Por Marta
Fue la
suerte la que quiso que yo entrara a trabajar como vigilante del Museo del
Prado después de varios trabajos precarios. Fue, sin embargo, el destino el que
quiso que en la sala en la que yo desempeñaba mi labor hubiera un cuadro de Álvaro
Melquiza. Llegué a casa emocionado, pero no pude compartir mi entusiasmo con mi
padre. Bueno, lo compartí y quizás sonreía con los ojos. Hacía tiempo que había
dejado de fingir y restar importancia a sus olvidos como las primeras veces.
Hacía tiempo que su expresión era la de un extraño. Un extraño al que yo ponía
el plato en la mesa y acercaba a la boca la cuchara de puré. Cada mañana me
lamentaba por su penoso estado. Todo el día encerrado en casa mientras yo
trabajaba, con la televisión puesta pero con la mente en el vacío. Un vacío
injusto para la persona que me había dado todo, que me había proporcionado una
infancia feliz y que me había sacado adelante supliendo las veces de una madre
que nos abandonó cuando yo era un bebé y a la que no recuerdo. Si por lo menos
pudiera darle ahora un digno final, pensaba yo, pasar horas con él aunque
fueran en silencio, o contándole historias del pueblo, las que él tantas veces
me había contado. Pero si quería que comiéramos y vivir tenía que trabajar y
los trabajos a los que podía acceder ocupaban la mayor parte del día.
Nos vinimos
a vivir a Madrid cuando yo tenía trece años. El trabajo en el pueblo escaseaba
y por medio de un conocido mi padre consiguió trabajo de ayudante en un taller.
No debió de ser fácil para él aguantar mis llantos en el asiento trasero del
coche. Valdemonte era mi vida, y lo cierto es que para él también.
Probablemente aquella decisión fue la más dura que jamás tomó, alejarse de su
pueblo, de su gente. Pero él solo deseaba un futuro para mi sin demasiadas
estrecheces, el futuro que él no había tenido. Y el que, a la postre, y a pesar
de dejarse la piel, yo tampoco estaba teniendo.
Don Álvaro
Melquiza era el rico del pueblo. Dicho de otra manera el descendiente de un
linaje noble que habitaba en la mansión más impresionante que nadie en un
pueblo como Valdemonte podía imaginar. Mi padre, Damián Herrera había trabajado
durante años de jardinero para los Melquiza. Es posible que todas las riquezas
de los habitantes de Valdemonte sumadas no fueran más que una pequeña parte de
todos los bienes de los Melquiza. Sin embargo, según mi padre, el señor
Melquiza era una persona excelente. Siempre me contaba que todo el pueblo los odiaba
por pura envidia y que por eso nunca oiría jamás hablar bien de ellos. Ellos
eran dos, Álvaro y su mujer Mariana. La historia de los Melquiza era una
historia dramática, de esas que te hace pensar que efectivamente el dinero no
hace la felicidad. Al parecer el matrimonio nunca salía de su mansión y de su
finca. Eran despreciados en cualquier lugar del pueblo así que poco a poco cada
vez más se fueron recluyendo. Dicen las historias que Álvaro se refugió en la
pintura, al parecer tenía muy buena mano y talento para los pinceles. Mariana,
sin embargo, enloqueció después de años en soledad y de múltiples intentos en
vano para tener hijos. Vagaba por la casa y dicen las malas lenguas que no la
sostenía ni un ápice de razón. El destino fue cruel con los dos. Mariana se
lanzó al abismo desde la ventana del último piso y un par de años más tarde,
cuando estalló la guerra, Álvaro murió acuchillado al intentar defenderse de un
par de ladronzuelos que entraron en su casa para robar alguna pieza de valor. Murieron
sin descendencia, tan solo Álvaro tenía una hermana que fue quién heredó todas
sus posesiones. La hermana, casada y con un par de retoños vivía a cientos de
kilómetros de allí y acudió al funeral de su hermano. Acto seguido organizó un
mercadillo en el que malvendió todas las posesiones y enseres y colocó el
cartel de “Se vende” en la verja de la finca de Valdemonte. Era el año 1936,
más valía pájaro en mano.
