La terrible sequía evaporó la última gota del mar.
Saúl pisó con su pie desnudo la orilla del inmenso océano que rodeaba la isla.
Su isla. Siguió caminando, ahora ya no había agua, sólo el barro agrietado que
antes era fondo del mar. Hacía tantos años que Saúl sobrevivió a aquel
naufragio que ya casi no lo recordaba. Avanzó sin saber hacia dónde, en aquel
desierto de arena parecía imposible orientarse. Pasaron los días y las noches.
Comía algas aún húmedas, restos de peces; los cadáveres de miles de criaturas
marinas salpicaban la inmensa llanura. Continuó caminando. Encontró pecios,
quién sabe si alguno no sería su propio buque; cofres con monedas de oro que no
le servían para nada. Lo dejó todo atrás. Anduvo en línea recta sin descanso.
Un atardecer, con el cielo incendiado en colores rojizos, divisó la orilla de
una playa, al fondo algunos árboles y lo que parecía una población. Frenó en
seco. Dudó si darse la vuelta, pero algo le impulsó hacia adelante con paso
firme. A escasos metros de allí, la deslucida y polvorienta botella albergaba
intacto el mensaje que él mismo había escrito.
Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.
viernes, 22 de diciembre de 2017
miércoles, 11 de octubre de 2017
ESCENAS
VERANIEGAS
por María
Escena
veraniega nº1: Interior
de un chiringuito de playa de la Manga del Mar Menor. El matrimonio
Carretilla- Gómez graba su vigésimo tercer verano juntos. ¡Acción!
Amparo es la encargada de elegir la
paella, decantándose, como casi
siempre, por la de marisco. Es de ideas fijas.
Según la toma va dejando las
cáscaras de los moluscos y crustáceos en el borde del plato, una tras otra
hasta formar un círculo que rodea la parte central del mismo. A su marido le
asqueaba esa costumbre. Cuando ella acaba el arroz su plato se le asemeja a una
corona de difuntos.
Al terminar Amparo eructa
ostensiblemente, inundando el espacio de aire respirado por Augusto Carretilla
y profiere su ya consabido “perdón,
majestad”, tal y como ha venido haciendo en los últimos veinte años.
Si las circunstancias vitales no
hubiesen variado para el matrimonio Carretilla-Gómez, Augusto le hubiera
recriminado dicho gesto y ambos se habrían enzarzado en una discusión acerca de
los efluvios personales, como en tantas otras ocasiones. Sin embargo, como
digo, las circunstancias habían cambiado, por lo que Augusto no le reprocha
absolutamente nada. Se limita a levantarse despacio, y con una sonrisa
desconocida para su mujer dice:
- Me voy a
por tabaco
Augusto Carretilla no fuma, pero
llevaba mucho tiempo deseando pronunciar aquella frase. Amparo nunca más le volvió
a ver.
Escena
veraniega nº2: Campamento
de verano “La Frontera” en el Parque Nacional de Ordesa (Huesca). Elena Álvarez graba las primeras
vacaciones separada de sus padres. ¡Acción!
Elena se sienta en su toalla y
vuelve a sentir el nudo en el estómago, esa especie de náusea que la acompaña
desde el primer día de campamento. Las ganas de llorar también han sido
constantes durante los diez días que ya lleva allí. Primer campamento, primera
vez que se separa de sus padres durante tanto tiempo. Demasiadas primeras veces
juntas para los recién cumplidos once años de Elena.
Aquella mañana, después del
desayuno, una de las monitoras anunció que el grupo de las Ardillas, al que
pertenecía Elena, haría el vivac esa noche. Dormirían a la intemperie, el manto
de estrellas como único techo.
−Si haces caca te tienes que limpiar con una piedra- dice Virginia,
los ojos como platos de Elena. Virginia es una de las veteranas, es su tercer
año en las Ardillas. Sus palabras no se ponen en duda.
Elena se acerca al bordillo de la
piscina, pero no osa meter el pie. Ella no puede bañarse casi ningún día. Si lo
hiciera podría morir por un corte de digestión, así que espera religiosamente
las dos horas que su familia le dijo que debían pasar desde la última vez que
comiera. El tiempo pasa lento mientras mira su reloj de pulsera. Se siente
diferente al resto de niños, le encantaría bañarse como ellos, pero no llega a
comprender por qué no respetan ese tiempo poniendo en juego sus vidas por un
chapuzón. Aunque todos sobreviven día tras día.
Esa noche, ya tumbada en su saco de
dormir respira hondo mientras las palabras que su padre le dijo por teléfono
aquella tarde resuenan en su interior:
−Elena, mamá y yo te queremos mucho. Tienes que ser fuerte, esta
experiencia te hará una mujer.
