Por Marta
Esta historia tiene
cuatro protagonistas. Martina, Jorge, el pájaro pergolero y la pájara
pergolera. Bueno y yo, que sería el quinto, que soy el narrador, un bicho raro
de narrador, políticamente incorrecto como nunca debiera serlo un narrador y
nada imparcial, lo que me convierte algo así como en otro personaje más, según
dirían los manuales de escritura creativa.
El
pájaro pergolero vive en un luminoso bosque de Papúa Nueva Guinea. La pájara
pergolera tres árboles más allá. Martina vive en Aluche en la zona de
Campamento. Jorge tres barrios más allá, en Pozuelo. Bastante cerca pero
bastante lejos, como apostillaría mi cuñado en la sobremesa de cualquier
domingo porque él, como todos los cuñados del mundo, todo lo sabe y todo lo
apostilla.
Martina
es jodidamente perfecta. No voy a detenerme en describir a alguien así porque
la perfección es relativa, para unos alta, para otros, morena, para unos
misteriosa, para otros, extrovertida… imagináosla como os plazca, da igual, si
os gustan las rubias pues rubia, con un pelo perfecto, que hasta el moño más
cutre le queda bien. Pero sobre todo es perfecta por dentro y eso ya, me
diréis, es más subjetivo aún. Y tenéis razón, pero es que yo ya os dije que no
soy nada imparcial. Martina es mundialmente perfecta porque para una persona en
el mundo, al menos, lo es.
Jorge, que
vive en Pozuelo, no es pijo, y digo esto porque nos conocemos. Y quiero dejar
claro que Jorge es un tío cojonudo que podría vivir en Pozuelo, en Cincinnati o
en Río de Janeiro. A Jorge lo que le pasa es que es un ser humano y hace cosas
de ser humano. Respirar, comer tres veces al día, equivocarse, cagar. Todo eso
hace Jorge casi a diario. Hay una cosa, sobre todas las cosas que tiene Jorge
que le hacen un poco diferente a los seres humanos y es que jamás, pase lo que
pase, se engaña a sí mismo ni a los demás. Sincero de cojones. No quiere decir
que no tenga tacto o que suelte cualquier cosa impropia que se le pase por la
cabeza. No. Las mentiras piadosas las trabaja como el resto. A él lo que le
pasa es que la sangre le corre por las venas como el agua por las calles cuando
hay una inundación. Esas imágenes que salen en la tele del agua marrón que se
lleva piedras, contenedores, coches. Así es Jorge por dentro. Y eso es jodido,
no nos engañemos, eso es una puta cruz con la que carga y cargará toda su vida.
Y los
pájaros pergoleros, qué decir de ellos. Son la hostia.
Y qué
tendrá que ver Martina, con Jorge y con los pájaros pergoleros de Nueva Guinea,
te estarás preguntando. Podría hablarte metafóricamente y decirte que sus
caminos discurren paralelos bla, bla. Pues no. Lo que pasa es que Jorge es biólogo
y estudió en la Complutense y Martina es su compañera de universidad y son
amigos inseparables desde primero. Los dos hicieron la especialidad de
Ornitología y ambos están haciendo la tesis en el departamento de Etología o
comportamiento animal, para los no entendidos. Y resulta que sus tesis tratan
de la vida, obra y milagros del pájaro pergolero.
Además, y
para centrar aún más el asunto, Martina y Jorge disfrutan de una beca del
Ministerio que incluye una estancia en un centro de investigación del
extranjero y, como estudian el pájaro pergolero, el sueño de todo predoctoral
en su situación es viajar a Papúa Nueva Guinea para ver al pajarraco en su
hábitat. Y así lo hacen. Van en el avión, rumbo Papúa Nueva Guinea y hacen
escala en Doha. Martina enciende el móvil y tiene un mensaje de su novio que le
pregunta si ya han llegado y justo en ese momento Jorge también enciende el
móvil y también tiene un mensaje de su chica, preguntando algo similar y ambos
contestan que sí, que todo bien, que un poco cansados pero que cuando cojan el
siguiente vuelo en unas horas dormirán en el avión.
