Hace varios años iniciamos este
blog con la idea de colgar en él no sólo los relatos de ficción que fuéramos
escribiendo, sino también alguna que otra idea o pensamiento que por el camino
se nos ocurriera. Sin embargo, por distintos motivos únicamente hemos estado
compartiendo con vosotros los cuentos que han brotado dentro de estas cabecitas
de ajo. Hasta ahora. Hoy queremos inaugurar una nueva sección en la que verter
otro tipo de escritos: Los piensa-mientos de ajo. No nos gustaría tener que englobarlos en catalogación
alguna. Los piensa-mientos de ajo tampoco lo permitirían; ellos tienen su
propia personalidad, independiente e inclasificable. Sean ficción o realidad
esperamos que los disfrutéis. CdA.
PIENSA-MIENTO DE AJO 1. EL
CAMINO DEL GUSTO por María
Para Carmen Soria, que pronto volverá a gobernar sobre su camino del gusto.
“El camino del gusto es muy corto”, esa
fue la expresión que utilizó aquella monja de ojos saltones cuando nos explicó
alguna lección de ciencias relacionada con la alimentación. Recuerdo
perfectamente esa frase y como mientras tanto indicaba con sus dedos cuan de
corto era ese camino, unos cinco o seis centímetros aproximadamente, los que
iban desde la barbilla hasta el comienzo del cuello. Ella nos quería convencer
de la importancia de alimentarse de forma saludable y lo hizo del siguiente
modo. Desde que comienza el periplo de un alimento en nuestra boca hasta que
finaliza (ya sabéis como) sólo en el pequeño trayecto que va desde la punta de
la lengua hasta que lo tragamos - masticándolo y saboreándolo en toda nuestra
cavidad bucal- sólo en esa zona el sentido del gusto tiene algo que decir.
Después de atravesar esta zona ya dará lo mismo que se haya disfrutado de una
deliciosa ración de lasaña con generosa bechamel o que se haya comido sin
excesivo entusiasmo un platito de coliflor rehogada. Moraleja: No empeñes tu
salud por el disfrute de un recorrido tan breve como el de los cuatro dedos de
anchura que tiene el interior de tu boca. Tómate una manzana en vez de una
bolsa de patatas fritas, un pescado a la plancha con ensalada en vez de una
hamburguesa.
¡Ja!¡Y un jamón (nunca mejor dicho)! ¿Se
pensaba de verdad que nos iba a persuadir de ese modo? Para empezar, ¡es que
era una monja! A cualquiera de ellas se le presumen ciertas dosis de
austeridad, prudencia, templanza...uno no se las imagina, ya de por sí,
aderezándose la comida con una espléndida capa de kétchup ni chupando con
fruición las patas de un centollo. Claro que nunca entré en un comedor de las
susodichas como para hablar con conocimiento de causa. Pero en cualquier caso,
sea como fuere, lo cierto es que el camino del gusto será todo lo corto que
ella nos dijera, pero ¡menudo camino! En mi opinión estamos hablando de una de
las experiencias sensoriales más completas que existen, y no sólo es cuestión
del sentido del gusto. Esta experiencia comienza con la vista y el olor
del alimento en cuestión, ¿no es casi tan placentera la contemplación de una
paellera y el aroma que exhala como la propia paella? Quizá sea exagerar, pues el
sentido estrella en esto del comer es el gusto, pero no me negarán que
hay cierta complementación entre todos ellos. Por ejemplo el tacto. ¡Qué
gustosa sensación la de morder el extremo de una pizza calentita con chorreante
queso fundido! O, por ejemplo, la de (ahora sí) chupar con fruición las patas
de un centollo o sentir como un trozo de chocolate se va derritiendo poco a
poco dentro de la boca. Habrá quienes opinen que incluso entra en juego el
sentido del oído (el tintineo de las cazuelas, el crepitar de un huevo
friéndose en la sartén...).
Bueno, toda esta anécdota de la monja y
el posterior delirio “gastrosensorial”
venía a cuento para introduciros que
actualmente me debato entre las virtudes de la comida sana y los placeres que me
provoca la que no lo es tanto. No significa esto que la comida sana no puede
ser también un placer, por suerte hay recetas que son a la vez ricas y
saludables, pero la regla general es lamentablemente la contraria. Cuanto más
bueno está algo peor va a ser para nuestra salud, y para colmo, dichos manjares
no sólo no suelen ser beneficiosos para nuestro organismo sino que además se
alojan en nuestras cartucheras con ánimo de permanencia.
