Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



sábado, 11 de noviembre de 2023

La confesión de Pedro Herrera

 

Por Marta

Fue la suerte la que quiso que yo entrara a trabajar como vigilante del Museo del Prado después de varios trabajos precarios. Fue, sin embargo, el destino el que quiso que en la sala en la que yo desempeñaba mi labor hubiera un cuadro de Álvaro Melquiza. Llegué a casa emocionado, pero no pude compartir mi entusiasmo con mi padre. Bueno, lo compartí y quizás sonreía con los ojos. Hacía tiempo que había dejado de fingir y restar importancia a sus olvidos como las primeras veces. Hacía tiempo que su expresión era la de un extraño. Un extraño al que yo ponía el plato en la mesa y acercaba a la boca la cuchara de puré. Cada mañana me lamentaba por su penoso estado. Todo el día encerrado en casa mientras yo trabajaba, con la televisión puesta pero con la mente en el vacío. Un vacío injusto para la persona que me había dado todo, que me había proporcionado una infancia feliz y que me había sacado adelante supliendo las veces de una madre que nos abandonó cuando yo era un bebé y a la que no recuerdo. Si por lo menos pudiera darle ahora un digno final, pensaba yo, pasar horas con él aunque fueran en silencio, o contándole historias del pueblo, las que él tantas veces me había contado. Pero si quería que comiéramos y vivir tenía que trabajar y los trabajos a los que podía acceder ocupaban la mayor parte del día.

Nos vinimos a vivir a Madrid cuando yo tenía trece años. El trabajo en el pueblo escaseaba y por medio de un conocido mi padre consiguió trabajo de ayudante en un taller. No debió de ser fácil para él aguantar mis llantos en el asiento trasero del coche. Valdemonte era mi vida, y lo cierto es que para él también. Probablemente aquella decisión fue la más dura que jamás tomó, alejarse de su pueblo, de su gente. Pero él solo deseaba un futuro para mi sin demasiadas estrecheces, el futuro que él no había tenido. Y el que, a la postre, y a pesar de dejarse la piel, yo tampoco estaba teniendo.

Don Álvaro Melquiza era el rico del pueblo. Dicho de otra manera el descendiente de un linaje noble que habitaba en la mansión más impresionante que nadie en un pueblo como Valdemonte podía imaginar. Mi padre, Damián Herrera había trabajado durante años de jardinero para los Melquiza. Es posible que todas las riquezas de los habitantes de Valdemonte sumadas no fueran más que una pequeña parte de todos los bienes de los Melquiza. Sin embargo, según mi padre, el señor Melquiza era una persona excelente. Siempre me contaba que todo el pueblo los odiaba por pura envidia y que por eso nunca oiría jamás hablar bien de ellos. Ellos eran dos, Álvaro y su mujer Mariana. La historia de los Melquiza era una historia dramática, de esas que te hace pensar que efectivamente el dinero no hace la felicidad. Al parecer el matrimonio nunca salía de su mansión y de su finca. Eran despreciados en cualquier lugar del pueblo así que poco a poco cada vez más se fueron recluyendo. Dicen las historias que Álvaro se refugió en la pintura, al parecer tenía muy buena mano y talento para los pinceles. Mariana, sin embargo, enloqueció después de años en soledad y de múltiples intentos en vano para tener hijos. Vagaba por la casa y dicen las malas lenguas que no la sostenía ni un ápice de razón. El destino fue cruel con los dos. Mariana se lanzó al abismo desde la ventana del último piso y un par de años más tarde, cuando estalló la guerra, Álvaro murió acuchillado al intentar defenderse de un par de ladronzuelos que entraron en su casa para robar alguna pieza de valor. Murieron sin descendencia, tan solo Álvaro tenía una hermana que fue quién heredó todas sus posesiones. La hermana, casada y con un par de retoños vivía a cientos de kilómetros de allí y acudió al funeral de su hermano. Acto seguido organizó un mercadillo en el que malvendió todas las posesiones y enseres y colocó el cartel de “Se vende” en la verja de la finca de Valdemonte. Era el año 1936, más valía pájaro en mano.