Todas estas
historias me las había contado mi padre durante años. Yo de pequeño me había colado
con mi pandilla en el interior de los límites de la mansión que por aquella
época, a falta de un comprador empezaba a parecer un palacio en ruinas. Para mí
era un lugar cargado de misterio y de secretos. Por eso cuando vi de lejos el
cartel del cuadro en el museo tuve que acercarme para comprobar y leer dos
veces que efectivamente se trataba de lo que la leyenda rezaba “Retrato de
Mariana, señora de Melquiza” por Álvaro Melquiza, óleo sobre tabla, Valdemonte,
Mayo de 1933. Por lo visto aquel cuadro, vendido al peor postor en aquel
rastrillo precipitado había llegado a parar hasta allí. Era una auténtica obra
de arte. Y, como tal, yo me deleitaba observándolo todos los días. Quizás no
sea objetivo, pero los sutiles trazos componían un rostro bello pero con una expresión
de infinita tristeza. En los ojos de Mariana se podía leer su vida, incluso su desdichado
final. Cuando lo veía pensaba en mi madre. En esa madre a la que nunca conocí.
Pensaba si estaría viva o muerta, si se parecerían sus ojos a los de Mariana, y
mirando esos ojos acuosos, que reflejaban la luz de la estancia, también
pensaba si Mariana hubiera sido una buena madre para mí, una madre que ansiaba
un hijo para un niño huérfano de ella. Mi corazón estaba ya duro como una piedra
y estos pensamientos no me conmovían, el tiempo me había curtido. Día tras día
regresaba a casa. Preparaba el puré para mi padre y le contaba mis novedades
como el que se las cuenta a una pared. El médico me decía que mantuviera estas
rutinas, que no dejara de hablarle, que mi padre seguía ahí, y yo, al fin y al
cabo, quería creerle.
El veinte
de diciembre de 1980 mi vida cambió para siempre. Ya llevaba unos meses
trabajando en el museo. Terminé a mediodía apresurado para llegar a casa con el
tiempo justo de comer algo, dar de comer a mi padre y volver al trabajo. A la
salida del museo de repente un extraño se me acercó, parecía ido, borracho, y
tenía un discurso ininteligible. Olía mal. Aceleré el paso pero él se aproximó
a mi y me zarandeó. En el caótico discurso distinguí dos palabras que me
pusieron en alerta: “Melquiza” y “reverso”. Me paré pero todo el discurso era
un completo desvarío. Insistía hablando del “reverso del cuadro”. Yo me quedé
sin saber qué decir y lo que sucedió de ahí en adelante lo recuerdo como en una
nebulosa por los nervios del momento. El hombre se desplomó y quedó
inconsciente a mi lado. Las sirenas de las ambulancias que se lo llevaban son
el siguiente recuerdo que tengo.
Pasaron los
días y el mal sabor de boca por aquel acontecimiento teñía mi rutina diaria.
Además el caso salió en la prensa, fotografías incluidas conmigo presente, ya
que al parecer el hombre, que finalmente falleció al poco de llegar al hospital,
era el ex marido de una adinerada empresaria.
Cambié de puerta de salida del museo para no recordar la escena pero
bien es verdad que el discurso de aquel hombre no dejaba de rondar en mi
cabeza. No parecía pura casualidad que alguien viniera a intentar transmitirme algo
sobre un cuadro que formaba parte de alguna manera de la historia de mi vida. Mi
padre seguía habitando otros mundos pero cuando le hablé de los Melquiza de
nuevo su expresión pareció tornarse en un interés súbito que tampoco supe
interpretar. Días después decidí pedir una cita con el personal del museo.
Necesitaba que algún conservador del museo examinase el reverso del cuadro.
Quizás no fuera nada, quizás sí, pero yo no podía vivir con el peso de esa
incertidumbre de ahí en adelante.
