Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



jueves, 23 de agosto de 2012

Nuestro blog cambia de cara una vez más y con el cambio os traemos dos nuevos cuentos. El primero un relato intrigante y conmovedor escrito por María y englobado en el libro "Si te digo que la burra es negra...". El segundo un cuento infantil escrito por Marta como regalo para un nacimiento. Esperamos que os guste y os agradecemos una vez más vuestra fidelidad y generosidad como "lectores de ajo".

La Espera



por María


Con cinco o seis años su padre le dejó beber,  por primera vez, de su copa de vino. Lo que tendría que haber sido un sorbito, un mojarse los labios que había advertido su madre, se convirtió en un trago en toda regla.  Por el gesto grotesco de su boca y el continuo guiño nervioso de sus ojos, todos entendieron que a Juanito no le había gustado lo más mínimo. Si las escandalosas risas de los mayores no hubieran seguido a la escena, quizá, sólo quizá, el pequeño no habría llorado.
Años después, en el día de su primera comunión, tuvo un nuevo encuentro con este preciado líquido. El párroco del pueblo, tras la consagración,  pasó el cáliz a los tres muchachitos que, vestidos de marineros, esperaban ansiosos su turno.  Juanito acercó sus labios a la gran copa plateada y bebió con rotundidad de aquello a lo que llamaban sangre. Y de repente un cúmulo de sensaciones que tenía dormidas le transportaron al comedor de su casa,  donde años antes,  rodeado de adultos,  había llorado al percibir ese sabor áspero por su garganta.  Nuevamente el gesto grotesco de su boca  y el continuo guiñar de ojos, sólo que esta vez el llanto fue sustituido por un amago de atragantamiento y toses que se hicieron gigantes en el concurrido templo. Mucho tiempo después de este desafortunado episodio, el padre de Juanito tenía que seguir soportando las bromas relacionadas con el suceso. Y es que parecía un chiste que justamente el hijo del viticultor más importante de la región, hubiera hecho semejante muestra pública de disgusto al probar el vino.
̶  Así que al único hijo de Juan Elósegui no le gusta el vino, pues ¡a ver quién va a heredar el negocio, Juan!  ̶  le decían con sorna en la taberna.
̶  Al contrario Tomás, eso es que mi Juanito está apuntando maneras…ese maldito cura les puso un vino picado, de haberles dado nuestro Tinto Bonanza del 86,  otro gallo hubiera cantado  ̶  respondía con ingenio Juan.

No sabría decir si fue por las evocaciones de aquellos traumáticos inicios o porque simplemente la vida no le había otorgado aquel privilegio del que tanto hablaban, pero lo cierto era que a Juanito, que en aquellas fechas ya era Juan, seguía sin gustarle el vino. A decir verdad tampoco le gustaba la cerveza ni cualquier otro tipo de licor o bebida alcohólica, pero al menos eso no era un pecado en la familia de bodegueros riojanos donde había nacido.
̶  Tranquilo, según te vayas haciendo mayor, tu paladar se irá endureciendo, y se acostumbrará  a estos sabores que ahora te parecen fuertes y amargos  ̶  le había dicho su padre, jocoso y parlanchín, una calurosa tarde de verano sentado frente a los viñedos,  cuando el imberbe Juanito de ventipocos, mostró cierta preocupación por el asunto.
Y los años pasaron sin piedad mientras esperaba al endurecimiento del paladar que tantas veces le había prometido su progenitor,  el único que sabía de su penar. Mucho más que el dinero, la salud o el amor, deseaba que por su garganta desfilaran con disfrute afamados caldos. Sin embargo, una vez superada la treintena se casó y en su banquete de bodas no pudo apreciar la selecta colección de botellas que su padre había mimado durante años  para  ofrecérsela como regalo. No le quedó más remedio que escuchar y asentir con fingido entusiasmo cuando los invitados hablaban de uno de los mejores vinos que habían probado, de su toque floral en nariz,  de su acidez placentera en boca con taninos pulidos y de su retrogusto frutal.  Con agrado Juanito hubiera pedido una botella de gaseosa para acompañarlo.
El papel relevante que el destino le había otorgado en el mundo de la enología no le permitió concederse la más mínima licencia. Y mucho menos jugar en las arenas movedizas de la resignación. Por ello, cada día de su vida, nada más levantarse, con obstinada tenacidad llenaba su copa de vino y probaba suerte.  Una suerte que nunca estaba de su parte. Así que mientras aguardaba el momento anhelado aprendió a ocultar su secreto con gran destreza y maestría. Fueron tantas las horas de su vida que dedicó al minucioso estudio del mundo del vino, fue tal su perseverancia y de tal calibre su empeño que pasó la mayor parte de su vida adulta dirigiendo con éxito concurridas catas de vinos y, con el tiempo, acabó convirtiéndose en un auténtico gurú de la materia, no habiendo revista especializada que se preciara donde no apareciera una de sus notas de cata o columnas de opinión.
Al morir su padre, terco como era a darse por vencido y embargado por la locura transitoria de su propio dolor, creyó intuir que un acontecimiento mágico sucedería. No sólo heredaría los viñedos y las bodegas familiares, sino que también las facultadas del paladar de su padre se le transmitirían automáticamente en ese instante. Por eso descorchó un Tinto Bonanza del 86 con su padre de cuerpo presente y bebió.
Sin embargo nada de eso sucedió. El líquido amargo seguía siendo tan amargo como el  primer día.
Y durante toda su vida esperó.
Su mujer e hijos, los únicos que conocían su tortura vital, alimentaban cada día la esperanza de que ese momento llegara. Y no dejaron de alimentarla incluso cuando ya estando muy mayor y enfermo regaban las diez píldoras diarias que ingería con buenas dosis de tinto de la mejor cosecha.
Pero ni siquiera la tarde que le dieron la extremaunción se pudo llevar una alegría.
Ya en su lecho de muerte, segundos antes de expirar, rodeado de su mujer y sus hijos, y con una copa en la mano bebió con la mayor de las solemnidades que sus fuerzas le permitieron.
Y nunca supieron si ese gesto de sus labios arrugados, acompañado de un tímido temblor de mandíbula y un brillo difuso en los ojos era un sí o la constatación agónica de quien cruza la frontera sabiendo que ha desperdiciado su vida.