Queridos lectores,
Es una alegría para nosotras comunicaros que nuestra estantería de trofeos se amplía con el "Segundo Premio de Relato Corto 2015" de la Asociación Española de Antiguos Alumnos del INAP que ha conseguido María con su relato titulado "Discurso".
Anoche, 27 de noviembre de 2015, Cabezas de Ajo asistió a la cena en la cual se realizó la entrega de premios. El restaurante, en un enclave privilegiado, con vistas al Palacio Real de Madrid, fue un escenario mágico.
Desde aquí dar la enhorabuena a los premiados, y en especial a Miguel Ángel Gayo que con "La Rebusca de un poema inacabado" se alzó merecidamente con el primer premio de relato corto y a Antonio Flórez que obtuvo el meritorio segundo puesto en la categoría de novela con "Como el que tiene un huerto de tomates". Con ellos y sus acompañantes compartimos una muy agradable velada. Asimismo agradecer a la Asociación de Antiguos Alumnos del INAP que entre sus numerosas actividades hagan un hueco a este tipo de iniciativas.
Os dejamos unas fotos de la noche y a continuación el relato que, como veréis, no precisa dedicatoria alguna.
DISCURSO
Estimados miembros del
jurado, compañeros y amigos:
En primer lugar quería
aprovechar la oportunidad que se me brinda para agradecer a los miembros del
jurado de la Asociación de Antiguos Alumnos del INAP de España que me hayan
otorgado este primer premio de relato corto, no sólo por el honor que supone dicho
galardón, máxime dada la cantidad de escritos de calidad presentados, sino
porque en cierto modo lo considero una recompensa a mi desempeño público
durante los últimos nueve años, es decir los tres trienios que se reflejan en
mi nómina.
Asimismo,
quería utilizar este discurso para agradecer a mis progenitores, ambos
empleados públicos, el haberme inculcado con su ejemplo no sólo una forma de
ganarse la vida sino, en definitiva, una forma de ver y concebir el mundo. Fue
esta vocación por servir al interés público y general observada desde la
infancia la que me llevó a decantarme por el camino funcionarial, por encima de
otras profesiones que probablemente podrían haberme dado más éxitos en otras
parcelas – todo el mundo sabe que hay pocos funcionarios ricos monetariamente
hablando-, pero que nunca me habrían dado la satisfacción de saber que dedico
mi esfuerzo diario a un fin que coincide con mis principios éticos y morales.
Por último,
valga también ese agradecimiento, para todos aquellos trabajadores de la
Administración Pública Española, bien fueran funcionarios, laborales, interinos
o eventuales, con los cuales me he cruzado en los diferentes destinos de mi aún
corta vida laboral y que, por uno u otro motivo, merecen toda mi admiración.
Por ofrecerme su ayuda desinteresada, por su dedicación, por su inteligencia, por
renunciar a muchos desayunos por terminar un trabajo por el que inacabado le
hubieran pagado igual, por sus consejos, por sus risas; este premio es para
todos ellos. Sin embargo a esos empleados públicos que, aun siendo los menos,
colaboraron con su nefasto ejemplo a dar mala fama al resto de compañeros de
profesión, a ellos no les agradezco nada, no les dedico este premio, no les
dedico ni una línea más de este discurso.
Dicho esto,
considero apropiado hablar a continuación de la historia que me ha proporcionado
la ocasión de estar aquí en este momento, frente a un auditorio tan especial, donde
puedo reconocer a algunos de esos empleados admirables que no salen ni a
desayunar, a pesar de que carguen con la fama de hacerlo dos y hasta tres veces
al día.
Mi amiga
Coe, también funcionaria y aquí presente, a la que conocí en la academia en la
que preparamos las oposiciones para trabajar en la Administración Púbica, fue la que me habló de Kima N´Doye.
Ella había sido periodista años atrás y podía pasarse horas contando anécdotas
y chismes de diverso calado. Fue el propio Kima el que le había relatado a ella
su triste historia, antes de saber que ésta era en realidad más triste de lo
que él mismo podía intuir por aquel entonces. Mientras Coe me refería los
pequeños detalles de la misma, estos se iban almacenando en mi mente y sabía
que tarde o temprano acabarían formando parte de mi mundo de ficción. Por ello,
en cuanto tuve conocimiento de la existencia de un concurso de relato corto
para empleados públicos supe que era el momento adecuado. Sin embargo lo que yo
no sabía es que la presentación a este concurso provocaría que el verdadero final
de la historia de Kima viniera a mí por sí solo, dejándome boquiabierta,
aturdida, sin capacidad de contar aquí hoy otra cosa que no sea lo que realmente
ocurrió.
