Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



lunes, 3 de abril de 2017

CULLERA 12:38

por María y Marta
 
En el preciso instante en el que Marita Colmenar salió del agua el recién jubilado del bañador azul clavó el “aplicador” en la arena. El nombre de “aplicador” lo había puesto su mujer, que era de letras puras, y que se le daba muy bien poner nombres. Dicho artilugio de plástico, que supuestamente permitía clavar la sombrilla con mayor facilidad, había sido un boom de ventas entre la tercera edad. Él llevaba aplicando su sombrilla en la arena de Cullera desde el año noventa y nueve en el que compraron el apartamento, pero ésta era la primera vez que lo hacía estando jubilado. Era un cambio importante, sin embargo, él no notó ninguna diferencia.

Cuando Marita Colmenar surgió del agua la joven del bikini rosa flúor cambió la canción de su ipod. De “Stand by me” a “La Gozadera”. Un cambio radical, pero ella ni se inmutó. El movimiento rítmico de su pie derecho siguió siendo el mismo. En el tobillo llevaba un tribal tatuado. De todas las intervenciones por las que había pasado su cuerpo, ésa había sido, sin duda, la más dolorosa. Si cerraba los ojos, todavía podía sentir la maldita aguja pinchando en el hueso. El rosa, por cierto,  ya no era tan flúor como el verano pasado.

La salida de Marita Colmenar coincidió con el momento en el que la mujer que caminaba por la orilla veía un testículo al hombre de la sombrilla de Cruzcampo. Lo vio de pasada, de refilón, mientras caminaba hacia su toalla. Un testículo rebelde que se escapaba de la redecilla del bañador. Lo cierto es que desde que se quedó viuda no había vuelto a ver ninguno. Pero no sintió nada, ni el más mínimo rubor ni cierto asco. Nada. Siguió caminando a paso ligero, su peso pluma apenas dejaba una tenue huella en la orilla.

En el justo segundo en que la silueta de Marita Colmenar abandonaba el mar, la chica hippie de la cinta morada en el pelo buscaba distraídamente un mechero en su bolsa del Banco Santander. La bolsa, la esterilla y la silla reclinable las había heredado de sus tíos, fallecidos sin otra descendencia, junto con la propiedad del pequeño pisito en cuarta línea de playa en el que se había instalado sin fecha de salida. Se sentía pletórica, por fin aquellos dos deshechos por los que nunca sintió ningún cariño se habían ido al hoyo. Lo que nunca sabría, ella ni nadie, es que aquellos no tan inocentes ancianos podrían haberla hecho multimillonaria de haber recibido mejores atenciones por su parte. Las cuentas de cifras mareantes diseminadas en diversos paraísos fiscales se perderían para siempre, como su mirada aquella mañana en el azul del océano.  

Al mismo tiempo en que Marita Colmenar emergió de las aguas del Mediterráneo las dos niñas del balón hinchable de Nivea se reían nerviosas. Llevaban un buen rato observando disimuladamente los pezones erguidos de las dos alemanas que hacían top less dos toallas más a la derecha. Las germanas, oriundas de Stuttgart, ya habían mudado la piel, del blanco lechoso al coral en sólo dos días de playa.   

El grupo de adolescentes no estaban mirando hacia el mar en el instante en el que Marita Colmenar surgió de entre las olas. Los adolescentes no solían nunca mirar el mar. Bajaban sin sombrilla, con gafas de sol y gorra. Jugaban a las cartas y a veces al fútbol. Pero se cansaban rápido, se cansaban de todo rápido. Se sentían incomprendidos, maltratados por sus padres, por sus profesores y por la sociedad. Y a nadie parecía importarle. Ellos habían venido al mundo para soñar, para hacer algo grande, para ser reconocidos. Pero, incluso todo eso podía esperar, ellos habían venido ese verano al Levante español para follar.

Yo fui una de las pocas personas que vieron salir a Marita Colmenar del agua. Fui de las pocas personas que vi como el mar la devolvía, ya sin vida. Hacía un rato también la había visto meterse,  feliz y decidida. Me había fijado en ella porque sonreía diferente, estaba relajada, en paz.  Y la verdad es que a mí me dio envidia. Yo estaba pensando en mi desgracia, en mi divorcio, en las pocas ganas que tenía de vivir.