Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



jueves, 10 de noviembre de 2011

Las Manos de Manuela

por María



Manuela cogía la caja de lapiceros que su abuela guardaba en el armario del cuartito de estar, elegía el de color carne y con el sacapuntas lo afilaba. Apoyaba la mano sobre el folio en blanco y, separando los deditos, dibujaba su contorno. Le encantaba dibujar manos. Una vez que había perfilado toda su silueta les pintaba unas uñas alargadas. Aquel día las rellenó de un rojo chillón. Hasta que no les había puesto dos o tres anillos, “amarillos si son de oro, o grises si  son de plata – le explicaba a su abuela- no daba por terminada la mano. Aquella vez estaba especialmente orgullosa de cómo le había quedado y, sin dudarlo, decidió alargarle las líneas de la muñeca y ponerle un reloj. De oro. 
Por las tardes, cuando regresaba del colegio y después de merendar – siempre dos rebanadas de pan con mantequilla y azúcar- su abuela le decía que hiciera la tarea para ser una mujer de provecho el día de mañana y que, cuando la acabara, ya podía pintar todas las manos que quisiera. Y eso hacía. Por esas fechas ya tenía más de cien que, celosamente, guardaba en una carpeta azul de gomas rojas y blancas. Con un rotulador, había dibujado el contorno de su mano en la propia carpeta y sonriendo le había dicho a su abuela que así no habría duda del contenido de la misma.
Pero la carpeta de manos de Manuela no sólo guardaba dibujos de las suyas. Las de su abuela y las de la vecina Matilde, que bajaba todas las tardes a hacer ganchillo y a escuchar los seriales de la radio, habían sido inmortalizadas en múltiples ocasiones. Incluso tenía un par de manos derechas de Teresita, la nieta de Matilde,  que alguna vez había pasado a saludar cuando venía a visitar a su abuela.
Pero, sin embargo recuerda aquel día, no porque pintara las uñas rojo chillón o un reloj de oro a su propia muñeca, sino porque sucedió algo muy especial. Ese día dibujó por primera vez una mano de hombre.
Manuela apenas tenía contacto con el sexo opuesto. Su padre abandonó a su madre al poco de nacer Manuela y, no mucho tiempo después, fue su madre la que la abandonó a ella. Sin embargo nunca la echó de menos. A decir verdad tampoco echaba de menos a su padre. Su abuela ejerció de ambos con bastante soltura y Manuela nunca se avergonzó ni deseó nada distinto a lo que tuvo. Iba a un colegio de monjas donde sólo había niñas y, simplemente, por su poco acercamiento a la figura masculina, Manuela observaba a los hombres como si de extraterrestres se trataran. Cada vez que tenía la más leve ocasión se aproximaba a ellos, los rozaba con sus manitas en la cola del supermercado o los elegía selectivamente para darles la paz en la iglesia. En secreto los admiraba y soñaba tenerlos cerca.
Por eso es difícil describir la emoción que la embargó cuando se le presentó la oportunidad de dibujar el contorno de la mano de un hombre. Era la de Manolo, el fontanero del barrio que vino para arreglar el desagüe de la lavadora. Manuela estuvo todo el rato entrando y saliendo de la cocina, estudiando sus movimientos y preguntándole todo lo que se le venía a la cabeza. Antes de irse aceptó tomarse un refresco y Manuela se sentó enfrente para observarlo. Pensó que podía intentarlo. Miró a su abuela con ojos suplicantes y, sin necesidad de palabras, ésta asintió sonriente. Manuela respondió a este gesto dando un respingo y abriendo el armario del cuartito de estar. Al momento ya tenía apoyada sobre el folio una enorme mano masculina.  Con el lapicero color carne fue rodeando suave y lentamente su silueta, aspirando su olor y notando la fuerza y contundencia que había en ella. Cuando la terminó no le pareció apropiado alargarle las uñas ni ponerle anillos a la mano del fontanero y cogiendo el lapicero negro le pintó pelitos en los dedos y en la muñeca. ¡Esta niña va pa artista!- dijo su abuela riendo al ver la mano de Manolo.
Hoy le hace gracia recordar estos momentos de su infancia, esos momentos de la niñez que quedó enterrada hace tanto tiempo. Es curioso ver cómo la mente olvida determinadas cosas con facilidad y cómo otras, en cambio, permanecen imborrables en la memoria para siempre. Ahora sus ojos están encharcados y le parece que sus lágrimas son las mismas que las de hace más de treinta años, cuando la rebosante carpeta no admitía una mano más y su abuela le dijo que tendría que quedarse con las mejores manos y tirar las otras, que en casa ya no cabían más papeles.
Y mira al hombre desnudo que tiene delante, el primero de aquella noche. El primero de los rostros sin nombre que la poseerá a lo largo del día, el primero cuyas manos resbalarán ansiosas por su cuerpo y oye la voz de su abuela, ¡Esta niña va pa artista!