Comencé a
escribir mi relato usando toda la información que el protagonista de la
historia le había dado a Coe y que ésta a su vez me había transmitido a mí, si bien aderecé la crónica con algún que otro dato imaginado que, sin desvirtuar
el suceso real, lo hiciera más literario. En dicho escrito no me pareció preciso
que constara cómo era la vida de Kima en Nigeria, antes de que llegara
ilegalmente a España, con veinticuatro
años y tras muchas horas de penoso viaje. Tampoco incluí en el mismo que su
padre había abusado sexualmente de su propia hija en repetidas ocasiones, y que
tiempo después, para alivio de la hermana de Kima, murió ahogado mientras
faenaba a bordo de su canoa en el río Benue. Todos estos datos no consiguieron
atravesar la frontera entre el boceto y el texto definitivo y me pareció más
apropiado no darlos a conocer, guardándomelos para mí. Lo que sí acabó
reflejado en el papel era que Kima se enamoró de una mujer española, bastante
mayor que él, y que ésta se enamoró también de él, aunque ninguno de los dos
supo que su amor estaba siendo silenciosamente correspondido hasta que fue
definitivamente tarde.
No voy a
negar, aunque esto me condene a ser tachada de soberbia, que una vez que decidí
escribir la historia de Kima y presentarla al concurso, ya no podía contemplar
la posibilidad de no ser premiada. Es más, llegué a fantasear con la idea de
ganar el primer premio y de escribir un discurso en el que agradecía el
galardón tanto al jurado como a otras muchas personas, y en el que
posteriormente desgranaba paso a paso cómo se había fraguado la historia
premiada. Pero lo cierto es que según iba escribiendo sobre Kima y Ángela tuve dudas acerca de la conveniencia de
elegir una historia de amor como argumento para el concurso. Máxime si
añadíamos la traba de que el destino había negado a los amantes el deseado
encuentro. El hombre y la mujer que se aman son amantes, a Kima y a Ángela no
les hacían falta los besos, las caricias o una cama para adquirir esta
condición, pero era obvio que esta ausencia de intimidad física le quitaba algo
de chispa a mi relato.
Podría
haberme decantado por algún otro de los temas que tenía almacenados en la
carpeta “Ideas para relatos” de mi ordenador, que una vez revisados me parecían
más apropiados, sin embargo había algo en la historia de Kima que me tenía
atrapada.
Mientras
daba vueltas a estos pensamientos el tiempo iba corriendo y la fecha del 15 de
septiembre cada vez era más próxima, se cernía ante mí el temido “fuera de
plazo”. Me puse nerviosa, la verdad, mi
primer premio se estaba esfumando.
Y de
repente, una mañana, sin aparente motivo, las dudas desaparecieron. Debía
escribir sobre Kima N`Doye, porque era
lo que quería. ¿Acaso dudaba de la sensibilidad del jurado para apreciar una
historia de amor? ¿Acaso menospreciaba su capacidad de emocionarse con algo tan
sencillo y a la vez tan complejo como este sentimiento? ¿Acaso no podrían
identificarse con la sinrazón, el desasosiego o la locura que puede envolver a la
pasión amorosa? Olvidé mis prejuicios y
continué mi relato, ahora ya sí, con el firme propósito de que una historia de
amor se alzara con el galardón, penetrando en el corazón de sus lectores como la
fina lluvia que va cayendo sordamente hasta empapar por completo.
Mi relato
comenzaba situando la acción temporalmente. Describía cómo en aquellos años las
calles del centro de Madrid se llenaban de copias ilegales de música y
películas, tan ilegales como la residencia en España de sus vendedores. Estos eran
los llamados “manteros”, siempre en guardia para hacer de su manta un morral y
salir huyendo de la policía; Kima era uno de ellos.
Narré como
éste se instaló, junto con unos compañeros, en los alrededores de la estación de Atocha,
donde vendían bastante y corrían más. Allí, la enorme afluencia de viandantes
era directamente proporcional a la vigilancia de la zona, lo cual aumentaba el
riesgo de ser detenido. A más de uno ya le habían mandado de vuelta a su país,
y Kima temía esto por encima de todas las cosas.
