Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



sábado, 28 de noviembre de 2015

Segundo Premio de Relato Corto AEINAPE 2015

Queridos lectores, 
Es una alegría para nosotras comunicaros que nuestra estantería de trofeos se amplía con el "Segundo Premio de Relato Corto 2015" de la Asociación Española de Antiguos Alumnos del INAP que ha conseguido María con su relato titulado "Discurso". 
Anoche, 27 de noviembre de 2015, Cabezas de Ajo asistió a la cena en la cual se realizó la entrega de premios. El restaurante, en un enclave privilegiado, con vistas al Palacio Real de Madrid, fue un escenario mágico. 
Desde aquí dar la enhorabuena a los premiados, y en especial a Miguel Ángel Gayo que con "La Rebusca de un poema inacabado" se alzó merecidamente con el primer premio de relato corto y a Antonio Flórez que obtuvo el meritorio segundo puesto en la categoría de novela con "Como el que tiene un huerto de tomates". Con ellos y sus acompañantes compartimos una muy agradable velada. Asimismo agradecer a la Asociación de Antiguos Alumnos del INAP que entre sus numerosas actividades hagan un hueco a este tipo de iniciativas.

Os dejamos unas fotos de la noche y a continuación el relato que, como veréis, no precisa dedicatoria alguna. 





DISCURSO

Estimados miembros del jurado, compañeros y amigos:
En primer lugar quería aprovechar la oportunidad que se me brinda para agradecer a los miembros del jurado de la Asociación de Antiguos Alumnos del INAP de España que me hayan otorgado este primer premio de relato corto, no sólo por el honor que supone dicho galardón, máxime dada la cantidad de escritos de calidad presentados, sino porque en cierto modo lo considero una recompensa a mi desempeño público durante los últimos nueve años, es decir los tres trienios que se reflejan en mi nómina.
Asimismo, quería utilizar este discurso para agradecer a mis progenitores, ambos empleados públicos, el haberme inculcado con su ejemplo no sólo una forma de ganarse la vida sino, en definitiva, una forma de ver y concebir el mundo. Fue esta vocación por servir al interés público y general observada desde la infancia la que me llevó a decantarme por el camino funcionarial, por encima de otras profesiones que probablemente podrían haberme dado más éxitos en otras parcelas – todo el mundo sabe que hay pocos funcionarios ricos monetariamente hablando-, pero que nunca me habrían dado la satisfacción de saber que dedico mi esfuerzo diario a un fin que coincide con mis principios éticos y morales.
Por último, valga también ese agradecimiento, para todos aquellos trabajadores de la Administración Pública Española, bien fueran funcionarios, laborales, interinos o eventuales, con los cuales me he cruzado en los diferentes destinos de mi aún corta vida laboral y que, por uno u otro motivo, merecen toda mi admiración. Por ofrecerme su ayuda desinteresada, por su dedicación, por su inteligencia, por renunciar a muchos desayunos por terminar un trabajo por el que inacabado le hubieran pagado igual, por sus consejos, por sus risas; este premio es para todos ellos. Sin embargo a esos empleados públicos que, aun siendo los menos, colaboraron con su nefasto ejemplo a dar mala fama al resto de compañeros de profesión, a ellos no les agradezco nada, no les dedico este premio, no les dedico ni una línea más de este discurso.
Dicho esto, considero apropiado hablar a continuación de la historia que me ha proporcionado la ocasión de estar aquí en este momento, frente a un auditorio tan especial, donde puedo reconocer a algunos de esos empleados admirables que no salen ni a desayunar, a pesar de que carguen con la fama de hacerlo dos y hasta tres veces al día.  
Mi amiga Coe, también funcionaria y aquí presente, a la que conocí en la academia en la que preparamos las oposiciones para trabajar en la Administración  Púbica, fue la que me habló de Kima N´Doye. Ella había sido periodista años atrás y podía pasarse horas contando anécdotas y chismes de diverso calado. Fue el propio Kima el que le había relatado a ella su triste historia, antes de saber que ésta era en realidad más triste de lo que él mismo podía intuir por aquel entonces. Mientras Coe me refería los pequeños detalles de la misma, estos se iban almacenando en mi mente y sabía que tarde o temprano acabarían formando parte de mi mundo de ficción. Por ello, en cuanto tuve conocimiento de la existencia de un concurso de relato corto para empleados públicos supe que era el momento adecuado. Sin embargo lo que yo no sabía es que la presentación a este concurso provocaría que el verdadero final de la historia de Kima viniera a mí por sí solo, dejándome boquiabierta, aturdida, sin capacidad de contar aquí hoy otra cosa que no sea lo que realmente ocurrió.   
