Para
Nuria, mi inseparable compañera en los 15100 caminos de la vida.
A un par de cuadras de la Plaza de
la Liberación, antes de llegar a la Avenida Juárez, dos señoras se dedican al
oficio de lustrar zapatos. No son las primeras de su generación que se consagran
a dicho empleo. Cobran la boleada a 25 pesos. Yo me enteré de lo que era una
boleada porque mientras me dirigía a Callao, en plena Gran Vía madrileña, vi
como un hombre anunciaba su puestecito de limpiar zapatos con un cartel que
rezaba “La mejor boleada de México”. Comprobé este dato por internet y vi que
lo de bolear allí, al otro lado del Atlántico, parecía un oficio con algo más
de futuro que en España. Aunque tampoco demasiado porque cada vez son más
habituales, también allí, las zapatillas deportivas o el calzado informal que
no necesita de lustre. En todo caso a mí se me hace raro que a alguien le
apetezca que otro le limpie los zapatos en plena calle; por muy sucios que
estuvieran los míos yo no querría ni regalada una boleada con público, y siendo
sinceros, sin público tampoco me atrae en exceso. Pero supongo que si existe el
oficio es porque otros no tienen tantos remilgos.
Otra ocupación que me llama la
atención y que pensaba que se había extinguido es la de afilador de cuchillos.
El otro día, a las 12 del mediodía en pleno barrio de Chueca, comprobé que
estaba en un error: me topé con uno. Bajaba la calle con esa musiquita que
cualquiera que la haya escuchado tendrá grabada en su cabeza y me transportó unos
treinta años atrás, cuando era un sonido relativamente común en mis mañanas de
fin de semana, como el del chatarrero o el del gitano con la cabra y el órgano.
Supongo que no tengo ningún cuchillo cuyo valor merezca la pena tanto como para
afilarlo, así que los afiladores de cuchillos son para mí tan prescindibles
como los boleadores.
O tan prescindibles como debieron
de serlo los serenos en las calles de Madrid, ya que estos sí que
desaparecieron definitivamente. Empezando por el nombre siento gran atracción
por la profesión de sereno. El pozo de sabiduría que es internet me explicó que
estos tipos, una especie de vigilantes nocturnos de las calles que regulaban el
alumbrado público y abrían las puertas de quien lo necesitara, en algunos
lugares solían además anunciar la hora y las variaciones atmosféricas, y de ahí
su nombre, porque era muy habitual que
el cielo estuviera despejado, sin nubes ni niebla, es decir “sereno”. ¡Las diez
en punto y sereno! ¡Las doce en punto y nublado! ¡Las dos en punto y nevando!
Poco queda en el Madrid actual de
ese Madrid de serenos, a los que imagino cargados de llaves y familiarizados
con los vecinos de las calles que “patrullaran” y entonces creo que lo que me
gusta no son sólo los serenos, o quizá ni siquiera los serenos, sino la
inocencia de ese Madrid que apenas conocí.
Lo que no tiene visos de
extinguirse, ya que estamos hablando de oficios y profesiones, es la eterna y
fastidiosa pregunta de ¿qué quieres ser de mayor? Les sonará porque con toda
seguridad la habrán recibido de pequeños y posteriormente la habrán formulado
de adultos. Cuando recibes esa pregunta en la más tierna infancia el abanico de
posibilidades no es demasiado amplio. ¿Cuántas profesiones sabe un niño de
siete u ocho años? No sé ahora, pero en
mi infancia la cosa giraba en torno a los que querían ser bomberos, policías, soldados
o pilotos de avión, es decir profesiones más de acción, los que querían ser
médicos, abogados, periodistas o maestros, profesiones de menor riesgo físico y
que elegían los más listos de la clase, o los que ya por pedir, pues querían
ser actores famosos, cantantes, futbolistas o astronautas. Percíbase que hablo
en masculino, aunque no hace falta señalar que muchas profesiones tenían su
género ya asignado y si a un niño de nueve años le daba por decir que quería
ser peluquero que se preparara.