Posteriormente,
tras dar pequeñas pinceladas de cómo transcurría la vida de alguien que estrena
la condición de inmigrante, me referí a lo ocurrido meses después de su
llegada, cuando Kima y su inseparable amigo Emmanuel, probablemente cansados de
sortear a la policía la mayor parte del tiempo, decidieron trasladar su puesto
de operaciones a la salida de una parada de metro cercana a Cuatro Caminos; un
lugar algo más tranquilo que el anterior, pero con suficientes transeúntes como para
seguir subsistiendo.
Es concretamente
en este espacio y en este tiempo donde por fin se va fraguando la relación
entre Kima y Ángela, conformando la parte central de mi relato. Aunque Coe no
me lo contó, enseguida imaginé cómo debió ser la primera vez que se vieron. Ella cruzaría la calle por el paso de
peatones, con la cara recién lavada y ligeramente despeinada. La forma en que
se acuclillaría para mirar las carátulas de las películas, dejando sus dos
rodillas pétreas al descubierto, llamaría la atención de Kima. Ángela, abandonaría
su timidez innata para mirar directamente a los ojos a Kima durante unos segundos
y después volvería la vista al suelo para señalar el título elegido. No habría
apenas palabras, se hubieran dicho mucho, pero no se dijeron nada.
Destiné
casi dos folios a redactar con tranquilidad estos comienzos de su relación. No
escatimé adjetivos para describir la sonrisa de Kima, esa en la que Ángela se
había fijado el primer día, probablemente a causa del relucir de sus dientes, que
parecían aún más blancos de lo que eran gracias al contraste con el color de su
piel. Quizá pudo ocurrirle lo mismo con sus ojos, que resaltaban en el conjunto
de su cara, una cara ovalada, de proporcionadas dimensiones. También me ocupé de
Ángela, de las pequeñas manos de uñas exquisitamente cuidadas con las que
pagaba a Kima y que él rozaba conscientemente con tal de prolongar el único
momento de cercanía entre ambos. Me dediqué a descifrar el tic nervioso de sus
ojos, a indagar en su menudo y delicado cuerpo. A la vez que les iba dibujando
físicamente fui explicando cómo fueron esos primeros encuentros, esos momentos
que ambos aguardaban vehementemente y que cada vez se producían con mayor
frecuencia. A las sonrisas y miradas prolongadas les siguieron los breves
diálogos, brevedad ocasionada tanto por el carácter introvertido de una, como
por la falta de fluidez en el castellano del otro.
Una vez que
acabé con ese punto llegué a la parte del relato que me había impulsado a
sentarme frente al ordenador; tenía la certeza de que únicamente por la
satisfacción que me proporcionaría la escritura de ese pedacito de historia me
había compensado el esfuerzo de escribir el resto. Todo aquel que se ha
acercado al oficio de escritor sabe del trabajo, no siempre grato, que este
supone. Hay ocasiones en que merece la pena meterse en el fango, pelear con
verbos, burlar adjetivos, encajar conjunciones con tal de encontrar aunque sólo
sea una pequeña perla perdida en la inmensidad. Las escenas que escribí a
continuación eran mi perla, más bien mi diamante en bruto; yo solamente me
consagré a quitarle el barro, a lustrarlo y a mimarlo con tal de entregárselo
pulido al lector. Y eso es lo que narré en las siete hojas siguientes, que no
leeré aquí para no abusar de esta generosa audiencia.
Baste en su
lugar contaros que en ellas fui desmenuzando la estrategia urdida por Ángela
para conquistar a Kima, maniobra que desafortunadamente no pudo materializarse
en el anhelado encuentro. Ángela, incapaz de soltarle a bocajarro sus
sentimientos a Kima, tuvo una ocurrencia para comunicarle sutilmente los
mismos, ingenio que además le ahorraría parte de la cuantía, cada vez más sustanciosa, que destinaba casi
diariamente a comprar películas. Con mucha vergüenza se acercó y le propuso a
Kima convertir su manta en un videoclub y alquilar la película a la mitad del
precio estipulado, con la promesa de devolvérsela al día siguiente. Kima aceptó
encantado la oferta, no precisamente por lo ventajosa que era para él – a esas
alturas del relato cualquiera sabía que Kima hubiera regalado a Ángela todas
sus películas y cualquier otra cosa que hubiera poseído- sino porque cada vez
que Ángela hiciera uso de ese particular servicio de alquiler él se aseguraría
volverla a ver. Y efectivamente así fue, se vieron un día y al siguiente y al
otro, pero lo que Kima no llegó a saber a tiempo es que Ángela utilizaba ese
mecanismo de coger y devolver películas para hacerle llegar notitas con
mensajes de amor. Normalmente eran poemas que ella misma componía para él,
versos de famosos sonetos o estrofas de archiconocidas canciones; en un
principio no eran declaraciones de amor directas, pero según pasaba el tiempo
Ángela empezó a ser más explícita. Sin embargo Kima vivía ajeno a este trajín
comunicativo en que Ángela se había sumido, nunca se le hubiera ocurrido abrir
el disco que ella le devolvía, su confianza ciega era tal que comprobar si la
película retornada era la correcta no se le había pasado por la cabeza ni por
un momento.