La noche
del día que pedí la cita con la conservadora recibí una llamada de teléfono a
casa. Era una voz dulce de mujer, y quizás por ello, seguí sus indicaciones y
en menos de media hora estábamos sentados frente a frente en un antro de mi
barrio. No sé por qué lo hice, fue puro instinto y quizás, porque no decirlo,
atrevimiento e inconsciencia. La mujer me dijo por teléfono que me daría las
respuestas que estaba buscando. Y efectivamente fue así.
Era alta,
elegante, vestida con un traje de chaqueta y unas gafas oscuras. Fumaba un
cigarrillo detrás de otro. Me dijo que era Alicia Uclés. Reconocí el nombre del
recorte de prensa, era la empresaria ex mujer del tipo que me abordó. Después
carraspeó y añadió, Uclés Melquiza. Debí de quedarme blanco, pero ella no
esperó a que hablara, ni siquiera a que me recobrase para continuar. Su ex
marido, trató de vengarse de ella transmitiéndome una información crucial. Sé
que no eres tonto, no supe exactamente por qué lo sabía, pero acepté su
afirmación. Sé que tirando del hilo llegarás a encontrar todo lo que hay que
saber. Pero voy a ahorrarte tiempo. Yo misma te lo contaré, me dijo. La primera
parte de la historia no distaba mucho de los que mi padre tantas veces me había
contado. Cuando llegó a la parte de la muerte de Álvaro Melquiza confesó ser su
sobrina, hija de aquella única hermana heredera. No lograba entender qué tenía
eso que ver con el reverso del cuadro, pero ella misma me lo aclaró. Mariana
Melquiza sí había conseguido quedarse embarazada y tener un bebé. Álvaro
transmitió a su hermana las buenas noticias por carta, pero al parecer a los
pocos meses el estado de Mariana era tan lamentable que no se podía hacer cargo
del bebé, de hecho en ocasiones puso en serio peligro su vida. Con todo el
dolor de su corazón Álvaro Melquiza se deshizo del niño, de su propio hijo, una
fría mañana lo abandonó en la puerta de un convento. De ahí en adelante la
historia es la que yo ya sabía; Mariana perdió la poca cordura que le quedaba y
Álvaro se refugió en la pintura. En ese tiempo, antes de sus trágicas muertes,
Álvaro pintó un cuadro en el reverso de uno de los que ya había pintado. Era el
retrato de Mariana con su recién nacido en brazos. Dio la vuelta a la tabla y
pintó a su mujer en la misma postura, pero sin el bebé, con la mirada perdida,
con la tristeza encerrada en sus ojos. La tabla quedó olvidada en un rincón
hasta los días en que la hermana de Álvaro acudió al funeral y organizó el
mercadillo. Fue entonces cuando ella misma, conocedora de la historia, pintó a brochazos
negros el reverso del cuadro con el retrato inicial, tapando el retrato de
Mariana y su bebé. La historia se escribe de manera muy simple, si alguien se
enteraba de que había un heredero toda la fortuna iría parar a ese niño
desconocido en lugar de a ella. Así que cubrió de negro la única prueba de que
en esa casa algún día hubo un bebé. Te soy sincera, me dijo Alicia, no he
venido para llorarte ni para pedirte que nos comprendas. He venido para comprar
tu silencio. Tú pones el precio. Entonces me extendió una libreta en blanco y
un bolígrafo. No lo dudé, supe que el destino había puesto esta oportunidad en
mi camino por algo. Escribí un número muy alto. El más alto que en aquel
momento mi raciocinio estimó que aquella mujer sería capaz de darme. Ella se
guardó el papel y se encendió un cigarrillo.
Ahora estoy
muriéndome, sé que me quedan días, tal vez horas. Quizás seas tú, lector, el que lea
esta confesión, el que saque a la luz la historia de los Melquiza, el que
busque a su verdadero heredero, si es que aún vive. Me parecerá lo correcto. Yo no
fui capaz, lo sé, mi corazón era ya una piedra. Cuando aquella mujer me pasó la
libreta en blanco, de alguna manera, pensé que era yo el que podía adoptar a
Mariana Melquiza como madre. Yo podía disfrutar desde ese momento de parte de
su herencia. Por qué no. Mi padre y yo merecíamos una vida mejor.