por Marta
Hoy
me apetece hablaros de un hecho que llevo observando durante toda mi existencia
y que hasta ahora no había verbalizado. Se trata de la diferencia entre los
seres humanos y los animales. No me refiero a lo que comúnmente conocemos como
animales…los perros, los gatos…No, me refiero al subtipo de seres humanos que
yo considero y catalogo como “animales”. Y, como comprenderéis, no me refiero a
los que por su violencia, sus malos modos o grosería, son llamados por sus
semejantes como animales o bestias.
Mi
diferenciación es algo mucho más sutil, un concepto quizás difícil de entender
por alguien que no lo tenga en su cabeza como es mi caso. Los animales de los
que estoy hablando no lo son por su ferocidad o sus cualidades más peyorativas,
nada de eso, se han ganado este nombre precisamente por unas características
innatas que el resto (entre los que me incluyo) hemos perdido (o mejor dicho
nunca hemos tenido). Ellos conservan características propias del reino animal
como podrían ser el instinto más primigenio, la capacidad de adaptación, la
robustez anatómica y fisiológica que te permite explorar con precisión tu
entorno, el sentido de supervivencia más inherente a la vida… todas aquellas
cualidades que, lejos de ser negativas, los
hacen de alguna manera un poco
más salvajes, en el mejor sentido de la palabra, pero, quizás también, en
contraprestación, más terrenales y falibles.
Antes
de nada, quería puntualizar, que según mi visión del tema, dichos seres
humanos-animales no son ni mucho menos casos aislados o algo poco
representativo en la sociedad. ¡Nada de eso! Me atrevería a apuntar que el
porcentaje que tenemos es de un 50%-50%… o incluso nos ganan por mayoría, quien
sabe. Pero dejemos atrás tanta cháchara y tanta introducción y metámonos de
lleno a examinar a dichos animales.
Mi
toma de conciencia sobre este tema me ha surgido esta mañana en el trabajo; una
compañera, ante la eternidad de las vacaciones escolares, se planteaba la
posibilidad de mandar a sus hijos a un campamento de verano. Todos hemos opinado
basándonos, lógicamente, en las experiencias personales. Y yo he revivido
algunas de las sensaciones que uno tiene cuando es pequeño y le mandan sus
padres a un campamento de verano. Los hay de diferentes tipos, urbanos, de
idiomas, de scouts y como no, también esos que llaman convivencias, que para mí
siempre han sido un misterio. El caso es que he rescatado aquella idea que
desde pequeña observé (año tras año, quincena tras quincena) de que había dos
tipos de niños en todos los campamentos. Estaban los niños, como yo, que por
una razón o por otra teníamos una sensación agridulce. Es innegable que
teníamos ratos de absoluta diversión, que hacíamos amigos, que no teníamos
ningún problema de sociabilización…pero, sin embargo, como dice Sabina en la
canción “todos los días tenían un minuto en que cierro los ojos y disfruto
echándote de menos”. La añoranza de mis padres, de mi hogar y la sensación de
desprotección siempre estaban de telón de fondo. Y haciendo honor a la verdad,
en mi caso, ni era un minuto, ni disfrutaba echándolos de menos. “Mamitis
aguda” me podrían haber diagnosticado.
No
penséis por esto que mis recuerdos hacia los campamentos de verano son malos,
nada de eso…de hecho, todo lo contrario, repetía cada año así que supongo que
el balance final era positivo.
Esta
sensación de debilidad o desprotección, la verdad, es que yo no la detectaba en
otros compañeros. El resto, salvo contadas excepciones de niños que lo
mostraban abiertamente, parecían completamente felices. Con el tiempo me he
dado cuenta de que quizás éramos más de uno los que llevábamos esta particular
procesión por dentro.
Pero
claro, este hecho en sí mismo, no tendría mucha relevancia si no fuera porque
un niño como yo, un ser humano en potencia, se comparaba con un ser mucho más
preparado para la ocasión, un individuo que parecía haber nacido para estar
allí: el “Animal de campamento”.
