Allí
reunidas, en clandestinidad, con nocturnidad y sin conocer todavía
lo que es la alevosía, las chicas del internado, las adolescentes de
segundo año, planean su estrategia, meditan la táctica, perfilan la
maniobra. Están en La Mancha, en mitad de la nada, pero podrían
estar ahora mismo en la sede de la ONU, luchando por sus derechos,
conquistando la justicia que ellas creen arrebatada. Su vida es
tranquila, apacible: por las mañanas aprenden álgebra, a media
tarde a controlar sus hormonas y por la noche a domesticar sus
sueños.
Las
adolescentes de segundo año no adolecen de nada, no conocen la
maldad. Definitivamente aprenden de la vida de oídas y conforman,
todas ellas, un pequeño animal salvaje que aún no conoce la selva.
No
se sabe a ciencia cierta si lo que ocurrió aquella noche y al día
siguiente marcó a alguna de ellas. Es cierto que el suceso rompió
su rutina, despertó ese animal dormido y delicado que cada una de
ellas llevaba dentro, pero no, no creo que de modo consciente ninguna
de ellas marcara esa fecha en el calendario.
Anselmo,
el pastor, ese hombre huraño, ese animal tan diferente a ellas ha
cambiado sus prácticas y desde hace unos días encierra a sus ovejas
en un cercado muy próximo. A escasos metros de la habitación donde
duermen las adolescentes de segundo año, pared con pared con ese
lugar donde la inocencia campa a sus anchas. Anselmo, poco aficionado
a la higiene, tiene las ovejas sucias, las niñas lo saben, lo
intuyen porque, no saben de ovejas, ni de animales, no saben casi de
nada, pero los ojos de una oveja no mienten. Esos ojos tristes piden
clemencia. Hay algo al mirarlas que las hace daño pero aún no saben
ponerle nombre.
Las
niñas están inquietas, sobresaltadas, y, lo más grave: cada día
sus piernas y brazos aparecen incendiados por decenas de picaduras de
las pulgas que alojan las ovejas. No aguantan más. Ellas, limpias,
con el pelo de color de la miel, ellas estaban primero. Centran su
odio en Anselmo y aparece un arranque que no conocían, una serpiente
latente en el fondo de sus entrañas que comienza a despertar. Se
reúnen en torno a la líder, la más mayor, todas con sus camisones
de algodón, todas con los cuerpos tan diferentes como diferentes
pueden ser los cuerpos a los doce años. Conjuran contra el pastor y
sienten, encendidas, que las picaduras hablan por ellas. Es
intolerable. Está decidido: mañana se enfrentarán juntas al
opresor, al enemigo de la paz, al protagonista de esta catástrofe.
Se acuestan nerviosas hasta que el sueño las va conquistando y
sometiendo, como un mal presagio de lo que mañana sucederá.
Y
llega por fin el día de mañana y no hay nada que se pueda contar
digno de ser contado. Las adolescentes de segundo año se sienten
poderosas caminando, pero cuando se plantan frente al pastor las
razones se hacen pequeñas, los argumentos brotan deslavazados de sus
bocas. La presencia intimidante de Anselmo las mina. El miedo vence a
sus razones y solo germinan de sus labios peticiones inconexas que el
pastor repudia con algo parecido a una media sonrisa.
Vuelven
al internado rendidas, sin hablar, pactando en silencio que obviarán
lo sucedido. Regresan con la piel algo menos tersa, con el color de
pelo apagado, nada parecido al de la miel. Algunas vuelven a sus
juegos, normalizando lo sucedido, anestesiadas por la indiferencia para el resto de sus vidas. Pero Elena, algo sucede
en Elena. Siente un dolor genuino. La serpiente de sus entrañas le
pellizca por primera vez haciéndole llorar. Siente esta derrota como
la primera, la terrible primera vez en la que, sola y cándida, en
mitad de La Mancha, se da cuenta de cómo funciona el mundo.