Comencé a escribir mi relato usando toda la información que el protagonista de la historia le había dado a Coe y que ésta a su vez me había transmitido a mí, si bien aderecé la crónica con algún que otro dato imaginado que, sin desvirtuar el suceso real, lo hiciera más literario. En dicho escrito no me pareció preciso que constara cómo era la vida de Kima en Nigeria, antes de que llegara ilegalmente a  España, con veinticuatro años y tras muchas horas de penoso viaje. Tampoco incluí en el mismo que su padre había abusado sexualmente de su propia hija en repetidas ocasiones, y que tiempo después, para alivio de la hermana de Kima, murió ahogado mientras faenaba a bordo de su canoa en el río Benue. Todos estos datos no consiguieron atravesar la frontera entre el boceto y el texto definitivo y me pareció más apropiado no darlos a conocer, guardándomelos para mí. Lo que sí acabó reflejado en el papel era que Kima se enamoró de una mujer española, bastante mayor que él, y que ésta se enamoró también de él, aunque ninguno de los dos supo que su amor estaba siendo silenciosamente correspondido hasta que fue definitivamente tarde.
No voy a negar, aunque esto me condene a ser tachada de soberbia, que una vez que decidí escribir la historia de Kima y presentarla al concurso, ya no podía contemplar la posibilidad de no ser premiada. Es más, llegué a fantasear con la idea de ganar el primer premio y de escribir un discurso en el que agradecía el galardón tanto al jurado como a otras muchas personas, y en el que posteriormente desgranaba paso a paso cómo se había fraguado la historia premiada. Pero lo cierto es que según iba escribiendo sobre Kima y Ángela  tuve dudas acerca de la conveniencia de elegir una historia de amor como argumento para el concurso. Máxime si añadíamos la traba de que el destino había negado a los amantes el deseado encuentro. El hombre y la mujer que se aman son amantes, a Kima y a Ángela no les hacían falta los besos, las caricias o una cama para adquirir esta condición, pero era obvio que esta ausencia de intimidad física le quitaba algo de chispa a mi relato.
Podría haberme decantado por algún otro de los temas que tenía almacenados en la carpeta “Ideas para relatos” de mi ordenador, que una vez revisados me parecían más apropiados, sin embargo había algo en la historia de Kima que me tenía atrapada.
Mientras daba vueltas a estos pensamientos el tiempo iba corriendo y la fecha del 15 de septiembre cada vez era más próxima, se cernía ante mí el temido “fuera de plazo”.  Me puse nerviosa, la verdad, mi primer premio se estaba esfumando.
Y de repente, una mañana, sin aparente motivo, las dudas desaparecieron. Debía escribir sobre Kima N`Doye,  porque era lo que quería. ¿Acaso dudaba de la sensibilidad del jurado para apreciar una historia de amor? ¿Acaso menospreciaba su capacidad de emocionarse con algo tan sencillo y a la vez tan complejo como este sentimiento? ¿Acaso no podrían identificarse con la sinrazón, el desasosiego o la locura que puede envolver a la pasión amorosa?  Olvidé mis prejuicios y continué mi relato, ahora ya sí, con el firme propósito de que una historia de amor se alzara con el galardón, penetrando en el corazón de sus lectores como la fina lluvia que va cayendo sordamente hasta empapar por completo.
Mi relato comenzaba situando la acción temporalmente. Describía cómo en aquellos años las calles del centro de Madrid se llenaban de copias ilegales de música y películas, tan ilegales como la residencia en España de sus vendedores. Estos eran los llamados “manteros”, siempre en guardia para hacer de su manta un morral y salir huyendo de la policía; Kima era uno de ellos.
Narré como éste se instaló, junto con unos compañeros,  en los alrededores de la estación de Atocha, donde vendían bastante y corrían más. Allí, la enorme afluencia de viandantes era directamente proporcional a la vigilancia de la zona, lo cual aumentaba el riesgo de ser detenido. A más de uno ya le habían mandado de vuelta a su país, y Kima temía esto por encima de todas las cosas.