Justo al
final de ese fragmento introduje otro totalmente inventado. Cuando Coe me contó
cómo Ángela metía tarjetas con frases, poesías o canciones y que Kima nunca las
vio, mi mente frenó en ese punto, sólo momentáneamente, para crear una historia
dentro de la historia porque ¿qué pasaría con esas notas?¿cuál sería la
reacción del nuevo comprador de esa película? Había tantas historias como notas
de amor escritas por Ángela se hallaban diseminadas por la ciudad y a ningún
escritor podía escapársele ese filón. Describí
unas cuantas escenas, como la de una jovencita que adquiría la tercera entrega
de Piratas del Caribe y que nada más
abrirla se encontraba con una cartulina blanca recortada en forma de corazón en
la que con perfecta caligrafía se podía leer Para vivir no quiero de Pedro Salinas, uno de los poemas favoritos
de Ángela. ¿Lo leería y se aficionaría a la poesía gracias a esas casualidades
del destino?¿Lo tiraría sin pasar del primer verso?¿Qué peregrinas razones se
le ocurrirían para justificar que estuviese ese poema dentro de una película
comprada en el top manta?
Después de
esta interrupción volví a la historia real, que ya estaba muy próxima a
finalizar. La situé en un sábado por la mañana, ese sería el último día que se
vieron. Kima notó algo raro en la mirada de Ángela mientras le devolvía la película
del día anterior. Pero no sólo eran sus ojos, tenuemente humedecidos, sino que
al tenderle su mano con el DVD y justo cuando Kima alargaba su brazo para
cogerlo, ella dudó, se echó para atrás y segundos después se lo dio, turbada,
azorada. Acto seguido se fue calle abajo, precipitadamente, hasta confundirse
con la muchedumbre que se metía en la boca del metro. Cuando Kima se quedó sólo
enseguida notó que la película que le había devuelto, “No es país para viejos”, contenía algo más que un simple disco. Era
una extensa carta en la que Ángela le confesaba sus sentimientos y para cuya
lectura Kima necesitó la ayuda de Emmanuel, que llevaba varios años en España. Era
en esa carta donde le explicaba, además de muchas otras cosas, que había puesto
mensajes en el resto de películas y que, aún sin saber si él los había leído o
no, no podía esperar un solo día más para averiguar si su amor era mutuo. Lo
cierto es que Coe me contó muchos más detalles de la carta, puesto que ella
misma la tuvo entre sus manos, y me aseguraba que nunca había leído nada tan
sincero y desgarrador. Eso es lo que intenté reflejar yo cuando escribí sobre
ella. También traté de describir cómo Kima se sentía la persona más afortunada
del mundo cuando terminaron de leérsela.
Mi relato
terminaba en el mismo momento en que concluía la historia que Kima le había
narrado a Coe durante el tiempo que estuvieron juntos. Ella estaba haciendo un
reportaje sobre inmigrantes ilegales deportados a su país y pudo entrevistarse
con él en el aeropuerto, horas antes de que su vuelo saliera. Lo que más le
preocupaba era que Ángela pensara que su ausencia respondía a una negativa a
sus sentimientos y no a que la maldita casualidad había querido que justo ese
día la policía les hubiera detenido. Coe decía que a pesar de su inquietud y
del drama que suponía ese tipo de situaciones Kima estaba totalmente confiado
en que pronto regresaría y ya nada podría separarlos, era difícil borrarle la dicha
de saberse amado y deseado como nunca lo había sido.
Ahí concluía
mi relato, imprimí tres copias, las metí en el sobre y siguiendo el resto de
las bases del concurso, lo envié antes de que finalizara el plazo.
