tenía que dar un par
de golpes suaves al cristal. El señor era astuto como un zorro. El señor
era rápido como una gacela. El señor era silencioso como una serpiente. En
menos de una hora parte de esa mercancía estaría en su alacena y al día
siguiente la sonrisa de Emilín sería inmensa.
Pero Julia
dio un paso atrás. Se dejó caer en el jergón y lloró hasta quedarse dormida.
En el
silencio de la noche algo despertó el frágil sueño de Julia. Era el gato de los
señores maullando en su puerta. A Julia le recordó a los llantos de
Emilín cuando era bebé, cuando por más que mamara no conseguía sacar más alimento
de su pecho. Entonces no supo por qué lo hizo, los maullidos la iban a volver
loca; fue un arrebato o una idea que llevaba tiempo engendrándose en su cabeza,
pero se levantó con decisión y abrió la puerta de la calle dejando que el gato
se colara en casa. Sabía que era un remedio transitorio, pan para hoy, pero
ahora mismo Julia vivía al día. No dudó. La sangre ardiendo corría por sus
venas cuando sus manos apretaban con fuerza el cuello del animal. Sabía que si
la descubrían podía costarle la vida, pero ahora mismo solo le importaba ver
frente al plato, aunque fuera una única vez más, la sonrisa blanca y radiante de
su hijo.