Recuerdo perfectamente que en clase
nos dieron una lámina blanca con un marquito color lila y teníamos que dibujar
en ella qué queríamos ser de mayor. Creo que fue en cuarto de EGB, esto es unos
nueve o diez años, aunque no estoy muy segura si fue antes o después de esa
edad. Supongo que para muchos niños no supuso ningún problema plasmar ahí
cualquier cosa, lo tuvieran o no claro; para algunos otros – no muchos- que
nacen con una vocación clara tampoco supondría obstáculo alguno, pero ¿qué pasó
conmigo? Pues que me quedé paralizada y tuve que pensar y pensar y repensar qué
narices quería ser de mayor. Creo que debí de preguntar a mi familia por
diferentes profesiones a ver si había alguna que me gustara (¿es lícito poner
en esta tesitura a una niña de diez años?) y entonces decidí, sin saber
demasiado bien qué era, que yo de mayor quería ser abogada. Y ahí que dibujé un
estrado, con la mesa del juez, con sus banquitos de madera y con mi persona
ataviada con toga y hasta birrete, obviamente influenciada y confundida por las
películas y series americanas. Aquella de Perry Mason, que por cierto nunca he
vuelto a ver desde entonces, me encantaba y creo que tuvo mucho que ver con el
resultado final de mi dibujo.
La cosa es que años después, cuando
aprobé selectividad y me llegó ese momento fatídico de elegir carrera y futuro
vital (¿es lícito poner en esta tesitura a una joven de dieciocho años?)yo
debía seguir con las mismas dudas que entonces. Así que pensé, pensé y repensé
y ¿qué hice? Pues me matriculé en Derecho porque al fin y al cabo la única respuesta
palpable que yo tenía a esa maldita pregunta era un dibujo enmarcado en un
marquito lila.
Y así se forja la vida de una
persona.
Y a estas alturas de la película no
tengo claro si me equivoqué o no al pintar ese dibujo porque resulta que ya soy
mayor y sigo sin saber qué quiero ser de mayor. Y lo pienso, lo pienso y lo
repienso, pero la parálisis continúa y lo más parecido a una respuesta que se
me ocurre nada tiene que ver con profesiones. De mayor quiero ser feliz, culta,
eternamente joven y bella, millonaria. De mayor quiero ser pequeña otra vez,
libre de responsabilidades y ajena a preocupaciones. De mayor quiero saber qué
quiero ser de mayor.
Sin embargo creo que si
consiguiéramos desterrar la preguntita de marras tendríamos mucho terreno
ganado. No habría afiladores de cuchillos frustrados porque un día dijeron que
querían ser médicos, ni habría mujeres de la limpieza que soñaron con ser
actrices. Habría afiladores de cuchillos, médicos, limpiadoras y actrices
felices de ser lo que fuesen.
Ojalá todo fuera tan sencillo como
eliminar una pregunta, pero obviamente
esta es una cuestión mucho más compleja que pasaría por cambiar gran parte de
la concepción de nuestro sistema educativo, un sistema que en mi opinión no
funciona. Y no funciona porque no valora a la persona y sin ella nunca vamos a
hacer un mundo mejor.
Pero si las cosas no cambian al
menos podríamos incluir la enseñanza de la canción
del pirata cojo de Joaquín Sabina entre las materias obligatorias y así
ampliaríamos algo más el abanico de
posibilidades para elegir. Yo al menos no me habría visto obligada a preguntar
qué profesiones me podrían gustar, lo hubiera tenido claro: sin duda pintora en
Montparnasse.
O bien esto o reconducir a los
niños por caminos más realistas donde las respuestas a la cuestión variaran de
las “yo quiero ser parado de larga duración, como mi papá”, o “fija-discontinua
sin contrato, como mi tía” a “yo lo que deseo es ser funcionario gris”
“contable amargado” “abogado mercenario” “tesorero corrupto de partido
político” “niño de papá o hijo de torero vividor de las revistas del corazón”. No
sé si sería un mundo mejor, pero desde luego que sería un mundo mucho más
divertido.