Posteriormente, tras dar pequeñas pinceladas de cómo transcurría la vida de alguien que estrena la condición de inmigrante, me referí a lo ocurrido meses después de su llegada, cuando Kima y su inseparable amigo Emmanuel, probablemente cansados de sortear a la policía la mayor parte del tiempo, decidieron trasladar su puesto de operaciones a la salida de una parada de metro cercana a Cuatro Caminos; un lugar algo más tranquilo que el anterior,  pero con suficientes transeúntes como para seguir subsistiendo.
Es concretamente en este espacio y en este tiempo donde por fin se va fraguando la relación entre Kima y Ángela, conformando la parte central de mi relato. Aunque Coe no me lo contó, enseguida imaginé cómo debió ser la primera vez que se vieron.  Ella cruzaría la calle por el paso de peatones, con la cara recién lavada y ligeramente despeinada. La forma en que se acuclillaría para mirar las carátulas de las películas, dejando sus dos rodillas pétreas al descubierto, llamaría la atención de Kima. Ángela, abandonaría su timidez innata para mirar directamente a los ojos a Kima durante unos segundos y después volvería la vista al suelo para señalar el título elegido. No habría apenas palabras, se hubieran dicho mucho, pero no se dijeron nada.
Destiné casi dos folios a redactar con tranquilidad estos comienzos de su relación. No escatimé adjetivos para describir la sonrisa de Kima, esa en la que Ángela se había fijado el primer día, probablemente a causa del relucir de sus dientes, que parecían aún más blancos de lo que eran gracias al contraste con el color de su piel. Quizá pudo ocurrirle lo mismo con sus ojos, que resaltaban en el conjunto de su cara, una cara ovalada, de proporcionadas dimensiones. También me ocupé de Ángela, de las pequeñas manos de uñas exquisitamente cuidadas con las que pagaba a Kima y que él rozaba conscientemente con tal de prolongar el único momento de cercanía entre ambos. Me dediqué a descifrar el tic nervioso de sus ojos, a indagar en su menudo y delicado cuerpo. A la vez que les iba dibujando físicamente fui explicando cómo fueron esos primeros encuentros, esos momentos que ambos aguardaban vehementemente y que cada vez se producían con mayor frecuencia. A las sonrisas y miradas prolongadas les siguieron los breves diálogos, brevedad ocasionada tanto por el carácter introvertido de una, como por la falta de fluidez en el castellano del otro.
Una vez que acabé con ese punto llegué a la parte del relato que me había impulsado a sentarme frente al ordenador; tenía la certeza de que únicamente por la satisfacción que me proporcionaría la escritura de ese pedacito de historia me había compensado el esfuerzo de escribir el resto. Todo aquel que se ha acercado al oficio de escritor sabe del trabajo, no siempre grato, que este supone. Hay ocasiones en que merece la pena meterse en el fango, pelear con verbos, burlar adjetivos, encajar conjunciones con tal de encontrar aunque sólo sea una pequeña perla perdida en la inmensidad. Las escenas que escribí a continuación eran mi perla, más bien mi diamante en bruto; yo solamente me consagré a quitarle el barro, a lustrarlo y a mimarlo con tal de entregárselo pulido al lector. Y eso es lo que narré en las siete hojas siguientes, que no leeré aquí para no abusar de esta generosa audiencia.
Baste en su lugar contaros que en ellas fui desmenuzando la estrategia urdida por Ángela para conquistar a Kima, maniobra que desafortunadamente no pudo materializarse en el anhelado encuentro. Ángela, incapaz de soltarle a bocajarro sus sentimientos a Kima, tuvo una ocurrencia para comunicarle sutilmente los mismos, ingenio que además le ahorraría parte de la cuantía,  cada vez más sustanciosa, que destinaba casi diariamente a comprar películas. Con mucha vergüenza se acercó y le propuso a Kima convertir su manta en un videoclub y alquilar la película a la mitad del precio estipulado, con la promesa de devolvérsela al día siguiente. Kima aceptó encantado la oferta, no precisamente por lo ventajosa que era para él – a esas alturas del relato cualquiera sabía que Kima hubiera regalado a Ángela todas sus películas y cualquier otra cosa que hubiera poseído- sino porque cada vez que Ángela hiciera uso de ese particular servicio de alquiler él se aseguraría volverla a ver. Y efectivamente así fue, se vieron un día y al siguiente y al otro, pero lo que Kima no llegó a saber a tiempo es que Ángela utilizaba ese mecanismo de coger y devolver películas para hacerle llegar notitas con mensajes de amor. Normalmente eran poemas que ella misma componía para él, versos de famosos sonetos o estrofas de archiconocidas canciones; en un principio no eran declaraciones de amor directas, pero según pasaba el tiempo Ángela empezó a ser más explícita. Sin embargo Kima vivía ajeno a este trajín comunicativo en que Ángela se había sumido, nunca se le hubiera ocurrido abrir el disco que ella le devolvía, su confianza ciega era tal que comprobar si la película retornada era la correcta no se le había pasado por la cabeza ni por un momento.
