Rafael
Alcázar merecía morir, él lo sabía, pero no así. Esperaba un final trágico a la
altura de su fama, a la altura de sus crímenes. Algo digno de su maldad.
Juana Alcázar merecía matarlo. Lo merecía desde que
nacieron. Su madre la parió una mañana fría de invierno. Una niña fea, con la
cara arrugada y color azulado. Cuando su madre se recompuso y tuvo a la niña en
sus brazos comenzaron de nuevo los dolores. Esta vez tan intensos que los chillidos
se oían desde la calle. Venía otro niño. Un niño lozano, muy guapo. Un niño tan
grande que abrió a su madre en canal dejando a Juana agazapada como un
conejo mamando del pecho sin vida de su
madre.
La
bala salió dirigida hacia el centro de su pecho. Un disparo certero para una
persona que nunca había cogido un arma. Pensó que habría tenido muchas veces la
oportunidad. Había por lo menos un par de revólveres, en la mesilla de noche y
en el mueble de la entrada, pero ella siempre se había mantenido al margen de
los negocios de la casa. Lo cierto es
que la distancia era corta y Juana contaba con la tranquilidad y el descuido
del que no se espera la muerte.
Pocos
segundos tardó la sangre en adueñarse del blanco de la camisa y sus ojos
miraron fijamente a los de su asesina. Ahora su mirada era fija y penetrante,
mostraba superioridad, ¿por qué me has matado? ¿Acaso tú, mi hermana, el ser
más insignificante que ha pasado por mi vida, te crees con derecho a quitarme
la vida? Juana sonrió. Una sonrisa amplia, con la boca muy abierta y los
dientes exhibiendo su desorden como pocas veces lo había hecho.
El charco
de sangre estaba a punto de alcanzar la gran alfombra del salón. Cuando mataron
a su hijo ella misma rasgó las telas de toda la ropa del armario del chico y
tejió con ellas durante semanas la gran alfombra.
La mirada
de su hermano ya no le decía nada, se había esfumado la expresión de
desconcierto y también la de superioridad. Sus ojos eran dos bolas blancas
opacas. Muerto. Con la punta del pie apartó el pico de la alfombra para que no
se tiñera de sangre.