Después
cogen el avión y, efectivamente, duermen. Pero también hablan, hablan mucho. Y
ven el final de una serie que llevaban viendo semanas y que habían quedado para
ver el final en el viaje. Y se ríen cuando se acuerdan de la salida de campo de
Edafología de tercero que les diluvió y que el profesor no dejaba de dictar
apuntes. Y ven una y otra vez los vídeos de las cámaras instaladas en el bosque
de Papúa y que mañana verán en persona. El equipo del profesor Wang con el que
colaboran se ha encargado de ponerlas y de avisarles cuando fuera a comenzar la
época del cortejo. Y ya están allí. Nerviosos, felices. Por fin va a conocer a
“Pedrito” como han llamado a su pájaro pergolero, al suyo, a ese que llevan
semanas observando. Ese que comenzó tímidamente colocando un palito y después
otro en un claro cualquiera del bosque y que ahora mismo tiene en sus manos
(¿alas?) el futuro de dos estudiantes madrileños.
Cuando
llegan al centro de control en mitad del bosque se quedan impresionados. Por
fuera no es más que una choza camuflada entre las ramas de los árboles. Por
dentro hay más de veinte pantallas y una decena de estudiantes de todas las
partes del mundo se agolpan alrededor de ellas. Su “Pedrito” ha resultado ser
para otros su “Tom”, su “Mike” o su “Freddy”; y ellos… que se creían originales
bautizando a su pájaro como el bueno de Pedro Picapiedra. Pero eso es lo de
menos, la emoción de Martina y Jorge es una emoción compartida por otros tantos
frikis de los pájaros como ellos. Y eso mola, mola mucho, porque igual que a
unos les une cantar un gol, llevar una banderita o cargar con una virgen a
cuestas, a Martina y a Jorge les toca la fibra estar allí. Hablar de plumajes,
de fenotipos o de selección natural con cualquiera que se ponga por delante
durante una semana.
Todas las
pantallas reflejan imágenes de cada una de las más de veinte cámaras que hay
puestas en árboles, suelo y raíles invisibles que colocó el profesor Wang
cuando tuvo, hace semanas, la intuición de que ese pájaro y ese lugar eran los
correctos. Y no se equivocó. El espectáculo que se despliega ante ellos es
impresionante. Hasta para mí, que los pájaros ni fu ni fa. El jodido pájaro
pergolero ha construido una atalaya en mitad del bosque para caerse de culo.
Una especie de cenador a base de ramitas y palos que alcanza una altura
sorprendente para estar hecho solo con un pico del tamaño de mi uña. Pero esto
no es lo mejor, cada pantalla en la pared desvela los detalles de la maravilla
de su creación. La entrada a la pérgola es una alfombra acolchada de pétalos de
flores naranjas, cientos de ellos. A la derecha y a la izquierda de lo que
sería la puerta principal del cenador se levantan dos pilares, a modo de torres
defensivas, hechas de escarabajos, insectos y algo así como luciérnagas. Otra
cámara apunta hacia el interior del cobertizo y en ella se aprecia un círculo
hecho con setas color crema, a su lado una fila de semillas o bellotas
perfectamente dispuestas. En la parte superior, colgando del techo pequeñas
lombrices embadurnadas en la pulpa de alguna fruta exótica. Pedrito se afana
estos últimos días en la construcción, pronto vendrá ella a verlo, a evaluarlo,
a examinarlo. Si le gusta, si elige los genes de Pedrito, se dirigirá a la
parte de detrás del cenador para esperarle…y no me extrañaría que hasta se
pusiera un picardías de satén. Si se queda allí o se va a la pérgola del vecino
sólo depende de él. Si el viento desplaza una hoja o un palito, revolotea
histérico enseguida para colocarlo en su sitio exacto. Estos días está
terminando de construir los detalles más minuciosos de la pérgola. Está
utilizando guijarros, caracolas, vidrios rotos y tapones de botellas de
plástico que los cerdos de los humanos le hemos regalado. Y sí, en el centro de
la pérgola y a modo de altar hay un objeto, como una ofrenda, que acapara todas
las miradas. Un objeto que Pedrito luchó por conseguir y que quizás incline la
balanza a su favor en la elección de la hembra: una lata de Coca-Cola. Una puta
lata de Coca- Cola.
Han pasado
cinco días desde que Martina y Jorge están allí. En ese paraíso sin conexión.
Sin dobles sentidos, el wifi llega con el viento, como las nubes, una vez al
día si hay suerte. Cinco días intensos que parecen diez; tomando notas,
observando detalles, intercambiando opiniones con el
profesor Wang. Llegan a sus cabañas por las tardes reventados después de andar
diez kilómetros desde el centro de control. Las cabañas están al pie de la
playa y por las noches Jorge prepara una infusión y se la toman viendo el mar.
