QUIZÁ ALGÚN DÍA
Todo empezó cuando nos mudamos de casa. Era un adosado a
estrenar en las afueras de Madrid. “Viviendas
de lujo en un paraje de ensueño”, decían los carteles publicitarios con que
la constructora las anunciaba a bombo y platillo. Y no se equivocaban,
habitaciones amplias y luminosas, calidades excepcionales y unas vistas
inmejorables. Nuestra ilusión era enorme, casi tanto como el tamaño de nuestra
hipoteca. Por esas fechas acababa de
nacer nuestro primer hijo, Rodrigo, así que entre unas cosas y otras nuestra
cuenta corriente no atravesaba sus mejores momentos. Nos vimos obligados a
realizar sólo los gastos que fueran estrictamente necesarios y estaba claro que
decorar la casa no era uno de ellos. Lo provisional se fue convirtiendo en
definitivo con el paso del tiempo y no voy a ocultar que me avergonzaba que la
gente que venía a visitarnos viera todo tan desangelado como el primer día.
Habían pasado meses pero todavía las bombillas colgaban tristes del techo sin
una lámpara que las diera cobijo.
Fue mi marido, ante mis protestas, el que decidió que los
espejos de los baños no eran imprescindibles y que por el momento debíamos
aparcar el culto a la imagen. Acabé cediendo, más que por la inversión tan
ridícula que hubieran supuesto un par de espejos, por la pereza que me daba
elegir el modelo más adecuado y ponerme a la ardua tarea de colgarlo, dada mi
manifiesta falta de maña con todo lo relacionado con taladros, tacos, clavos y
demás utensilios diabólicos.
Al principio se hacía muy extraño. No aprecias realmente el
valor de algo hasta que te falta, y eso fue lo que nos ocurrió con los espejos.
Desarrollé una gran habilidad para ponerme las lentillas sin verme los ojos y a
la hora de maquillarme me apañaba con el espejito del coche. A Carlos apenas le
costó acostumbrarse. Además, por esas fechas tenía algún kilillo de más y al no
contemplarse en el espejo se ahorraba los disgustos de no verse tan atractivo
como quisiera. No es que no hubiera reparado en sus michelines, al fin y al
cabo no tenía más que mirarse la barriga, pero el hecho de no verlos reflejados
constantemente en el espejo ni de recrearse observándose después de la ducha
diaria provocaron que cada vez dijera menos esa famosa frase suya, tan repetida
como irreal: “Este lunes sin falta me pongo a dieta”.
Por unas cosas u otras lo cierto es que lo que en un
principio fue necesidad de ahorrar, pereza o dejadez se convirtió en un juego
para nosotros, sobre todo desde el día en que Carlos me planteó el tema, medio
en serio medio en broma:
− ¿Qué te parece si ya no compramos los
espejos? Podemos poner en su lugar las láminas de Beksinski que compramos hace
años. Además es que he pensado que podría ser un reto no vernos nunca más las
caras. Bueno, cada uno a sí mismo me refiero; a ti te veré cada día lo guapa
que estás, no pienso renunciar a eso− me dijo cogiéndome de la cintura y
besándome lentamente. − ¿Qué opinas?
− Pues no sé, me hace gracia, pero creo
que es imposible. Aunque no queramos nos veremos. ¿Qué me dices de los baños
públicos o los probadores de las tiendas? Y si no quieres verte más ¿qué
haremos con las fotografías?
− Créeme Esther, se trata de
planteárselo y hacerlo. En realidad yo ya llevo un mes jugando y todavía no me
he visto. Está claro que estamos rodeados de miles de espejos y de muchas
maneras de vernos reflejados pero sólo hay que proponerse no mirarlas. Yo por
ejemplo en el trabajo me lavo las manos enfrente de un espejo y no he
necesitado levantar la cabeza; y en cuanto a las fotos nos haremos uno al otro,
además tú siempre has sido más de fotografía de paisaje y monumentos, seguro
que no te cuesta tanto.
− ¿Y en las bodas? ¿Cumpleaños? ¿o si
alguien te envía un correo electrónico con fotos en las que sales?