Justo al final de ese fragmento introduje otro totalmente inventado. Cuando Coe me contó cómo Ángela metía tarjetas con frases, poesías o canciones y que Kima nunca las vio, mi mente frenó en ese punto, sólo momentáneamente, para crear una historia dentro de la historia porque ¿qué pasaría con esas notas?¿cuál sería la reacción del nuevo comprador de esa película? Había tantas historias como notas de amor escritas por Ángela se hallaban diseminadas por la ciudad y a ningún escritor podía escapársele ese filón.  Describí unas cuantas escenas, como la de una jovencita que adquiría la tercera entrega de Piratas del Caribe y que nada más abrirla se encontraba con una cartulina blanca recortada en forma de corazón en la que con perfecta caligrafía se podía leer Para vivir no quiero de Pedro Salinas, uno de los poemas favoritos de Ángela. ¿Lo leería y se aficionaría a la poesía gracias a esas casualidades del destino?¿Lo tiraría sin pasar del primer verso?¿Qué peregrinas razones se le ocurrirían para justificar que estuviese ese poema dentro de una película comprada en el top manta?
Después de esta interrupción volví a la historia real, que ya estaba muy próxima a finalizar. La situé en un sábado por la mañana, ese sería el último día que se vieron. Kima notó algo raro en la mirada de Ángela mientras le devolvía la película del día anterior. Pero no sólo eran sus ojos, tenuemente humedecidos, sino que al tenderle su mano con el DVD y justo cuando Kima alargaba su brazo para cogerlo, ella dudó, se echó para atrás y segundos después se lo dio, turbada, azorada. Acto seguido se fue calle abajo, precipitadamente, hasta confundirse con la muchedumbre que se metía en la boca del metro. Cuando Kima se quedó sólo enseguida notó que la película que le había devuelto, “No es país para viejos”, contenía algo más que un simple disco. Era una extensa carta en la que Ángela le confesaba sus sentimientos y para cuya lectura Kima necesitó la ayuda de Emmanuel, que llevaba varios años en España. Era en esa carta donde le explicaba, además de muchas otras cosas, que había puesto mensajes en el resto de películas y que, aún sin saber si él los había leído o no, no podía esperar un solo día más para averiguar si su amor era mutuo. Lo cierto es que Coe me contó muchos más detalles de la carta, puesto que ella misma la tuvo entre sus manos, y me aseguraba que nunca había leído nada tan sincero y desgarrador. Eso es lo que intenté reflejar yo cuando escribí sobre ella. También traté de describir cómo Kima se sentía la persona más afortunada del mundo cuando terminaron de leérsela.  
Mi relato terminaba en el mismo momento en que concluía la historia que Kima le había narrado a Coe durante el tiempo que estuvieron juntos. Ella estaba haciendo un reportaje sobre inmigrantes ilegales deportados a su país y pudo entrevistarse con él en el aeropuerto, horas antes de que su vuelo saliera. Lo que más le preocupaba era que Ángela pensara que su ausencia respondía a una negativa a sus sentimientos y no a que la maldita casualidad había querido que justo ese día la policía les hubiera detenido. Coe decía que a pesar de su inquietud y del drama que suponía ese tipo de situaciones Kima estaba totalmente confiado en que pronto regresaría y ya nada podría separarlos, era difícil borrarle la dicha de saberse amado y deseado como nunca lo había sido.
Ahí concluía mi relato, imprimí tres copias, las metí en el sobre y siguiendo el resto de las bases del concurso, lo envié antes de que finalizara el plazo.
