Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



domingo, 18 de enero de 2015

La Mansión

por Marta




“Bajó los pies del coche y los apoyó en el frío asfalto. Llevaba zapatillas de andar por casa de modo que sus pasos, como los de un gato, no hicieron ruido alguno en mitad de la noche. La luna era un foco redondo. Era el día de Navidad y no había gente por la calle, a lo lejos se oía el rumor de las casas llenas de gente, de las copas hasta arriba de sidra y de los villancicos al son de las panderetas.

-Tenga cuidado- susurré cerca de su hombro. Cecilia se agarró con más fuerza a mi brazo mientras sus pies se arrastraban por la estrecha senda de entrada a la mansión.  Las malas hierbas habían cerrado casi el camino. En otra época la senda de piedra se mantenía lustrosa, el jardinero o yo esparcíamos una mezcla de vinagre, agua y sal como remedio natural para que no salieran las hierbas.

Llegamos a la puerta de entrada de la mansión. Noté la respiración profunda y agitada de Cecilia. Hacía frío. Debajo del chaquetón que le había puesto al recogerla,tan solo llevaba un camisón con el bordado “Residencia Fuenmayor”; nada que ver con los de lino y encaje que ella misma había confeccionado años atrás. Saqué del bolsillo la pesada llave de hierro y al girarla los goznes chillaron tal y como esperaba.

-Estamos en casa, Cecilia- pensé en alto. La anciana no cambió su cara, ni su mirada perdida. Por un momento cerré los ojos y aspiré el olor de aquella casa en la que tanto habíamos vivido. Ya no era el olor  intenso y embriagador de antes, el de una casa habitada.  Ese recibidor de la casa había olido tantas veces a caldo de puchero, tantas tardes a rosquillas de canela fritas… En aquel momento me pregunté si los recuerdos olfativos también se habrían extinguido del cerebro de Cecilia. Ahora había polvo y telarañas. Los muebles habían sido cubiertos con todos los juegos de sábanas que había en la casa, de modo que la vista era aterradora, pero yo, y juraría que Cecilia también, sentimos la calma que uno percibe cuando llega a su hogar. La luz de la luna entraba por las ventanas sin cortinas. Mis pasos no dudaron hasta acercarme a la vieja mecedora. La mecedora de Doña Cecilia. Sentí un escalofrío al retirarle la sábana y verla igual que como la recordaba. En ese viejo balancín mi señora había recibido la noticia más amarga de su vida, la muerte de su marido en el frente. Ese soldado alto y fuerte, que nos miraba a todos desde un marco de fotos en la pared del comedor. También en la mecedora Cecilia había acunado a sus hijos, luego a sus nietos y en ese lugar, aunque ella ya no lo recordase, había sido feliz.

Conseguí que Cecilia se sentara en su mecedora. Como algo instintivo, como si lo hubiera hecho ayer, la anciana comenzó a balancearse. La silla chirriaba y crujía con cada vaivén. De repente una sonrisa se dibujó en su cara y eso me bastó para saber que todo esto tenía sentido. Solté su mano que me agarraba fuerte, besé su cabeza y me fui silencioso de allí.”



Me llamo Máximo Santos. Sé que he cometido un crimen. Lo que acaban de leer no es un cuento, es una confesión. Puede que en unas horas vengan a buscarme, -otra vez el asesino es el mayordomo-, dirán algunos. O quizás nunca encuentren el cuerpo de Cecilia. Son casi las ocho del veintiséis de diciembre y está a punto de comenzar el derrumbamiento. Los hijos de Cecilia así lo han acordado. Las palas se hundirán en los muros de la mansión y los cascotes comenzarán a caer. Como lluvia.