Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



domingo, 29 de septiembre de 2024

Hambre

 

Por Marta

Julia miró a su padre. Se había vuelto a quedar dormido. Apoyadas las manos en el bastón y guardando un equilibrio imposible en el estrecho banco de la cocina. Cocina, salita de estar, habitación. Aquella estancia ejercía todas las funciones. No había mucha diferencia entre que estuviera dormido o despierto, pero Julia prefería verle dormido porque así podía imaginar que al abrirse los párpados sus ojos volverían a ser los de su padre y no los de un extraño que mira sin mirar.

Julia abrió el cajón de la alacena y sacó las tres cartillas. Aprovechó que su padre dormitaba como una niña traviesa que comete una travesura a escondidas. Aunque su padre hubiera estado despierto no la hubiera recriminado nada, ya no. Además, él lo hubiera hecho igual por mí, pensaba Julia.

Sacó de la bolsa de tela un mendrugo de pan y le sacó la miga haciendo con ella una bola. Si no resultaba efectivo lamentaría haber echado a perder un pedazo de pan blanco tan apetecible y tan escaso. Abrió la cartilla de racionamiento de su padre y en el último cupón sellado restregó con fuerza la miga de pan. La bola soltaba pequeñas miguitas pero poco a poco la tinta del sello fue tiñendo la bola blanca de pan. En la radio Conchita Piquer entonaba Ojos verdes pero ella hacía ya meses que no tenía ganas de cantar.

 Emilín entró corriendo y su alegría inundó la única estancia de la casa. Sus ojos cada vez estaban más hundidos.

—Emilio, hijo, ¿cómo traes las piernas?

—Ha sido el gato de los señores. Que se me lanza cada vez que paso por el patio.

Julia empapó un paño de agua fría para curar los arañazos. La piel de su hijo era aceitunada y suave. El gato había hundido sus zarpas y las cicatrices se formarían sobre otras anteriores. Julia acarició sus rodillas cada vez más huesudas.

—Quédate con el abuelo, ¿me oyes? Cuídale. Voy a por comida. Y vete separando las piedras de ese puño de lentejas.

Atravesó el patio y el gato de los señores se acercó a ella con mirada altiva. Julia se cercioró mirando a ambos lados y con un puntapié lo espantó.

En la calle la cola llegaba hasta la esquina. Era primavera pero ya hacía calor y a Julia le sudaban las manos más de lo habitual. Llegó su turno y sonrió al funcionario. Por suerte le había tocado Manuel, conocido desde la infancia. Entrego las tres cartillas, la última la de su padre. El funcionario selló las dos primeras y al llegar a la última levantó la mirada.

—¿Cómo está el don Aurelio?

—Bueno, ya sabes, con la demencia ya no conoce…

—Pero sigue comiendo bien… por lo que veo. Mientras se tenga apetito todo va bien. Mira mi madre, dejó de comer y se murió a los dos días —continuó—. De todas maneras, tráetelo algún día para que le veamos, reina, que ya sabes cómo son estas cosas. Se empieza trucando un sello y se termina escondiendo al fiambre en el armario.

Manuel rio su propio chascarrillo y selló los cupones como si no hubiera visto nada. Le dio la ración correspondiente menos la parte de su padre. Tienes suerte que estoy yo solo, le dijo como despedida susurrando antes de llamar al siguiente.

Julia sollozaba sin lágrimas de camino a casa. En el patio de entrada se cruzó con el señor.

—Muy buenas, Julita, ¿cómo está hoy el suministro? ¿Tenéis suficiente para los tres?

—Si, señor, nos apañamos. – Julia emprendió el paso y el señor bloqueó su camino.

—Si necesitas algo sólo tienes que decírmelo. No soy Jesucristo, pero ya sabes que algunas noches puedo multiplicar los panes y los peces. -  El señor miró a ambos lados para cerciorarse y luego acarició la barbilla de la mujer.

El gato se acercó a los pies de Julia con un bufido amenazante y ésta se apresuró para terminar de cruzar el patio y meterse en su casa.

Cuando Julia entró en la cocina solamente vio al abuelo, despierto ahora, y no ver a Emilín le sobrecogió. Iba a preguntar a su padre, aunque sabía que sería en vano, cuando descubrió al pequeño hecho un ovillo en el estrecho banco dormido al lado de su abuelo.

—Emilio, hijo, qué susto. No sabía donde estabas.

—Estaba esperándote, pero cuando tengo mucha hambre y me duermo el tiempo pasa más rápido.

Julia tragó saliva y acarició la cabeza de su hijo.

—No te preocupes, mi amor, ya no vas a tener más hambre. Pon un plato para el abuelo y otro para ti que he cocido unos boniatos.

Era medianoche y Julia daba vueltas en su jergón. El estómago le rugía, pero lo peor eran los pensamientos angustiosos que se agolpaban en su cabeza. La luz de la luna llena se colaba por la ventana de la cocina. Julia se levantó y bebió un vaso de agua. La casa estaba tranquila.  Se asomó a la única habitación ocupada por su padre y su hijo. Ambos dormían profundamente. Cerró su puerta. Julia se asomó de nuevo por la ventana de la cocina sin dejarse ver tras los visillos y en la oscuridad distinguió el movimiento que ya era rutinario los lunes por la noche. La luna llena iluminaba el patio como una farola. Lo que solía ser un acto clandestino se mostraba nítido ante sus ojos. El señor abrió el portón del patio y un coche negro se introdujo en él. El conductor se bajó y saludó al señor con un apretón de manos.  El conductor abrió el maletero y antes de continuar miró a ambos lados para cerciorarse. Desencajó la cubierta de la rueda de repuesto y extrajo seis o siete paquetes de su interior. La vista de Julia no alcanzó a ver si se trataba de azúcar, pescado o aceite. Su mirada se quedó clavada en la sonrisa del señor. En esa cara de tez aceitunada, piel suave y en esos dientes tan blancos y brillantes bajo la luz de la luna.

