por Marta
Corría el verano de
1991 y yo con mis escasos ocho años comía gusanitos naranjas en un banco del
parque. Mi madre me decía que eso era una cochinada, que me iba a revolver la
tripa y que luego no tendría hambre. Yo miraba mis dedos marcados a fuego con
aquel naranja chillón y pensaba en el recorrido de mi tracto digestivo teñido
ahora del color de moda del verano.
Quedaban días para
que mi padre cogiera vacaciones y nos fuéramos al pueblo así que aguantábamos
el tirón de los días en Madrid refrescando (aunque sólo fuera nuestra mirada)
en una enfermiza fuente del parque de Eva Perón.
En aquella época
las palomas no tenían tan mala fama como ahora…a mi me gustaban, sobre todo
cuando eran pichones. Yo creo que lo que me gustaba en realidad era la
palabra ”pichón” porque me lo llamaba mi
abuela cuando me despertaba de la siesta en verano en la casa del pueblo.
- - Despierta, pichón, que ya está
bien de siesta por hoy.-
Y yo me levantaba
envuelta en sudor y felicidad. Luego mi abuela murió y dejaron de gustarme las
siestas y las palomas.
Aquél día se me
acercó una paloma gris, de esas que tienen plumas con reflejos verdes en la
zona del cuello. Mi hermano pequeño y mi madre jugaban con las palas a unos
metros de mí y yo apuraba mi bolsa de gusanitos. El animal se arrimó con
bastante poca discreción al banco. De un salto se subió al banco y me miró con
unos ojos mezcla de petición y apetito. Algo coaccionada por la situación posé
uno de mis gusanitos a su lado y ella comenzó a picarlo de modo irrefrenable y
violento. En poco menos de diez segundos había acabado con él a base de
picotazos. Me miró con unos ojos mezcla de agradecimiento y dulzura. Después
salió volando y yo me imaginé el color de sus siguientes deposiciones.
Mi hermano se cansó
de jugar a las palas y se puso a llorar por alguna tontería. Mi madre tenía
razón con que se ponía ñoño y tontorrón cuando le entraba el hambre. Nos
disponíamos a salir del parque por la puerta principal cuando vi un corro
gigantesco de palomas. Pensé en “mi” paloma y acto seguido me desilusioné
pensando en que ella ya no se acordaría de mí…¿Acaso hubiera sido yo capaz de
reconocerla entre tantos clones?¿Y le habría contado a sus amigas aquel manjar
del que había disfrutado? Seguramente no por miedo a las envidias, se lo habría
callado y sería un secreto que se llevara hasta su muerte. ¿Cuándo se mueren
las palomas, pensé? ¿Dónde?¿Por qué no vemos palomas muertas por la calle todos
los días?
El caso es que por
muy increíble que parezca la reconocí. El resto de palomas le hacían el vacío y
la estaban dejando aislada. Reparé en una situación que aún hoy recuerdo como
si fuera ayer. Ella, las miraba con ojos indagadores, algo acongojados. El
resto alzaron sus cuellos y le lanzaban miradas de odio e ingratitud. Mi paloma
nunca sabrá el porqué de aquella exclusión social. Pero yo sí, yo pude reconocer
nítidamente, tiñendo todo su pico, la evidencia naranja de su traición.