En el
preciso instante en el que Marita Colmenar salió del agua el recién jubilado
del bañador azul clavó el “aplicador” en la arena. El nombre de “aplicador” lo
había puesto su mujer, que era de letras puras, y que se le daba muy bien poner
nombres. Dicho artilugio de plástico, que supuestamente permitía clavar la
sombrilla con mayor facilidad, había sido un boom de ventas entre la tercera
edad. Él llevaba aplicando su sombrilla en la arena de Cullera desde el año
noventa y nueve en el que compraron el apartamento, pero ésta era la primera
vez que lo hacía estando jubilado. Era un cambio importante, sin embargo, él no
notó ninguna diferencia.
Cuando
Marita Colmenar surgió del agua la joven del bikini rosa flúor cambió la
canción de su ipod. De “Stand by me” a “La Gozadera”. Un cambio radical, pero
ella ni se inmutó. El movimiento rítmico de su pie derecho siguió siendo el
mismo. En el tobillo llevaba un tribal tatuado. De todas las intervenciones por
las que había pasado su cuerpo, ésa había sido, sin duda, la más dolorosa. Si
cerraba los ojos, todavía podía sentir la maldita aguja pinchando en el hueso. El
rosa, por cierto, ya no era tan flúor
como el verano pasado.
La salida
de Marita Colmenar coincidió con el momento en el que la mujer que caminaba por
la orilla veía un testículo al hombre de la sombrilla de Cruzcampo. Lo vio de
pasada, de refilón, mientras caminaba hacia su toalla. Un testículo rebelde que
se escapaba de la redecilla del bañador. Lo cierto es que desde que se quedó
viuda no había vuelto a ver ninguno. Pero no sintió nada, ni el más mínimo
rubor ni cierto asco. Nada. Siguió caminando a paso ligero, su peso pluma
apenas dejaba una tenue huella en la orilla.
En el justo
segundo en que la silueta de Marita Colmenar abandonaba el mar, la chica hippie
de la cinta morada en el pelo buscaba distraídamente un mechero en su bolsa del
Banco Santander. La bolsa, la esterilla y la silla reclinable las había
heredado de sus tíos, fallecidos sin otra descendencia, junto con la propiedad
del pequeño pisito en cuarta línea de playa en el que se había instalado sin
fecha de salida. Se sentía pletórica, por fin aquellos dos deshechos por los
que nunca sintió ningún cariño se habían ido al hoyo. Lo que nunca sabría, ella
ni nadie, es que aquellos no tan inocentes ancianos podrían haberla hecho
multimillonaria de haber recibido mejores atenciones por su parte. Las cuentas
de cifras mareantes diseminadas en diversos paraísos fiscales se perderían para
siempre, como su mirada aquella mañana en el azul del océano.
Al mismo
tiempo en que Marita Colmenar emergió de las aguas del Mediterráneo las dos
niñas del balón hinchable de Nivea se
reían nerviosas. Llevaban un buen rato observando disimuladamente los pezones
erguidos de las dos alemanas que hacían
top less dos toallas más a la derecha. Las germanas, oriundas de Stuttgart,
ya habían mudado la piel, del blanco lechoso al coral en sólo dos días de
playa.
El grupo de
adolescentes no estaban mirando hacia el mar en el instante en el que Marita
Colmenar surgió de entre las olas. Los adolescentes no solían nunca mirar el
mar. Bajaban sin sombrilla, con gafas de sol y gorra. Jugaban a las cartas y a
veces al fútbol. Pero se cansaban rápido, se cansaban de todo rápido. Se
sentían incomprendidos, maltratados por sus padres, por sus profesores y por la
sociedad. Y a nadie parecía importarle. Ellos habían venido al mundo para
soñar, para hacer algo grande, para ser reconocidos. Pero, incluso todo eso
podía esperar, ellos habían venido ese verano al Levante español para follar.
Yo fui una
de las pocas personas que vieron salir a Marita Colmenar del agua. Fui de las
pocas personas que vi como el mar la devolvía, ya sin vida. Hacía un rato
también la había visto meterse, feliz y
decidida. Me había fijado en ella porque sonreía diferente, estaba relajada, en
paz. Y la verdad es que a mí me dio
envidia. Yo estaba pensando en mi desgracia, en mi divorcio,
en las pocas ganas que tenía de vivir.