Bueno, imaginan que es el mar porque la luna no está de su parte y solo ven un
enorme vacío negro. Pero huele a mar. Y los días lluviosos están a punto de
llegar y con ellos el día grande del cortejo.
En una mala
época, cuando algo malo sucede, uno piensa “todo pasará”, sin embargo, qué poco
pensamos en que esa frase se aplicará con la misma rotundidad cuando los
vientos son favorables. Y el viento, precisamente, trajo el olor a humedad casi
al mismo tiempo que la llamada del profesor Wang rompía el silencio de la
noche. Se ponen en camino de inmediato, parece ser que hoy va ser el día
señalado. Amanecer y fina lluvia, el momento adecuado.
Pedrito lleva unas horas posado en una rama alta. Divisando su obra, cantando
su reclamo.
Martina y
Jorge apresuran sus pasos y cuando llegan al centro de control les actualizan
la situación. Pedrito ha acelerado su canto y a la vez se oyen en la lejanía
los cantos de otros machos pergoleros. Al parecer hay una hembra por la zona y
está yendo de chiringuito en chiringuito a ver cuál cumple con las
características idóneas para comprometer su descendencia, vamos, que está
buscando al que más le pone.
La lluvia
ha cesado y Pedrito baja hacia la pérgola con un piar frenético. De repente
asoma la cabeza emplumada una hembra que se acaba de posar en lo alto de una
rama. Allí está. Sin quitar ojo, sin que se le escape un detalle. El pergolero
ahora se hace un poco el distraído y empieza a entonar unos silbidos que dejan
la boca abierta a los becarios detrás de las pantallas. El profesor Wang
sonríe, no es la primera vez que escucha la maravilla que viene a continuación,
Pedrito imita el sonido de una especie de serpientes de cascabel, de las ramas
agitadas por el viento e incluso el sonido de taladoras de árboles (aquí otra
vez los humanos dando lo mejor). Después con un canto rítmico y suave atrae a
la hembra que se decide a bajar y a inspeccionar la zona.
Pedrito se
desplaza a su alrededor con un baile que ya me hubiera gustado a mi con
dieciocho años. La hembra investiga los pétalos, las semillas, las nueces
dispuestas simétricamente en el suelo. Y finalmente, cuando los pulmones de
Pedrito deben estar a punto de estallar, se hace el silencio. La pájara
atraviesa la pérgola y pica tímidamente una lombriz de la fruta que Pedrito
había colgado estratégicamente. No parece tonta, es de agradecer que una
maratón de sexo no te pille con el estómago vacío. Y aquí es cuando las cámaras
se deberían haber fundido en negro para dejar cierta intimidad a la nueva
parejita. Pero no. La ciencia no entiende de discreción. Los chavales aplauden,
silban, detrás de las pantallas en el centro de control, el éxito es de Pedrito
y un poco de todos ellos. Martina y Jorge se abrazan, están emocionados,
sudando, tienen material más que suficiente para terminar sus tesis. El abrazo
se alarga en mitad del jolgorio y se miran a los ojos y ven lo de siempre, o
quizás algo diferente, ahora mismo no lo saben.
Jorge se despide de la gente y emprende el rumbo a la cabaña. Martina se queda más atrás porque tiene que terminar de concretar datos con el profesor Wang. Mañana se van de Nueva Guinea. Jorge camina con rapidez, está nervioso. En su interior nota algo que conoce bien, algo que no puede acallar. Llega a la cabaña y comienza a hacer la maleta. Podría estar haciendo la maleta o cualquier otra cosa porque no puede pensar en nada. Al cabo de un rato llega Martina, abre la puerta de la cabaña y no ve a Jorge. Sale por la puerta trasera hacia la zona que da a la playa. Lo ve a lejos, sentado en la orilla, con una cerveza en la mano. Se acerca lentamente, porque Martina, no solo no es tonta sino que además es perfecta. Algo ha pasado en Jorge y, quizás, algo pasa en ella. Y se acerca despacio, observando, examinando, no hay pétalos en el suelo, no hay torres de insectos, ni lombrices colgando, pero Martina sigue caminando lentamente por la pérgola que ha sido su amistad todos estos años. Y entonces llega a donde está Jorge, que como ya lo conocemos, sabemos que es sincero de cojones. Y un torrente de agua, como en las inundaciones, comienza a brotar de su boca arrastrando piedras, coches y contenedores. Arrastrándolo todo.