La Espera
por María
Con cinco o seis años su padre le
dejó beber, por primera vez, de su copa
de vino. Lo que tendría que haber sido un sorbito, un mojarse los labios que
había advertido su madre, se convirtió en un trago en toda regla. Por el gesto grotesco de su boca y el continuo
guiño nervioso de sus ojos, todos entendieron que a Juanito no le había gustado
lo más mínimo. Si las escandalosas risas de los mayores no hubieran seguido a
la escena, quizá, sólo quizá, el pequeño no habría llorado.
Años después, en el día de su
primera comunión, tuvo un nuevo encuentro con este preciado líquido. El párroco
del pueblo, tras la consagración, pasó
el cáliz a los tres muchachitos que, vestidos de marineros, esperaban ansiosos
su turno. Juanito acercó sus labios a la
gran copa plateada y bebió con rotundidad de aquello a lo que llamaban sangre.
Y de repente un cúmulo de sensaciones que tenía dormidas le transportaron al
comedor de su casa, donde años antes, rodeado de adultos, había llorado al percibir ese sabor áspero
por su garganta. Nuevamente el gesto
grotesco de su boca y el continuo guiñar
de ojos, sólo que esta vez el llanto fue sustituido por un amago de
atragantamiento y toses que se hicieron gigantes en el concurrido templo. Mucho
tiempo después de este desafortunado episodio, el padre de Juanito tenía que
seguir soportando las bromas relacionadas con el suceso. Y es que parecía un
chiste que justamente el hijo del viticultor más importante de la región,
hubiera hecho semejante muestra pública de disgusto al probar el vino.
̶
Así que al único hijo de Juan Elósegui no le gusta el vino, pues ¡a ver
quién va a heredar el negocio, Juan! ̶
le decían con sorna en la taberna.
̶
Al contrario Tomás, eso es que mi Juanito está apuntando maneras…ese maldito
cura les puso un vino picado, de haberles dado nuestro Tinto Bonanza del 86, otro
gallo hubiera cantado ̶ respondía con ingenio Juan.
No sabría decir si fue por las
evocaciones de aquellos traumáticos inicios o porque simplemente la vida no le
había otorgado aquel privilegio del que tanto hablaban, pero lo cierto era que
a Juanito, que en aquellas fechas ya era Juan, seguía sin gustarle el vino. A
decir verdad tampoco le gustaba la cerveza ni cualquier otro tipo de licor o
bebida alcohólica, pero al menos eso no era un pecado en la familia de
bodegueros riojanos donde había nacido.
̶
Tranquilo, según te vayas haciendo mayor, tu paladar se irá
endureciendo, y se acostumbrará a estos
sabores que ahora te parecen fuertes y amargos
̶ le había dicho su padre,
jocoso y parlanchín, una calurosa tarde de verano sentado frente a los viñedos,
cuando el imberbe Juanito de ventipocos,
mostró cierta preocupación por el asunto.
Y los
años pasaron sin piedad mientras esperaba al endurecimiento del paladar que
tantas veces le había prometido su progenitor, el único que sabía de su penar. Mucho más que
el dinero, la salud o el amor, deseaba que por su garganta desfilaran con
disfrute afamados caldos. Sin embargo, una vez superada la treintena se casó y
en su banquete de bodas no pudo apreciar la selecta colección de botellas que
su padre había mimado durante años para ofrecérsela como regalo. No le quedó más
remedio que escuchar y asentir con fingido entusiasmo cuando los invitados
hablaban de uno de los mejores vinos que habían probado, de su toque floral en
nariz, de su acidez placentera en boca
con taninos pulidos y de su retrogusto frutal. Con agrado Juanito hubiera pedido una botella
de gaseosa para acompañarlo.
El
papel relevante que el destino le había otorgado en el mundo de la enología no
le permitió concederse la más mínima licencia. Y mucho menos jugar en las
arenas movedizas de la resignación. Por ello, cada día de su vida, nada más
levantarse, con obstinada tenacidad llenaba su copa de vino y probaba suerte. Una suerte que nunca estaba de su parte. Así
que mientras aguardaba el momento anhelado aprendió a ocultar su secreto con
gran destreza y maestría. Fueron tantas las horas de su vida que dedicó al
minucioso estudio del mundo del vino, fue tal su perseverancia y de tal calibre
su empeño que pasó la mayor parte de su vida adulta dirigiendo con éxito concurridas
catas de vinos y, con el tiempo, acabó convirtiéndose en un auténtico gurú de
la materia, no habiendo revista especializada que se preciara donde no apareciera
una de sus notas de cata o columnas de opinión.
Al morir
su padre, terco como era a darse por vencido y embargado por la locura
transitoria de su propio dolor, creyó intuir que un acontecimiento mágico
sucedería. No sólo heredaría los viñedos y las bodegas familiares, sino que
también las facultadas del paladar de su padre se le transmitirían
automáticamente en ese instante. Por eso descorchó un Tinto Bonanza del 86 con su padre de cuerpo presente y bebió.
Sin
embargo nada de eso sucedió. El líquido amargo seguía siendo tan amargo como el
primer día.
Y
durante toda su vida esperó.
Su
mujer e hijos, los únicos que conocían su tortura vital, alimentaban cada día
la esperanza de que ese momento llegara. Y no dejaron de alimentarla incluso
cuando ya estando muy mayor y enfermo regaban las diez píldoras diarias que
ingería con buenas dosis de tinto de la mejor cosecha.
Pero ni
siquiera la tarde que le dieron la extremaunción se pudo llevar una alegría.
Ya en
su lecho de muerte, segundos antes de expirar, rodeado de su mujer y sus hijos,
y con una copa en la mano bebió con la mayor de las solemnidades que sus
fuerzas le permitieron.
Y nunca
supieron si ese gesto de sus labios arrugados, acompañado de un tímido temblor
de mandíbula y un brillo difuso en los ojos era un sí o la constatación agónica
de quien cruza la frontera sabiendo que ha desperdiciado su vida.