“Bajó
los pies del coche y los apoyó en el frío asfalto. Llevaba zapatillas de andar
por casa de modo que sus pasos, como los de un gato, no hicieron ruido alguno en
mitad de la noche. La luna era un foco redondo. Era el día de Navidad y no
había gente por la calle, a lo lejos se oía el rumor de las casas llenas de
gente, de las copas hasta arriba de sidra y de los villancicos al son de las
panderetas.
-Tenga
cuidado- susurré cerca de su hombro. Cecilia se agarró con más fuerza a mi
brazo mientras sus pies se arrastraban por la estrecha senda de entrada a la
mansión. Las malas hierbas habían
cerrado casi el camino. En otra época la senda de piedra se mantenía lustrosa,
el jardinero o yo esparcíamos una mezcla de vinagre, agua y sal como remedio
natural para que no salieran las hierbas.
Llegamos
a la puerta de entrada de la mansión. Noté la respiración profunda y agitada de
Cecilia. Hacía frío. Debajo del chaquetón que le había puesto al recogerla,tan
solo llevaba un camisón con el bordado “Residencia Fuenmayor”; nada que ver con
los de lino y encaje que ella misma había confeccionado años atrás. Saqué del
bolsillo la pesada llave de hierro y al girarla los goznes chillaron tal y como
esperaba.
-Estamos
en casa, Cecilia- pensé en alto. La anciana no cambió su cara, ni su mirada
perdida. Por un momento cerré los ojos y aspiré el olor de aquella casa en la
que tanto habíamos vivido. Ya no era el olor
intenso y embriagador de antes, el de una casa habitada. Ese recibidor de la casa había olido tantas
veces a caldo de puchero, tantas tardes a rosquillas de canela fritas… En aquel
momento me pregunté si los recuerdos olfativos también se habrían extinguido
del cerebro de Cecilia. Ahora había polvo y telarañas. Los muebles habían sido
cubiertos con todos los juegos de sábanas que había en la casa, de modo que la
vista era aterradora, pero yo, y juraría que Cecilia también, sentimos la calma
que uno percibe cuando llega a su hogar. La luz de la luna entraba por las
ventanas sin cortinas. Mis pasos no dudaron hasta acercarme a la vieja
mecedora. La mecedora de Doña Cecilia. Sentí un escalofrío al retirarle la
sábana y verla igual que como la recordaba. En ese viejo balancín mi señora
había recibido la noticia más amarga de su vida, la muerte de su marido en el
frente. Ese soldado alto y fuerte, que nos miraba a todos desde un marco de fotos
en la pared del comedor. También en la mecedora Cecilia había acunado a sus
hijos, luego a sus nietos y en ese lugar, aunque ella ya no lo recordase, había
sido feliz.
Conseguí
que Cecilia se sentara en su mecedora. Como algo instintivo, como si lo hubiera
hecho ayer, la anciana comenzó a balancearse. La silla chirriaba y crujía con
cada vaivén. De repente una sonrisa se dibujó en su cara y eso me bastó para
saber que todo esto tenía sentido. Solté su mano que me agarraba fuerte, besé
su cabeza y me fui silencioso de allí.”
Me llamo Máximo Santos. Sé que
he cometido un crimen. Lo que acaban de leer no es un cuento, es una confesión.
Puede que en unas horas vengan a buscarme, -otra vez el asesino es el
mayordomo-, dirán algunos. O quizás nunca encuentren el cuerpo de Cecilia. Son casi
las ocho del veintiséis de diciembre y está a punto de comenzar el
derrumbamiento. Los hijos de Cecilia así lo han acordado. Las palas se hundirán en los
muros de la mansión y los cascotes comenzarán a caer. Como lluvia.