Todas estas historias me las había contado mi padre durante años. Yo de pequeño me había colado con mi pandilla en el interior de los límites de la mansión que por aquella época, a falta de un comprador empezaba a parecer un palacio en ruinas. Para mí era un lugar cargado de misterio y de secretos. Por eso cuando vi de lejos el cartel del cuadro en el museo tuve que acercarme para comprobar y leer dos veces que efectivamente se trataba de lo que la leyenda rezaba “Retrato de Mariana, señora de Melquiza” por Álvaro Melquiza, óleo sobre tabla, Valdemonte, Mayo de 1933. Por lo visto aquel cuadro, vendido al peor postor en aquel rastrillo precipitado había llegado a parar hasta allí. Era una auténtica obra de arte. Y, como tal, yo me deleitaba observándolo todos los días. Quizás no sea objetivo, pero los sutiles trazos componían un rostro bello pero con una expresión de infinita tristeza. En los ojos de Mariana se podía leer su vida, incluso su desdichado final. Cuando lo veía pensaba en mi madre. En esa madre a la que nunca conocí. Pensaba si estaría viva o muerta, si se parecerían sus ojos a los de Mariana, y mirando esos ojos acuosos, que reflejaban la luz de la estancia, también pensaba si Mariana hubiera sido una buena madre para mí, una madre que ansiaba un hijo para un niño huérfano de ella. Mi corazón estaba ya duro como una piedra y estos pensamientos no me conmovían, el tiempo me había curtido. Día tras día regresaba a casa. Preparaba el puré para mi padre y le contaba mis novedades como el que se las cuenta a una pared. El médico me decía que mantuviera estas rutinas, que no dejara de hablarle, que mi padre seguía ahí, y yo, al fin y al cabo, quería creerle.

El veinte de diciembre de 1980 mi vida cambió para siempre. Ya llevaba unos meses trabajando en el museo. Terminé a mediodía apresurado para llegar a casa con el tiempo justo de comer algo, dar de comer a mi padre y volver al trabajo. A la salida del museo de repente un extraño se me acercó, parecía ido, borracho, y tenía un discurso ininteligible. Olía mal. Aceleré el paso pero él se aproximó a mi y me zarandeó. En el caótico discurso distinguí dos palabras que me pusieron en alerta: “Melquiza” y “reverso”. Me paré pero todo el discurso era un completo desvarío. Insistía hablando del “reverso del cuadro”. Yo me quedé sin saber qué decir y lo que sucedió de ahí en adelante lo recuerdo como en una nebulosa por los nervios del momento. El hombre se desplomó y quedó inconsciente a mi lado. Las sirenas de las ambulancias que se lo llevaban son el siguiente recuerdo que tengo.

Pasaron los días y el mal sabor de boca por aquel acontecimiento teñía mi rutina diaria. Además el caso salió en la prensa, fotografías incluidas conmigo presente, ya que al parecer el hombre, que finalmente falleció al poco de llegar al hospital, era el ex marido de una adinerada empresaria.  Cambié de puerta de salida del museo para no recordar la escena pero bien es verdad que el discurso de aquel hombre no dejaba de rondar en mi cabeza. No parecía pura casualidad que alguien viniera a intentar transmitirme algo sobre un cuadro que formaba parte de alguna manera de la historia de mi vida. Mi padre seguía habitando otros mundos pero cuando le hablé de los Melquiza de nuevo su expresión pareció tornarse en un interés súbito que tampoco supe interpretar. Días después decidí pedir una cita con el personal del museo. Necesitaba que algún conservador del museo examinase el reverso del cuadro. Quizás no fuera nada, quizás sí, pero yo no podía vivir con el peso de esa incertidumbre de ahí en adelante.

