Por Marta
En
el comienzo de todo se creó un patio de colegio. Un lunes. El patio tenía forma
rectangular y un portón de entrada azul marino del mismo color que el uniforme
del colegio. El patio estaba en calma pero un director vino y dijo: Abramos el
colegio. Y se abrió el colegio. Y al ver que los niños jugaban juntos no los
separaron. Y hubo día y hubo noche.
El
segundo día, un martes, dijo la maestra: Mirad arriba, que caen judías. Y se
hizo el cielo y también el suelo. Y éste era de cemento rojo y todas las suelas
de todos los zapatos de todos los niños del colegio fueron rojas para siempre.
A veces también las barbillas, a veces también las rodillas. Fue así como se
separó el cielo de la tierra.
El
miércoles un niño tuvo sed y pusieron una fuente de piedra en mitad del patio.
De aquella fuente manó el agua fresca sólo durante un día y luego se bebía siempre
agua en el baño, pero la fuente nunca dejó de llamarse fuente, y la piedra
nunca dejó de ser piedra para desgracia de las cabezas de los niños.
El
cuarto día, cuando el director vio que todo estaba bien dijo: que haya un
recreo por la mañana y un recreo del comedor. Y el primero fue una jungla verde
con árboles, frutos y animales salvajes. Y el segundo fue un desierto, con sol,
alacranes y sin oasis. Así se separó la
mañana de la tarde.
El
quinto día viendo que había cielo, tierra, jungla y desierto se crearon los
monstruos marinos, las criaturas abisales del fondo del patio, las alimañas
solitarias y las bestias en rebaño. Nadie dijo a éstos fructificad y multiplicaos,
pero así lo hicieron. Y desde entonces juzgaron sin motivo a animales y
plantas, señorearon por las canchas de baloncesto, plantaron semillas de odio
que florecieron en un vergel de adelfas venenosas.
El
sexto día matricularon en el colegio a la niña. Y esa niña, con cuerpo humano y
alma de pez, desembarcó en el patio. Por las mañanas le temblaban las piernas y
se le caían los mocos mientras su padre le desabrochaba los botones del abrigo
con una sola mano. Cantaba canciones en las esquinas del patio en el recreo de
las mañanas y la única vez que jugó al “rescate” nadie la rescató. No dio un
beso, no dijo una verdad y no tuvo un solo atrevimiento. Trepaba a un columpio
que los niños llamaban “el castillo” y en lo alto chupaba los barrotes de
hierro hasta que el sabor metálico le dejaba dormido el paladar.
A
la hora de comer solo comía pan y se guardaba los macarrones con tomate en los
bolsillos del babi. En el recreo del comedor metía la cabeza entre los barrotes
de la verja del patio buscando la salida y como no la podía sacar se quedaba
encajada durante horas llorando y mirando a la gente que pasaba por la calle.
Otras
veces, cuando la niña pez se cansaba de meter la cabeza en los barrotes, se iba
al “cubo” El cubo tenía cuatro paredes de cemento y en lo alto una tapa de
chapa metálica cerrada con un candado. Estaba en mitad del patio y nadie sabía
qué contenía ni qué hacía allí. Se subía en él y apoyaba la mejilla en la chapa
caliente y pensaba que dentro había un pozo o un tobogán que comunicaba con
otro patio de colegio, al otro lado del mundo, donde había un niño con su oreja
apoyada en la fría chapa. Un tobogán por el que escapar que atravesaba la
Tierra por su núcleo y llegaba a otro desierto donde había un niño con cuerpo
de humano y alma de reptil.
Se
hizo la noche y, por fin, llegó el domingo. El suelo del patio seguía rojo, el
portón azul y la fuente seguía siendo de piedra. El director del colegio
recibió un nuevo destino, la maestra unas merecidas vacaciones, los monstruos
abisales malas calificaciones. Pensando
en el niño lagarto la niña pez chupó durante largas horas sin descanso el
candado de la tapa del cubo. Chupó y chupó hasta que su lengua se volvió de
lija y el candado por fin cedió. Abrió la tapa y, cuando nadie la miraba, o
cuando nadie la quiso ver, la niña se coló dentro del cubo de cemento y, por
fin, al séptimo día, descansó.