Sin
embargo, la historia de Kima y Ángela, desgraciadamente, no termina aquí y por
eso mi discurso tampoco puede hacerlo todavía. No contar lo sucedido después
sería faltar a la verdad y eso jamás podría perdonármelo.
Como les
dije al principio de mi discurso el verdadero final de la historia de Kima vino
a mí por sí solo. Podría haber usado este relato para cualquier otro concurso,
pero el azar quiso que fuera para éste y que sólo por ese motivo todos podamos
saber hoy qué ocurrió realmente con la pareja protagonista de mi relato.
Todo
sucedió hace unos días. Recibí una llamada de un miembro de este jurado, cuyo
nombre prefiero no hacer público. En ella se me informaba de que había
resultado ganadora del concurso de relato corto y me emplazaban para recibir el
premio que estoy recibiendo en el momento presente. Como podréis imaginar mi
júbilo era bastante elevado. Sin embargo la llamada no terminaba ahí. Ese
miembro del jurado me dijo que tenía que contarme algo y que había dudado hasta
el final si hacerlo o no. No me preguntéis la razón, pero en el momento en que
me dijo, con voz enigmática, que me podía desvelar el final de la historia de
Kima y Ángela supe que estaba hablando con la mismísima Ángela, o con la
persona real a la que yo le había puesto el nombre de Ángela en mi relato.
Este dato
de la identidad de mi interlocutora debo decir que no me ha sido confirmado y
que únicamente me dijo, aunque no la creí, que era amiga íntima de Ángela desde
la infancia y que conocía muy bien su historia. Sea como fuere lo cierto es que
con sus palabras le fue poniendo el desdichado broche final a su historia y por
ende a la mía.
Efectivamente
me contó que durante mucho tiempo Ángela pensó que los sentimientos de Kima no
habían sido equivalentes a los suyos y que la prueba, evidente y dolorosa, era
que había preferido no volverla a ver. Todas sus ilusiones se habían evaporado
repentinamente, sumiéndola en un estado de fuerte depresión.
Sin
embargo, muchos meses después, cuando ya era capaz de salir a la calle y de
relacionarse pareciendo una persona normal, se topó con Emmanuel y su manta de
películas en el sitio habitual. No le hizo falta vencer su timidez para
preguntarle nada, ya que éste, en cuanto la vio, se fue directo a ella y le
contó lo sucedido aquel sábado inolvidable. Lo cierto es que Emmanuel se había
tomado como misión vital contarle a Ángela lo ocurrido con su amigo. Es difícil
imaginar el cúmulo de sentimientos que debió tener Ángela en el brevísimo
espacio de tiempo que Emmanuel tardó en relatarle lo sucedido. A la incredulidad
y a la alegría inicial de saberse amada por Kima probablemente le seguiría la
más absoluta desolación de saber que el mismo había fallecido en el naufragio
de una patera en aguas próximas a Melilla cuando trataba de regresar a España, y
del que Emmanuel si pudo sobrevivir.
Tras oír
esto noté cómo mis ojos se humedecían. Creo que sólo pude balbucir que lo
sentía mucho y colgué el teléfono bastante agitada.
Yo había
escrito una historia de amor entre dos personas de muy diferentes orígenes, una
auténtica historia de amor sin fronteras, una historia que no tenía un final
feliz, pero sí un final esperanzador, un final que podría ser el principio de
otro relato y que ahora ya no podría escribir jamás. Yo había conseguido que
esa historia de amor ganara un premio literario, pero ahora no importaba nada
porque esa historia ya no era la verdadera historia y Kima estaba muerto.
Muerto.
Además
tenía la sensación de que si un miembro del jurado había vivido mi historia en
primera persona probablemente no fuera objetivo para valorarla y, lo peor de
todo, para influir al resto de miembros. No podía soportar la idea de que mi
relato no fuera ganador de manera justa y que pudiera haber otros motivos
detrás que lo hubieran condicionado.
Tras darle
muchas vueltas al asunto en los últimos días y sobre todo en las últimas horas creo
que lo más razonable es que renuncie a este premio. No hay nadie que sienta más
que yo dejar, de buenas a primeras, a este primer y único premio que he
recibido en mi vida huérfano de relato, pero ganarlo, dadas las circunstancias,
sería fallarle a la verdad y al propio Kima. El homenaje hacia su persona no es
aceptar este premio gracias a la historia de amor que pudo haber sido, sino
renunciar a él por lo que realmente fue. Espero que todos los aquí presentes
podáis entenderlo. Muchas gracias, de cualquier modo, por escucharme.