Por
Marta
Conozco a
la señora Cecilia desde hace más de cincuenta años; desde el mismo día que
entré a trabajar como portero en el edificio que ella nació.
El portal
ocho de la calle Alsacia ha sido mi hogar desde entonces y estoy profundamente
agradecido a todos los propietarios que han ido pasando año tras año. Que han
renovado su confianza en mí, que han aguantado mis días malos y valorado mis
aciertos. Tengo setenta y cinco años y soy consciente de que mi agilidad y mi
memoria no son las mismas de antes, así es que he accedido a la propuesta de
jubilación llevada a cabo por la junta de vecinos. No tengo hijos ni más
pertenencias de las que caben en una maleta que he comprado esta misma mañana.
Nunca había salido de viaje así que para mí esto de hacer la maleta es algo
nuevo. La semana que viene empiezo a vivir de alquiler en un apartamento
pequeño, a dos manzanas de aquí. Se me hace raro pensar que dentro de unos días
pasearé por esta calle mirando este portal como lo haría cualquier viandante.
He crecido
a la par que la señora Cecilia y quizás sea por eso, he sido un espectador silencioso
de su vida. También, por supuesto de sus cambios físicos. La vejez va
consumiendo de muchas formas nuestros cuerpos, pero la vivacidad de sus ojos o el
sosiego en su gesto, eso nunca lo ha perdido. Si bien hay una cosa que ha
cambiado a lo largo de todos estos años es su piel. Sus mejillas, antes
hinchadas, tersas y con tendencia a sonrojarse, hoy se muestran opacas y
curtidas, como castigadas por el tiempo a resultar inexpresivas. Sus manos, con
los dedos largos y finos, ahora tienen la piel arrugada; y las venas que las
recorren están tan marcadas que se puede seguir sin dificultad su recorrido. No
hay un solo día que Cecilia no lleve pintadas de forma impecable las uñas de un
brillante rojo carmín. En su dedo anular de la mano derecha la alianza de su
marido y por delante la suya propia. Es curioso que a estas alturas siga
manteniendo la fidelidad que su marido nunca le tuvo.
La señora Cecilia
se ha pintado toda la vida los labios de rojo a juego con las uñas y en
ocasiones, sin querer, también se pinta los bordes de los dientes, pero como lo
sabe, cuando termina, se pasa la lengua sutilmente por delante de ellos. Esta
operación suele realizarla al bajar en el ascensor, el cual deja impregnado de
una espesa fragancia a violetas. Este intenso perfume resulta pesado y denso, incluso
nauseabundo, pero cuando yo lo huelo me parece que en él está contenida la
esencia de toda una vida.
Casi todos
los días de nuestras vidas nos hemos cruzado en el portal. Al principio de
conocernos, con la inocencia de la juventud, apenas nos cruzábamos un tímido
saludo. Luego la rutina y también la
literatura nos fueron uniendo. Los ratos muertos en la portería los he pasado
leyendo los libros que ella me ha prestado. El 2º B ha sido mi biblioteca
particular. Con el paso de los años Cecilia y yo hemos ido cogiendo confianza,
incluso teniendo largas conversaciones, a veces de cosas banales y otras no
tanto. Conozco su pasado, sus sentimientos. Sus ojos me resultan tan familiares
como al mirar mi cara en un espejo.
Hoy, a
primera hora de la tarde, he empezado mi ronda de despedida por todas las
viviendas del portal. He dejado su puerta para la última. La señora Cecilia es
una verdadera amiga y presentía que despedirme de ella iba a ser difícil.
Nunca pensé que tanto. He llamado al timbre más de quince veces. Estoy completamente seguro
que desde que volvió de la compra esta mañana Cecilia no ha vuelto a salir de
casa.