Por María
Para Ana Portela, por compartir lo
que ella y yo sabemos.
Confieso que no sé qué interés
podría tener para vosotros leer la historia de Mario, puesto que Mario no
existe. Mario es alguien totalmente inventado por mí. Le di un apellido italiano
por parte de padre, Bellotti, simplemente porque me gustaba su sonoridad. Me
repetía una y otra vez su nombre, Mario Bellotti, así alargando mucho la “o” de
Bellotti, Mario Beloooti, Mario Beloooti.
Dado que siempre admiré esas
familias de muchos hermanos donde al final los mayores hacen un poco de padres
de los pequeños, le di a Mario cinco hermanos, que bien podían haber sido, por
el mismo coste, seis o siete. Así, de repente, se me ha ocurrido que cuando
Dostoyevski escribió “Los hermanos
Karamazov” quizá pudo haber pensado en algún momento que en vez de tres
fueran cuatro hermanos. Sin embargo ni el cuarto Karamazov ni el sexto hermano
de Mario Bellotti existieron finalmente, aunque en el fondo tampoco existieron los
tres Karamazov de Dostoyevski ni los cinco hermanos de Mario Bellotti. Tampoco
Mario Bellotti. Todo fruto de la invención.
Pero por diversos motivos que a
veces no consigo comprender, los humanos hemos querido que algunas vidas inexistentes
nos interesen tanto como para pasar horas y horas con ellas. Unas vidas sin
vida que, como en el caso de los hermanos Karamazov, tienen más vocación de
permanencia y universalidad que las propias vidas reales.
Volviendo a Mario Bellotti lo
cierto es que si se me hubiera ocurrido a tiempo le habría dado un hermano gemelo, siempre he sentido fascinación por ese
par de almas que comparten idéntica información genética. Habría creado un gemelo
de Mario tan clónico a él que su madre al nacer sólo habría podido
distinguirles por el ombligo, la única señal que no dependía de la genética
sino del resultado del corte del cordón umbilical. Sin embargo ya era tarde
para ello, la historia ya estaba escrita. Una historia que situé por pura
casualidad en Canadá, de lo cual me arrepentí en cierto modo porque yo no sabía
absolutamente nada de Canadá. Hubiera sido mucho más fácil quedarme en Madrid,
o en el caso de haber querido arriesgar un poco más al menos haber elegido una
ciudad en la que hubiera estado alguna vez. Ya lo decía el profesor del taller
“Cómo escribir una novela que enganche”, que lo más sencillo era escribir sobre
lo que conociéramos. Y ahí estaba yo, complicándome la vida y eligiendo Canadá como
enclave de mi historia, lo cual me supuso un trabajo extra de previa
documentación. Leí sobre su clima, sus costumbres, sobre sus ciudades y su
extraordinaria naturaleza. La verdad es que sentía que era ridículo estar
leyendo sobre algo de lo que no tenía la más remota idea para luego contarlo
como si fuera una eminencia en el asunto. Tenía la misma sensación que si
estuviera copiando en un examen. Todos los escritores tenemos algo de
tramposos.
Y es que de vez en cuando me
asaltaba la duda ¿y si hubiera leído algo equívoco al documentarme y como
consecuencia de ello dicho error se hubiera plasmado en mi novela? El disparate
podría acecharme detrás de las Rocosas, en la carretera de Québec a Montreal o tras
la lluvia de Vancouver.
“Verosimilitud” había
dicho aquel profesor. “Lo importante no
es que las cosas sean verdaderas, lo
importante es que dentro de su contexto sean verosímiles”. Así que en el
fondo no importaba que hubiera confusiones si las mismas no entorpecían la
verosimilitud de lo descrito, ¿no?
Yo había tejido de la nada la saga
de varias generaciones de pianistas de origen italiano en Canadá, una historia
de renuncias, de superación, una historia de amor por la vida, por la música, por
la música de la vida y ¿por qué lo había hecho? ¿qué pretendía con ello?
Me cuesta entender por qué escribo,
¿qué busco? Pero, sobre todo, ¿qué buscan los demás leyendo algo que saben que
no existe de principio a fin?
Durante un tiempo sólo pude leer
ensayos y libros de historia. Sólo veía documentales. Si osaba ir al cine sólo
imaginaba los técnicos que rodearían cada escena, los cortes, el montaje, al
guionista escribiendo en su casa, al director mandando repetir el diálogo. Me
parecía imposible haber disfrutado antes de alguna película y admiraba la
capacidad del resto de espectadores para emocionarse con lo que estuvieran
viendo.
Hubo gente que compartió mi angustia.
Y de repente recordé la escena en
la que Mario Bellotti tocaba el concierto para piano nº 2 de Rajmáninov. Me
había molestado en describir sus poderosos brazos, sus manos de dedos largos y
ágiles, el vello en sus falanges. Todo era inventado. Salvo la música.
La música que lo llenaba todo.
La música que brotaba de sus manos.
De las manos de Mario, que eran las manos de cualquier pianista del mundo. De
todos los pianistas del mundo.
La música puso fin a mi desasosiego
y me hizo comprenderlo todo.
Porque daba igual que nada fuera real.
Yo lo sentía.