Me gustaría ser ese tipo de persona que pasa
por delante de una pastelería y no percibe como la palmera de hojaldre cubierta
de chocolate le está susurrando “cómeme” mientras que la bomba de nata de la
balda de abajo le hace una seria competencia cuchicheando “a mí, a mí, yo estoy
más buena”. Pero por desgracia no soy ese tipo de persona y tengo que luchar frecuentemente
con esa fuerza interior alojada en mi estómago que devoraría con el mismo
frenesí tanto en pastelerías, como en restaurantes de cualquier hecho y
condición, no soy para nada racista (léase hamburgueserías, restaurantes
asiáticos, árabes, de cocina tradicional, de fusión, pizzerías...etc).
Sin embargo, aunque pudiera parecer lo
contrario intento contenerme en mi día a día y, a media mañana, elijo tomarme
una manzana en vez de un croissant a la plancha con mantequilla y mermelada
como sin duda preferiría. ¿Estaré haciendo bien? Desde el punto de vista de mi
salud parece una decisión acertada, pero ¿qué hay de mi felicidad?¿no sería
mejor si tomara siempre lo que el cuerpo me pidiera en vez de lo que mi cabeza me
dicta que debo comer?
Todas estas cuestiones me llevan a
fabular junto a los que me rodean (lo cierto es que somos muchos los que
sufrimos esta disyuntiva) sobre un mundo al revés en lo que a comida se
refiere. En este lugar los alimentos que ahora engordan y no son especialmente
beneficiosos para la salud serían los más sanos, y al contrario, los que ahora
son más recomendable no lo serían tanto. ¿Os podéis imaginar las conversaciones? Serían
por ejemplo de este calibre:
-Oye,
termínate de una vez las golosinas y los gusanitos esos Luisito, el próximo día
olvídate de tomarte una pera antes porque te quita el hambre. Mañana te voy a
poner para comer unos macarrones carbonara y olvídate de tanta acelga ¡que
estoy ya cansada de decirte que te vas a poner como una bola!!
O por ejemplo:
-Como
mañana es domingo voy a hacer un pescado hervido, que ya estaréis cansados de
tomar toda la semana pizzas y rissottos y de vez en cuando hay que cometer
algún pecadillo.
O:
-Mira,
deja de atiborrarte de naranjas y mandarinas y acábate de una vez la mousse de
chocolate blanco con coulis de fresas, que me tienes harta. No sé qué hacer con
esta chica, toda la vida enseñándole en casa las buenas costumbres, la
importancia de mojar pan con el tocino y el chorizo del cocido, la necesidad de
tomar dos o tres torrijas a la semana, los profiteroles con salsa de chocolate
caliente a diario... y a esta no le da nada más que por tomar no sé qué
crudités de apio y zanahoria que se me va poner enferma de tanta
guarrería.
La verdad es que creo que voy a dejar de
escribir y pensar en estas cosas porque por un momento me he creído que eran
ciertas y que mañana me podría desayunar un donuts de crema sin cargo de
conciencia. Pero no, creo que será manzana otra vez.
El mundo de la comida es que da para
mucha reflexión. De pequeña escuché una conversación sobre cómo sería el mundo
si inventasen unas pastillas que sustituyesen para siempre a las comidas, sin
que nuestra salud sufriera ningún tipo de contratiempo. Dichas pastillas se
ingerirían en desayuno, comida y cena, y con los avances que hay actualmente no
me extrañaría nada que alguna mente perversa las tuviera ya en fase
experimental.
Imagina un mundo sin comidas. Para
empezar, se acabaron las horas perdidas en la carnicería, en la frutería, en la
pescadería, en la panadería (básicamente en todo lo que acaba en –ía y que
suministra alimentos), ya no habría que destinar como mínimo un tiempo semanal
para hacer la compra, ni meterla en bolsas, ni subirla cargados a casa, ni
meterla en los armarios ni en la nevera. Básicamente porque no habría nevera ya
que directamente no habría cocina. Las cocinas serían sustituidas por elegantes
pastilleros que podríamos guardar en cualquier otra parte de la casa.
Por supuesto olvidarse del tiempo perdido
en cocinar, en pensar qué comer mañana o qué cenar pasado, nada de fregar los
cacharros, limpiar el horno o rascar en la vitrocerámica los pegotes difíciles.
Adiós a las digestiones pesadas, a los ardores de estómago o incluso a los
kilos de más.