Y como ella no pudo decirle que no
deseaba ser fuerte ni ser una mujer, que sólo quería volver a casa y estar con
ellos, que estaba cansada de caminar, de lavar su ropa en el rio, de sentirse
sola a pesar de estar rodeada de gente.
De repente la náusea vuelve de forma
mucho más violenta y Elena se levanta. Corre con la linterna en la mano hacia
el bosque sorteando los sacos de sus compañeros y en el primer árbol que
encuentra algo apartado se agacha y vomita.
Pasados unos minutos se encuentra
más relajada, como si hubiera arrojado todos sus miedos. Pasea durante un rato
por el bosque y justo antes de regresar busca un sitio para hacer pis.
Y entonces sucede. Incrédula enfoca
sus bragas con la linterna una y otra vez, aunque ya no tiene ninguna duda, es
una gran mancha roja lo que hay en ellas.
Las lágrimas que había retenido
durante tantos días empapan generosamente sus mejillas.
Escena
veraniega nº 3: Mireia y
Mercé, compañeras de colegio de la infancia, graban su encuentro inesperado en
el paseo marítimo de Platja d’Aro. ¡Acción!
Mercé sale a las 19:35 horas del
Hotel Planamar. La acompañan su hijo de once meses y un marido alto y guapo
objeto de muchas miradas. Se siente el centro del universo y contempla a los
turistas con cierta superioridad.
Mireia sale a las 19:38 horas del
Hotel Aromar. La acompaña su cachorro de pinscher miniatura. Cuando Mireia se
gira y lo ve detrás de la extensión de su correa tiene la impresión de estar
paseando a un ratón. En ese momento piensa que su vida es un cúmulo de decisiones
mal tomadas.
A las 19:40 h Mercé y Mireia se
topan de bruces en el paseo marítimo siendo inevitable saludarse. Mercé insiste
en sentarse a charlar tranquilamente en una heladería y Mireia no sabe cómo
declinar la invitación.
La conversación transcurre por el
cauce imaginado por Mireia. Mercé lleva la batuta y hace un recorrido por su
maravillosa vida mientras su marido asiente y sonríe sin abrir la boca. Un marido de cartón piedra, piensa
Mireia. Cuando le toca el turno a Mireia se siente juzgada. Esa comparación de
ambas vidas la hace sentirse más pequeñita que su pinscher miniatura. No tiene
pareja ni trabajo fijo y eso provoca las palabras compasivas de Mercé que casi
la hacen vomitar.
-¿Y
cómo se llama vuestro niño?- pregunta Mireia para cambiar de tema.
-Lucas- contesta el padre de la criatura.
-Lucas, un nombre precioso- susurra Mireia algo turbada pues su
pinscher miniatura también se llama así.
Lucas, como mi perro, hubiera
querido decir aunque un pudor intrínseco a ella la hizo frenarse muy a su
pesar.
Acto seguido irrumpe la voz hiriente
de Mercé:
-¿Y tu chiquitín cómo se llama?
-Zar-, responde Mireia, acordándose de aquel perro que siempre
andaba suelto por el pueblo de su abuela.
Mireia ha terminado hace rato su
leche merengada y no sabe cómo despedirse sin resultar grosera. Ni siquiera el
odio que siente en ese momento hacia Mercé la permite renunciar a las reglas de
la buena educación. Así que continúan el repaso de las vidas de todas las compañeras
de promoción mientras el perro de Mireia da saltitos y pequeños ladridos cada
vez que Mercé nombra a su hijo.
Cuando Mercé empieza a hablar sobre
un adosado en forma de segunda vivienda que están a punto de adquirir, Mireia
piensa que ya ha tenido suficiente. Le encantaría coger la copa de banana Split
que está apurando el marido de Mercé y estampársela
en la cara. Sin embargo se conforma con levantarse bruscamente y decir:
-Disculpad pero creo que la leche merengada no me ha sentado bien.
Además Lucas tiene ganas de hacer caca. Me alegro de veros.
Mireia se aleja. Es la primera vez
en su vida que se va de un sitio sin pagar.
Escena
veraniega nº 4: Interior
de un bar de carretera cercano a Borja (Zaragoza). Un matrimonio y su hijo graban
el viaje de vuelta de sus vacaciones. ¡Acción!
Son las cuatro y media de la tarde
y el calor es asfixiante en la carretera que une Zaragoza con Soria. Una familia
de tres integrantes detiene su coche en uno de esos bares cualquiera que
pueblan las carreteras del país. Quieren merendar antes de proseguir su viaje.
Piden un par de cafés y unos bollos. La madre lleva una bolsa con la merienda
del niño de unos cuatro años.
El bar está vacío a excepción de
una mesa donde cuatro hombres echan la partida. El camarero sale muy a menudo
de detrás de la barra y, de pie, al lado de la mesa de los parroquianos,
observa sus cartas.
