Por
Marta
Cuando
se desató el incendio en Carencia del Valle, pueblo de cincuenta y tres
habitantes censados, todo el mundo dormía. Esa noche “todo el mundo” eran
ciento cuarenta y nueve almas porque en verano y con motivo de las fiestas patronales
a San Roque el pueblo triplicaba su población.
Emiliana
y Martín dormían abrazados cuando las llamas subieron al segundo piso en el que
estaba su dormitorio. Emiliana dormía todo el año con calcetines. Martín, sin
embargo, que era un hombre fuerte y vigoroso nunca pasaba frío. Ni en los
inviernos más duros. A veces agarrado a Emiliana en las noches de verano como
aquella, sudaba como un pollo, pero incluso dormido necesitaba permanecer asido
a esa mujer menuda y vivaz que había sido el pilar de su vida. El fuego calcinó
sus cuerpos dejando la instantánea de un hombre gigantesco que, como un oso,
abrazaba a su presa.
En
la casa de Asunción y Paco, como si se tratara de una familia humilde, se
escatimaba hasta en lo más básico. Lo cierto es que no lo era en absoluto.
Asunción había heredado muchas tierras que Paco cultivaba sin descanso y en el
banco tenían más dinero que la suma de unas cuantas familias del pueblo. La
noche del incendio, como todos los años el día antes de la fiesta, Asun había
dejado preparada en la silla la ropa que tenía que ponerse Paco para la misa. A
los pies los zapatos de los domingos. Sin lustre pero con las tapas renovadas
hacía dos años. Ella había dejado preparadas en la mesilla las dos únicas
alhajas que tenía, una pulsera y un anillo que llevó su madre en su día.
Ardieron con la misma rapidez que los fajos de billetes que guardaban bajo la
segunda baldosa de la derecha a la entrada de la salita de estar.
Marcelina
vería su deseo cumplido la noche del incendio. Tenía noventa y tres años y
llevaba los últimos meses rogando “diosmíollevamepronto”. Desde que se cayó,
rompiéndose la cadera, llevaba una existencia penosa. De la cama al sofá y de
éste a la cama. Había dejado de jugar a la brisca con las vecinas, había dejado
de salir las noches de verano a la puerta de casa “al fresco”, había dejado de
comer con ilusión el tronco de la lechuga y el currusco de la barra de pan. Se
estaba dejando morir, decía su hija a los vecinos. Aún así, cuando vió las
llamas entrar por la ventana en su habitación lo último que sintió fue que aún
no estaba preparada.
Prudencio
había hecho honor a su nombre toda su vida. Pero la noche del incendio se
acostó con la convicción de que mañana todo cambiaría. Se había visto viejo
frente al espejo aunque tenía solo cuarenta y dos años. Desde que Mariana había
llegado a Carencia todo era diferente. Si veía el brillo de sus ojos al reír,
le apetecía besarlos y al instante sentía una presión en el pecho. Si su larga
melena rojiza le rozaba al servirle el plato ansiaba acariciarla. Si entraba en
el bar y ella no estaba detrás de la barra sentía otra vez la misma presión en
el pecho. Mañana era el día de la fiesta grande. La sacaría a bailar.
El
fuego fue intencionado. Eso pondría en el informe policial posteriormente, pero
la auténtica realidad es que Adolfito “El charca”, el autor de la tragedia,
nunca había poseído el suficiente conocimiento como para realizar algo con
intención o sin ella. Prueba de ello es que después de prender la llama que arrasaría
al pueblo se metió en la cama como uno más. La muerte de Adolfito “El charca”
no sería menos trágica que el resto de su vida ya que con tan sólo tres días su
madre lo quiso ahogar en una charca y la Guardia Civil salvó su vida
milagrosamente. Pero la verdad es que la benemérita salvó únicamente su vida
física ya que la mental sufrió graves secuelas y quedó para siempre sepultada
en el fondo de la charca.