Sin embargo, la historia de Kima y Ángela, desgraciadamente, no termina aquí y por eso mi discurso tampoco puede hacerlo todavía. No contar lo sucedido después sería faltar a la verdad y eso jamás podría perdonármelo.
Como les dije al principio de mi discurso el verdadero final de la historia de Kima vino a mí por sí solo. Podría haber usado este relato para cualquier otro concurso, pero el azar quiso que fuera para éste y que sólo por ese motivo todos podamos saber hoy qué ocurrió realmente con la pareja protagonista de mi relato.
Todo sucedió hace unos días. Recibí una llamada de un miembro de este jurado, cuyo nombre prefiero no hacer público. En ella se me informaba de que había resultado ganadora del concurso de relato corto y me emplazaban para recibir el premio que estoy recibiendo en el momento presente. Como podréis imaginar mi júbilo era bastante elevado. Sin embargo la llamada no terminaba ahí. Ese miembro del jurado me dijo que tenía que contarme algo y que había dudado hasta el final si hacerlo o no. No me preguntéis la razón, pero en el momento en que me dijo, con voz enigmática, que me podía desvelar el final de la historia de Kima y Ángela supe que estaba hablando con la mismísima Ángela, o con la persona real a la que yo le había puesto el nombre de Ángela en mi relato.
Este dato de la identidad de mi interlocutora debo decir que no me ha sido confirmado y que únicamente me dijo, aunque no la creí, que era amiga íntima de Ángela desde la infancia y que conocía muy bien su historia. Sea como fuere lo cierto es que con sus palabras le fue poniendo el desdichado broche final a su historia y por ende a la mía.
Efectivamente me contó que durante mucho tiempo Ángela pensó que los sentimientos de Kima no habían sido equivalentes a los suyos y que la prueba, evidente y dolorosa, era que había preferido no volverla a ver. Todas sus ilusiones se habían evaporado repentinamente, sumiéndola en un estado de fuerte depresión.
Sin embargo, muchos meses después, cuando ya era capaz de salir a la calle y de relacionarse pareciendo una persona normal, se topó con Emmanuel y su manta de películas en el sitio habitual. No le hizo falta vencer su timidez para preguntarle nada, ya que éste, en cuanto la vio, se fue directo a ella y le contó lo sucedido aquel sábado inolvidable. Lo cierto es que Emmanuel se había tomado como misión vital contarle a Ángela lo ocurrido con su amigo. Es difícil imaginar el cúmulo de sentimientos que debió tener Ángela en el brevísimo espacio de tiempo que Emmanuel tardó en relatarle lo sucedido. A la incredulidad y a la alegría inicial de saberse amada por Kima probablemente le seguiría la más absoluta desolación de saber que el mismo había fallecido en el naufragio de una patera en aguas próximas a Melilla cuando trataba de regresar a España, y del que Emmanuel si pudo sobrevivir.
Tras oír esto noté cómo mis ojos se humedecían. Creo que sólo pude balbucir que lo sentía mucho y colgué el teléfono bastante agitada.
Yo había escrito una historia de amor entre dos personas de muy diferentes orígenes, una auténtica historia de amor sin fronteras, una historia que no tenía un final feliz, pero sí un final esperanzador, un final que podría ser el principio de otro relato y que ahora ya no podría escribir jamás. Yo había conseguido que esa historia de amor ganara un premio literario, pero ahora no importaba nada porque esa historia ya no era la verdadera historia y Kima estaba muerto. Muerto.
Además tenía la sensación de que si un miembro del jurado había vivido mi historia en primera persona probablemente no fuera objetivo para valorarla y, lo peor de todo, para influir al resto de miembros. No podía soportar la idea de que mi relato no fuera ganador de manera justa y que pudiera haber otros motivos detrás que lo hubieran condicionado.

Tras darle muchas vueltas al asunto en los últimos días y sobre todo en las últimas horas creo que lo más razonable es que renuncie a este premio. No hay nadie que sienta más que yo dejar, de buenas a primeras, a este primer y único premio que he recibido en mi vida huérfano de relato, pero ganarlo, dadas las circunstancias, sería fallarle a la verdad y al propio Kima. El homenaje hacia su persona no es aceptar este premio gracias a la historia de amor que pudo haber sido, sino renunciar a él por lo que realmente fue. Espero que todos los aquí presentes podáis entenderlo. Muchas gracias, de cualquier modo, por escucharme.