− Pues se trataría de no verlas. El resto
del mundo puede contemplarte en múltiples fotografías pero no te van a obligar
a que tú lo hagas.
− Ya, creo que te entiendo, pero me
parece muy difícil. ¿Y hasta cuando duraría este juego?
− Podría durar toda la vida, o de
repente dentro de treinta años podemos decidir vernos otra vez…
− Pues ¡que susto! Será un salto muy
brusco- le dije imaginándome la situación. Pero te acepto el reto, a ver si es
posible.
Y fue posible. No negaré que hay que estar concienciado pero
con el tiempo te acostumbras y no es tan difícil como yo pensaba. Al principio
cuando me compraba ropa en las tiendas me la llevaba a casa a probármela con el
consejo de Carlos. Después decidimos adquirir la ropa por internet para evitar
la tentación de los espejos, pero luego desarrollamos tal habilidad y teníamos
tal nivel de concienciación que podíamos meternos tranquilamente en el probador
de cualquier tienda y no mirar a los espejos ni una sola vez, incluso aunque
nos rodearan por todos los lados. Lo cierto es que era un juego que nos
gustaba, nos hacía sentirnos más unidos.
A lo único que no pude acostumbrarme fue a la peluquería.
Sólo fui una vez desde que comenzó nuestro reto y fue el momento más duro,
apenas conseguía no mirarme. Comencé leyendo una revista pero cuando la
peluquera me dijo que mirara de frente lo pasé realmente mal. Cerraba los ojos,
miraba al techo, bizqueaba. Decidí no volver. Como mi melena era larga y rizada
los trasquilones no se notarían mucho así que mi marido pasó a ser mi nuevo
peluquero. Él tampoco tenía problema puesto que se lo cortaba yo con una
maquinilla. Una vez superado el tema de la peluquería el resto resultaba más
sencillo. Yo me maquillaba en casa y si bien al principio le preguntaba a
Carlos si llevaba más sombra en un ojo que en otro o el colorete similar en
ambos lados, luego ya no fue necesario y nunca nadie me dijo que fuera mal pintada.
Nos habíamos acostumbrado a la vida sin espejos.
Recuerdo perfectamente cuando decidí contárselo a mi hermana
Carmen, con la que tenía más confianza:
− Carmen, tengo que contarte algo, hace
dos años que no me veo.
− ¿Cómo dices? –
Mi hermana no entendía nada pero tras mi explicación y dado que
ambas somos muy parecidas no tardó en comprenderlo todo y en atar cabos de
ciertas actitudes mías de los últimos tiempos, como cuando me negué a ir a casa
de mis padres a ver el video de la boda de mi hermano Esteban. Le gustó tanto
la idea que dijo que se la pensaba proponer a su marido. Yo me alegré de habérselo
contado, siempre es bueno tener un cómplice por si fuera necesario hacer uso de
él. En cuanto a nuestros hijos Rodrigo y Carmela decidimos no hacerles
partícipes de nuestro juego, eran demasiado pequeños y no nos vimos en la
necesidad de tener que explicarles nada. Ya elegirían con los años.
Y estos fueron pasando, volando más bien. Salvo para nuestros
rostros.
Hoy tengo cincuenta y cinco años y me considero una persona
feliz. Es curioso pero aunque mis piernas hayan engordado, mi tripa no tenga la
tersura de antaño o mis pechos se hayan caído, yo siempre me imagino a mi misma
exactamente igual que cuando tenía treinta años. Me hace gracia pensar en que
todo el mundo me ve distinta a como me recuerdo yo y que precisamente yo sea la
equivocada. Sin embargo es maravilloso vivir sin saber que probablemente mi
rostro tenga arrugas o que si me tiño las canas es por evitar que la gente las
vea, aunque yo no sé si son muchas o pocas las que tengo. A Carlos y a mí nos
gusta este juego, pero ¡quién sabe! quizá esté cercano el día en que las viejas
láminas de Beksinski den paso a unos amplios espejos, no me gustaría que nadie
pensara que tenemos miedo a envejecer.
Quizá algún día.