-Parece que el tiempo no ha pasado
por este sitio- dice el padre de familia. Este bar es exacto a los de hace
treinta años, ¿no crees? Si hubiéramos venido aquí siendo niños estaría todo
igual decorado. Podrías escribir algo sobre ello.
La tele encendida, aunque nadie la
mira. Los taburetes altos de madera detrás de la barra, los calendarios de
publicidad colgados en la pared, la vitrina de cristal con la tortilla de
patata y los boquerones, las magdalenas en bolsitas de plástico individual.
-Si, es verdad, lo único que no
hubiera habido es ese cartel colgado que dice “No hay wifi”- contesta ella.
Al cabo de un rato los hombres de
la partida elevan sus voces con el característico acento maño:
-Ahhh, eso yo lo sé, porque he cantao el veinte, lleva tres triunfos, yo
dos.
-
Ay la puta, te quejarás, en seis partidas una boda real y no sé cuántas veintes
has cantao.
El matrimonio se mira cómplice.
Ella dice que cree que están jugando a la brisca o al guiñote.
Después entra una mujer de unos
sesenta años y pide una infusión.
La partida continua y los gritos
cada vez son mayores al igual que las palabras malsonantes.
- Caguenlaputa ahí van dos dedos sabes...
-
Veintidós, veintidós buenas, los dos patitos.
-¡Meca!
Lahostiaputa con esas cartas.
-
¡Ay LaVirgen!, no me jodas.
La madre de familia mira a su
marido y le dice que por primera vez se alegra de que su hijo le haya cogido el
móvil y esté absorto en él sin oír nada de su alrededor.
La mujer de la infusión se acerca
al camarero y mantienen una conversación casi en susurros. Después del último
sorbo se dispone a pagar y el camarero rechaza cobrarla. Al salir del bar se
para en la puerta para decir:
-Le das recuerdos a laAsun.
El padre de familia insiste a su
mujer en que podría escribir algún relato basándose en ese bar.
-¿No
estabas buscando inspiración para tu cuarta escena veraniega? La señora que acaba de salir podría ser, por
ejemplo, la Sra. Margarita. Viene todos los días a tomar su manzanilla de las
cinco de la tarde- le propone emocionado.
- Así será- contesta ella tomando un par de fotos con el móvil y
copiando en la aplicación de notas algo de lo que dicen los jugadores de
cartas.
Lo que nunca llegará a saber dicho
matrimonio es que Margarita se llamaba efectivamente Margarita y que aquella
calurosa tarde del 29 de julio de 2017 mantuvo una conversación con el camarero
que cambiaría el resto de su vida.
lunes, 3 de abril de 2017
CULLERA 12:38
por María y Marta
En el
preciso instante en el que Marita Colmenar salió del agua el recién jubilado
del bañador azul clavó el “aplicador” en la arena. El nombre de “aplicador” lo
había puesto su mujer, que era de letras puras, y que se le daba muy bien poner
nombres. Dicho artilugio de plástico, que supuestamente permitía clavar la
sombrilla con mayor facilidad, había sido un boom de ventas entre la tercera
edad. Él llevaba aplicando su sombrilla en la arena de Cullera desde el año
noventa y nueve en el que compraron el apartamento, pero ésta era la primera
vez que lo hacía estando jubilado. Era un cambio importante, sin embargo, él no
notó ninguna diferencia.
Cuando
Marita Colmenar surgió del agua la joven del bikini rosa flúor cambió la
canción de su ipod. De “Stand by me” a “La Gozadera”. Un cambio radical, pero
ella ni se inmutó. El movimiento rítmico de su pie derecho siguió siendo el
mismo. En el tobillo llevaba un tribal tatuado. De todas las intervenciones por
las que había pasado su cuerpo, ésa había sido, sin duda, la más dolorosa. Si
cerraba los ojos, todavía podía sentir la maldita aguja pinchando en el hueso. El
rosa, por cierto, ya no era tan flúor
como el verano pasado.
La salida
de Marita Colmenar coincidió con el momento en el que la mujer que caminaba por
la orilla veía un testículo al hombre de la sombrilla de Cruzcampo. Lo vio de
pasada, de refilón, mientras caminaba hacia su toalla. Un testículo rebelde que
se escapaba de la redecilla del bañador. Lo cierto es que desde que se quedó
viuda no había vuelto a ver ninguno. Pero no sintió nada, ni el más mínimo
rubor ni cierto asco. Nada. Siguió caminando a paso ligero, su peso pluma
apenas dejaba una tenue huella en la orilla.