La vida social no tendría por qué
resentirse porque seguiríamos quedando, en vez de a comer, a “tomarnos la
pastilla”. Y los locales en vez de mesas con sillas sólo tendrían mullidos
sofás en los que nos sentaríamos a charlar en vez de esperar impacientes a que
los camareros nos sirviesen el entrecot al punto.
¡Qué gusto no tener que soportar los
ruidos de los que engullen palomitas en el cine y no te dejan enterarte de la
mitad de la película!
En Navidad tampoco habría grandes gastos
en mariscos, ni atracones de cochinillo ni siquiera habría que comerse las
uvas. Con un pastillazo nos quitábamos todo de golpe.
Y en los cumpleaños podríamos también
soplar velas, que no estarían encima de la tarta, sino que por ejemplo las
sujetarían en las manos los invitados. Que ya no se llamarían invitados porque
en realidad la pastilla se la traerían cada uno de su casa.
Si pensamos en términos de tiempo y
dinero que nos ahorraríamos parece una opción deseable. Es impresionante todo lo
que está montado alrededor de la comida y que podría desaparecer de un plumazo
si esas pastillas mágicas existieran.
Por un momento mientras pensaba en la
cantidad de tiempo y quebraderos de cabeza que me iba a quitar de encima ha
estado a punto de seducirme la idea. Pero ha sido un momento muy breve. Después
he pensado en Lloyd.
Lloyd es ese tipo de persona del que de
vez en cuando te acuerdas, te asalta su imagen de repente, al igual que la
frase de la monja. Da igual que pasara fugazmente por mi vida y sin la más
mínima relevancia. Me sigo acordando de él.
Lloyd era un tipo de color que conocimos
en un restaurante de Londres. Era un restaurante italiano, se llamaba Strada y
buscando en internet he visto que debe ser una cadena porque sólo en Londres hay
unos cuantos. La comida estaba bien, sin estridencias, pero lo que más me
gustó, además de la compañía, fueron las vistas. Creo recordar que tenía un par de
alturas y la pared frontal era toda una cristalera que estaba justo enfrente de
London Bridge. Cenar viendo el puente, el Támesis y la City iluminada me pareció espectacular.
Nos fijamos que en la mesa de al lado
estaba cenando un chico sólo. Yo he comido sola muchas veces, entre semana,
pero no es lo mismo que salir a cenar un sábado por la noche. No debe ser muy
habitual porque sólo lo he visto otra vez en mi vida, cenando en un restaurante
africano en Madrid, y fíjate por donde que me acuerdo de ambas ocasiones. A
Lloyd también le debía parecer extraño, a pesar de que nos contó que lo hacía
de vez en cuando, pues cuando estábamos terminando los postres se puso a hablar
con nosotros y, sin que nadie se lo pidiera, él mismo intentaba explicar el
motivo por el cual estaba allí, sin nadie acompañándole. Lo cierto es que era
una persona muy agradable, a la salida estuvimos quizá una media hora hablando
con él, de pie, junto al río. Daba clases de baile en su casa. Nos dio incluso
su teléfono móvil y nos ofreció alojarnos en su apartamento en otra ocasión.
Recuerdo eso y lo del tiramisú.
Nos dijo que el tiramisú de ese local era
suficiente razón como para perder la vergüenza (no creo yo que tuviera
demasiada), arreglarse e ir a cenar allí (vivía cerca). Que porque no tuviera
pareja no tenía por qué renunciar a salir a cenar un sábado por la noche, a disfrutar
de las vistas, y de lo que definió algo así como una “explosión celestial en su
paladar”. Cuando se refería al tiramisú cerraba los ojos durante varios
segundos como volviendo a degustar la última cucharada de dicho postre.
Cuando tomo tiramisú suelo acordarme de
él. Y si vuelvo a cenar en el Strada (doy por supuesto que volveré a Londres)
obligatoriamente pediría el tiramisú. A mí también me gustaría sentir esa
explosión, el sentido del tacto y el gusto fundidos en completa armonía.
Y esto es todo. Si acabásemos con esto
acabaríamos con Lloyd y su tiramisú. No elegiría un mundo de pastillas por
mucho tiempo o dinero que me ahorrase. Esa comodidad no me merecería la pena si tuviera
que renunciar a la que he definido como una de las experiencias sensoriales más
completas. Y me da igual lo largo o corto que sea el
camino del gusto, existe y quiero disfrutar de él. Probablemente el tipo de
persona que elegiría esas pastillas sustitutivas coincidiría con el tipo de persona
que pasa por delante de una pastelería y no percibe como la palmera de
chocolate le llama desde la vitrina. Pero no soy ese tipo de persona.
Lamentablemente. O no.