El coche arrancó y se fue después del trueque. Julia sabía que sólo tenía que dar un par de golpes suaves al cristal. El señor era astuto como un zorro. El señor era rápido como una gacela. El señor era silencioso como una serpiente. En menos de una hora parte de esa mercancía estaría en su alacena y al día siguiente la sonrisa de Emilín sería inmensa.

Pero Julia dio un paso atrás. Se dejó caer en el jergón y lloró hasta quedarse dormida.

En el silencio de la noche algo despertó el frágil sueño de Julia. Era el gato de los señores maullando en su puerta. A Julia le recordó a los llantos de Emilín cuando era bebé, cuando por más que mamara no conseguía sacar más alimento de su pecho. Entonces no supo por qué lo hizo, los maullidos la iban a volver loca; fue un arrebato o una idea que llevaba tiempo engendrándose en su cabeza, pero se levantó con decisión y abrió la puerta de la calle dejando que el gato se colara en casa. Sabía que era un remedio transitorio, pan para hoy, pero ahora mismo Julia vivía al día. No dudó. La sangre ardiendo corría por sus venas cuando sus manos apretaban con fuerza el cuello del animal. Sabía que si la descubrían podía costarle la vida, pero ahora mismo solo le importaba ver frente al plato, aunque fuera una única vez más, la sonrisa blanca y radiante de su hijo.

jueves, 9 de mayo de 2024

Cosas que pasan

 

Por Marta

No sé cuánto tiempo va a pasar hasta que alguien lea esto. Tampoco sé muy bien para quién o para qué lo escribo. Quizás lo escriba solo porque uno escribe cuando no se puede hacer nada, cuando todo está perdido. Esa es la impresión que tengo desde hace unos días, los peores de mi vida. No lo sé, el tiempo lo dirá. Quizás se trate solo de adaptarme, de dejar que las cosas fluyan. Todo comenzó hace un par de semanas, el lunes ocho de abril de 2024. A las siete de la mañana. Fue en ese momento exacto en el que comenzó esta pesadilla. La noche anterior había puesto la alarma del móvil para ir a la universidad, como siempre. Entonces no sonó la alarma, sonó la radio. En concreto el radio-reloj-despertador de la mesilla. Ese con los números gigantes rojos que yo no había usado jamás en su función de despertador. De hecho, no supe apagarlo. Aporreé todos los botones y, desesperado, arranqué el enchufe de la pared. Palpé la mesilla para coger el móvil y no encontré nada. Salí del letargo encendiendo bruscamente la luz de la habitación. Cegado por la luz vi como pude que, en efecto, el móvil no estaba en la mesilla. Tampoco en el suelo, ni en la cama, ni debajo de ella…por ningún lado. Salí de mi habitación y le pregunté a mi hermano que si había visto el móvil. A mi madre. A mi padre. La respuesta de todos fue la misma: ¿Qué móvil? Yo pensaba que me estaban vacilando, pero no se trataba de eso, es que literalmente no sabían de que les estaba hablando. Empecé a ponerme nervioso, mis padres estaban también cada vez más alterados. ¿Qué es un móvil? Me decían constantemente. Y yo…yo simplemente no sabía cómo explicarme, qué hacer. Un “puto-teléfono-móvil”. No sabían de qué les estaba hablando. Pasado un tiempo prudencial me di cuenta de que mi familia no me estaba engañando ni fingiendo. Hasta mi perro me miraba con ojos desconcertados. Salí de mi casa en pijama al portal, desesperado. Vi al portero y le pregunté si me podía dejar su móvil. Misma respuesta. Salí a la calle en pijama y pantuflas. ¿Qué es un móvil?, me decían los transeúntes. Volví a casa y encendí el ordenador. Busqué “teléfono móvil”. Las imágenes de respuesta me horrorizaron, eran teléfonos de sobremesa con asas o con ruedas a modo de chiste. Fue ahí, justo ahí. En ese preciso momento fue cuando supe que estaba solo en el mundo. Me eché a llorar desconsoladamente. Mi madre a mi lado lloraba también, ¿hijo, qué te ocurre? ¿qué te está pasando? Los días siguientes me negaba ante la evidencia, busqué resquicios, complicidad en alguien. Nadie, absolutamente nadie sabía de lo que hablaba. La gente va por las calles conversando, en el metro van leyendo o mirando al infinito, los chavales en los bancos comen pipas. Sé que lo que he vivido toda mi vida no es fruto de mi imaginación. El primer móvil que tuve tenía un juego con una serpiente que se hacía cada vez más larga y el último tenía… tenía todo. Dice mi psiquiatra que probablemente ese artilugio no sea necesario porque en cada lugar ya hay un teléfono y es muy raro que justo necesites hablar con una persona cuando va de camino de un sitio a otro… Hasta ayer pensaba que nunca podrían callarme. Que si hacía falta estudiaría ingeniería para volver a inventar un maldito teléfono móvil. Hasta ayer. Hoy me he levantado y he desayunado viendo a mi padre leer el periódico como todos los domingos. Después de vestirme me he acercado a la puerta de la calle con la correa en la mano y he hecho el silbido clásico para llamar a Toby. Pero Toby no ha venido. —Mamáaa, ¿dónde está el perro?

—¿Qué es un perro?