En el justo
segundo en que la silueta de Marita Colmenar abandonaba el mar, la chica hippie
de la cinta morada en el pelo buscaba distraídamente un mechero en su bolsa del
Banco Santander. La bolsa, la esterilla y la silla reclinable las había
heredado de sus tíos, fallecidos sin otra descendencia, junto con la propiedad
del pequeño pisito en cuarta línea de playa en el que se había instalado sin
fecha de salida. Se sentía pletórica, por fin aquellos dos deshechos por los
que nunca sintió ningún cariño se habían ido al hoyo. Lo que nunca sabría, ella
ni nadie, es que aquellos no tan inocentes ancianos podrían haberla hecho
multimillonaria de haber recibido mejores atenciones por su parte. Las cuentas
de cifras mareantes diseminadas en diversos paraísos fiscales se perderían para
siempre, como su mirada aquella mañana en el azul del océano.
Al mismo
tiempo en que Marita Colmenar emergió de las aguas del Mediterráneo las dos
niñas del balón hinchable de Nivea se
reían nerviosas. Llevaban un buen rato observando disimuladamente los pezones
erguidos de las dos alemanas que hacían
top less dos toallas más a la derecha. Las germanas, oriundas de Stuttgart,
ya habían mudado la piel, del blanco lechoso al coral en sólo dos días de
playa.
El grupo de
adolescentes no estaban mirando hacia el mar en el instante en el que Marita
Colmenar surgió de entre las olas. Los adolescentes no solían nunca mirar el
mar. Bajaban sin sombrilla, con gafas de sol y gorra. Jugaban a las cartas y a
veces al fútbol. Pero se cansaban rápido, se cansaban de todo rápido. Se
sentían incomprendidos, maltratados por sus padres, por sus profesores y por la
sociedad. Y a nadie parecía importarle. Ellos habían venido al mundo para
soñar, para hacer algo grande, para ser reconocidos. Pero, incluso todo eso
podía esperar, ellos habían venido ese verano al Levante español para follar.
Yo fui una
de las pocas personas que vieron salir a Marita Colmenar del agua. Fui de las
pocas personas que vi como el mar la devolvía, ya sin vida. Hacía un rato
también la había visto meterse, feliz y
decidida. Me había fijado en ella porque sonreía diferente, estaba relajada, en
paz. Y la verdad es que a mí me dio
envidia. Yo estaba pensando en mi desgracia, en mi divorcio,
en las pocas ganas que tenía de vivir.
domingo, 1 de enero de 2017
Microrrelatos Espejos
Para terminar el año, como es habitual, Cabezas de Ajo participa en el concurso de microrrelatos que celebra nuestro colectivo literario Renglones de ficción. Este año la temática era: los espejos. Aquí os dejamos nuestros dos micros. ¡Feliz año, lectores!
ATRAPADOS por María
"Dicen
que en los espejos se quedan atrapados los recuerdos de las personas que los
usaron"
Hace meses
que Julia no sale a la calle. Su vida transcurre de la cama al sillón y
viceversa. Su conversación se reduce a monosílabos que, de un tiempo a esta
parte, empiezan a escasear. Marta enciende la televisión casi todo el día “para
que le haga compañía”, aunque la expresión inmutable del rostro de Julia no
opina lo mismo. Julia no recuerda su nombre.
Sin
embargo, los lunes por la mañana sucede algo mágico. Es la hora en que Marta
lleva a Julia frente al espejo del salón y se ocupa de peinar y masajear su
cabeza, de cortar su cabello cuando lo estima oportuno, de mimarla. Y entonces
Julia abre mucho los ojos, sonríe, las aletas de su nariz se mueven como si
tuviera otra vez delante, como cada domingo de antaño, sus alabados callos con
garbanzos. Una cascada continua de gestos inundan su semblante para terminar
con un “te quiero”, que pronuncia coqueta con sus labios recién pintados.
23:59 por Marta
Quedaban
menos de cinco minutos para la medianoche. La luna llena iluminaba Madrid. Luis
cerró la puerta del piso; echó la llave y los dos candados. Los nervios seguían
apoderándose de él. Intentó tranquilizarse. Bajó las persianas y comprobó de nuevo
la llave. Estaba solo en casa, lo de siempre, no hay problema. 23:59. El cuerpo
de Luis se tensó, llamaron al timbre. ̶ ¡Váyase! ̶ soltó abruptamente. Miró por
la mirilla: de nuevo aquel joven estudiante que se sacaba unas pelas haciendo
encuestas. No se iba. Luis abrió la puerta y le dejó pasar deslizando
silenciosamente el candado a su espalda. ̶ Discúlpame que vaya al baño, ahora
mismo estoy contigo ̶ dijo Luis amablemente.
Apoyó las
manos en el lavabo y sus ojos angustiados miraron al espejo. Estaba a punto de
ocurrir. Sus orejas adquirieron movimiento repentino y, como por arte de magia,
los poros de su piel se empezaron a abrir para dar paso a un vello oscuro que cubrió
sus pómulos. Después su frente, su cuello. La angustia desapareció y su estómago
se relajó.
Sonrió al
espejo dejando ver sus afilados y blancos colmillos.
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