Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



domingo, 18 de abril de 2010

Ni reglas ni cadenas

por María

Detrás de unas gafas de pasta, los enormes ojos de sor Patrocinio nos miraban inquisitivamente. Segundos después oíamos su carcajada ensordecedora. Nuestras respiraciones apenas eran perceptibles en el silencio sepulcral del aula. Tras unos instantes que nos resultaban eternos, su tremenda figura coronada por una larga toca azul, se levantaba. Era entonces cuando se ponía a andar de mesa en mesa, lentamente, como regodeándose en su caminar. Esos temibles paseos solían terminar, para nuestra desgracia, cuando se paraba bruscamente delante de la cara asustada de alguna alumna, a la que hacía salir al encerado.

Ese día fue Patricia Castaño la alumna que hizo pucheritos en la pizarra. Sus ojos suplicantes nos miraban intentando buscar las respuestas a las preguntas de la monja, pero a nosotras la lección ya nos daba igual. En esos momentos sólo nos preocupábamos de rezar para no ser las siguientes en salir.

En el patio, durante el tiempo de recreo, imaginábamos tener “poderes poderosos”. Soñábamos que la tiza de la alumna que estuviera en la pizarra se convertía en una varita mágica. Tras señalar a sor Patrocinio con ésta, la monja se hinchaba como un globo, un tremebundo globo azul y salía volando por la ventana de clase para no regresar nunca más. Es difícil olvidarse de aquella ocasión en que Teresa Pinto Retuerto, la menor de las Retuerto, se pasó media hora de pie, con lágrimas en los ojos, agitando y apuntando con la tiza a sor Patrocinio, que en vez de hincharse como un globo azul se estaba poniendo como un demonio, roja de ira.

Mis padres me contaron que, en sus tiempos de colegiales, los profesores solían usar algún que otro artilugio para pegar a los alumnos. Mi madre no se libró de recibir firmes golpes en sus dedos con una regla, mientras que a mi padre, los curas, le hacían separarse la oreja de la cara a la vez que enrollaban con saña en ella una pequeña cadena metálica. Me pregunto si por ese motivo tendremos ambos las orejas de soplillo. A sor Patrocinio no le hacía falta usar ni reglas ni cadenas, le bastaba con su sola presencia para intimidarnos. Su cara, su voz y sus estruendosas carcajadas nos atemorizaban más que si nos hubiera puesto un dedo encima.
El resto de profesores de quinto curso, salvo don Agustín, eran monjas también, pero ninguna nos infundía tanto respeto como ella. Recuerdo alguna que otra ocasión en que sor Fuencisla venía a sustituirla y todas las alumnas nos poníamos como locas de contentas. Una hora con Sor Fuencisla, nuestra monja preferida, siempre era sinónimo de fiesta. Por no hablar del pobre don Agustín, el cual se ocupaba de las clases de gimnasia. Dicho de una forma suave podríamos referirnos a él como el “hazmerreír del colegio”. Hacíamos con él lo que queríamos y nunca se atrevió ni a levantarnos la voz.

El primer día de clase de sexto curso fue el peor de nuestras vidas. La puerta se abrió contundentemente, chocando contra el pupitre en que se encontraba Begoña Salvatierra. Creíamos estar viendo visiones. No era posible que sor Patrocinio fuera la monja que estuviera mirándonos sonriente en el quicio de la puerta. En años anteriores ella no había dado clase a sexto curso, así que suponíamos que sólo se asomaba para saludar a sus antiguas alumnas. Sin embargo nos equivocábamos. Sor Patrocinio no sólo nos daría Matemáticas y Biología como otros años, a esas asignaturas se le sumaban Dibujo, Religión y Música, además de que para mayor desgracia, sería nuestra tutora. Nos esperaba un año infernal. Ese día estábamos tan deprimidas que ni siquiera nos dimos cuenta de que sor Patrocinio no subió el tono de voz en toda la hora y de que se había pasado todo el tiempo de clase con una amplia sonrisa.
Llevábamos una semana como alumnas de sexto curso y sor Patrocinio estaba rara. Una semana sin oír su característica carcajada después de una pregunta compleja; una semana sin sus temibles paseos; una semana sin que salir al encerado fuera un suplicio. Algo pasaba. ¿Sería posible que sor Patrocinio se volviera buena? Ya ni siquiera cruzábamos los dedos para que sor Fuencisla viniera a sustituirla.

Patricia Castaño, que había repetido curso, no se podía creer las cosas que le contábamos en la hora del recreo. Cuando empezaron las clases y se enteró de que no tendría ese año a la monja de sus pesadillas hasta lucía con orgullo los suspensos que la habían hecho repetir curso, pero unas semanas después nos envidiaba profundamente.


Era invierno y aquel lunes iba a cambiar el destino del colegio y de nuestras vidas. Sor Ángela y don Agustín entraron en clase. Fueron ellos los que nos dieron la noticia. Sor Patrocinio había fallecido. Celebrarían una misa en la capilla al día siguiente.
Teníamos once años. A esa edad la muerte todavía nos era ajena. Sin embargo la brusquedad del suceso nos impactó. Las lágrimas afloraron a nuestros ojos, otra vez a causa de la monja, pero por motivos bien distintos. Junto a éstas un sentimiento de culpabilidad se apoderó de nosotras por tantos años de odio hacia ella. Sor Patrocinio no salió volando como un globo por la ventana como tanto habíamos deseado, pero ya nunca regresaría.