La noche del día que pedí la cita con la conservadora recibí una llamada de teléfono a casa. Era una voz dulce de mujer, y quizás por ello, seguí sus indicaciones y en menos de media hora estábamos sentados frente a frente en un antro de mi barrio. No sé por qué lo hice, fue puro instinto y quizás, porque no decirlo, atrevimiento e inconsciencia. La mujer me dijo por teléfono que me daría las respuestas que estaba buscando. Y efectivamente fue así.

Era alta, elegante, vestida con un traje de chaqueta y unas gafas oscuras. Fumaba un cigarrillo detrás de otro. Me dijo que era Alicia Uclés. Reconocí el nombre del recorte de prensa, era la empresaria ex mujer del tipo que me abordó. Después carraspeó y añadió, Uclés Melquiza. Debí de quedarme blanco, pero ella no esperó a que hablara, ni siquiera a que me recobrase para continuar. Su ex marido, trató de vengarse de ella transmitiéndome una información crucial. Sé que no eres tonto, no supe exactamente por qué lo sabía, pero acepté su afirmación. Sé que tirando del hilo llegarás a encontrar todo lo que hay que saber. Pero voy a ahorrarte tiempo. Yo misma te lo contaré, me dijo. La primera parte de la historia no distaba mucho de los que mi padre tantas veces me había contado. Cuando llegó a la parte de la muerte de Álvaro Melquiza confesó ser su sobrina, hija de aquella única hermana heredera. No lograba entender qué tenía eso que ver con el reverso del cuadro, pero ella misma me lo aclaró. Mariana Melquiza sí había conseguido quedarse embarazada y tener un bebé. Álvaro transmitió a su hermana las buenas noticias por carta, pero al parecer a los pocos meses el estado de Mariana era tan lamentable que no se podía hacer cargo del bebé, de hecho en ocasiones puso en serio peligro su vida. Con todo el dolor de su corazón Álvaro Melquiza se deshizo del niño, de su propio hijo, una fría mañana lo abandonó en la puerta de un convento. De ahí en adelante la historia es la que yo ya sabía; Mariana perdió la poca cordura que le quedaba y Álvaro se refugió en la pintura. En ese tiempo, antes de sus trágicas muertes, Álvaro pintó un cuadro en el reverso de uno de los que ya había pintado. Era el retrato de Mariana con su recién nacido en brazos. Dio la vuelta a la tabla y pintó a su mujer en la misma postura, pero sin el bebé, con la mirada perdida, con la tristeza encerrada en sus ojos. La tabla quedó olvidada en un rincón hasta los días en que la hermana de Álvaro acudió al funeral y organizó el mercadillo. Fue entonces cuando ella misma, conocedora de la historia, pintó a brochazos negros el reverso del cuadro con el retrato inicial, tapando el retrato de Mariana y su bebé. La historia se escribe de manera muy simple, si alguien se enteraba de que había un heredero toda la fortuna iría parar a ese niño desconocido en lugar de a ella. Así que cubrió de negro la única prueba de que en esa casa algún día hubo un bebé. Te soy sincera, me dijo Alicia, no he venido para llorarte ni para pedirte que nos comprendas. He venido para comprar tu silencio. Tú pones el precio. Entonces me extendió una libreta en blanco y un bolígrafo. No lo dudé, supe que el destino había puesto esta oportunidad en mi camino por algo. Escribí un número muy alto. El más alto que en aquel momento mi raciocinio estimó que aquella mujer sería capaz de darme. Ella se guardó el papel y se encendió un cigarrillo.

 

 

Ahora estoy muriéndome, sé que me quedan días, tal vez horas. Quizás seas tú, lector, el que lea esta confesión, el que saque a la luz la historia de los Melquiza, el que busque a su verdadero heredero, si es que aún vive. Me parecerá lo correcto. Yo no fui capaz, lo sé, mi corazón era ya una piedra. Cuando aquella mujer me pasó la libreta en blanco, de alguna manera, pensé que era yo el que podía adoptar a Mariana Melquiza como madre. Yo podía disfrutar desde ese momento de parte de su herencia. Por qué no. Mi padre y yo merecíamos una vida mejor.