Estos
niños, así denominados, por supuesto no sentían quebrarse su voz cuando tocaba
“hora de teléfono”, no reparaban en la necesidad de tener que mostrarse íntegro cuando tus padres te
preguntaran qué tal. Los animales de campamento llegan el primer día de
colonias (sinónimo que nunca utilicé)
pertrechados de un macuto que contiene ni más ni menos que el número
justo de objetos y prendas que el niño va a utilizar. Ni más ni menos.
Probablemente este niño es hijo de un padre que en su día fue animal de campamento
y sabe perfectamente de lo que va la vida. Mis padres, sin embargo no lo
sabían, todavía recuerdo con auténtico desasosiego el día en que al aterrizar,
mi hermana y yo, a un campamento en un pueblo abandonado de Soria, abrimos la
mochila y descubrimos con estupefacción que mi madre… no nos había echado
calcetines!!! El horror se cierne sobre nosotras y se nos plantean quince
largos días en los que tenemos que mendigar calcetines a las niñas de la
habitación obteniendo día sí, día también, caras de rechazo y constantes
negativas. Y es que prestar cuatro calcetines, así de golpe, no es moco de
pavo. Aun recordamos, mi hermana y yo- ¡cómo olvidarlo!- que solamente una
niña, Ana Camacho (nunca más volvimos a saber de ella) se apiadó de nosotras
dejándonos un par que no nos pidió hasta el último día de campamento. Ana, tú,
que claramente no eras un animal de campamento, si por un casual estuvieras
leyendo esto, no dudes en contactar con nosotras, te debemos un favor. De los
grandes.
El
animal de campamento lleva toda su ropa correctamente etiquetada, lleva navaja
suiza multifunción (ahora supongo que ya no les dejarán), brújula (a mí,
sinceramente, saber dónde estaba el norte era lo que menos me preocupaba) y a
un lado de su mochila cuelga una cantimplora que no gotea y, lo que es mejor,
el agua que hay en su interior no sabe a anís del mono. Os pareceré una loca pero alguien dijo a mi
padre que había que enjuagar las cantimploras con anís durante la noche previa,
supongo que por aquello de que no crecieran bichos, y estuve todo el campamento
lingotazo va, lingotazo viene.
El
niño profesional de los campamentos es un niño muy estable, me refiero con ello
al sentido más biológico de la palabra. Estos pequeños animales tienen nervios
de acero y una seguridad y aplomo para hacer las cosas de los que yo nunca
gocé. Por ejemplo, el animal de campamento mantiene su regularidad intestinal
durante los quince días. No se menea. Nunca se verían aquejados por un
estreñimiento tal que te hace pensar que te van a sacar de allí con los pies
por delante, ni mucho menos sufrirían una diarrea propia de beber agua en mal
estado. ¡Ah! Y muy importante, la cara desencajada que se le queda a casi todo
ser humano que se tiene que enfrentar por primera vez a una letrina en ellos seguramente
sea la de la emoción del que hace algo por primera vez.
Esta
estabilidad corporal yo la apreciaba mucho en el tema de la comida. El animal
de campamento está preparado para comer lo que le pongan delante de sus narices
desde el minuto uno que llega al campamento. Soy consciente de que, cuando
estoy nerviosa, de mayor sigo igual, el estómago se me cierra. Y qué decir
entonces de esos primeros días de campamento en que te despiertas con el
estómago del revés y ves que el niño de al lado agarra con confianza un tazón y
se sirve de un perolo gigante que tiene cola-cao caliente. Y moja sus galletas
(de esas tostadas cuadradas de baja calidad), bien mojadas, bien blanditas, y
toma hasta la última gota de esa leche que, por supuesto, tenía nata.
Reconozco
que en este último aspecto soy un poco exagerada, a la gente normalmente le
gusta la leche caliente y mojar cosas dentro pero lo siento, a mí no. ¿Tan
absolutamente devastador para la logística de un campamento era dar a una niña
un vaso de leche FRÍA? Debía serlo porque siempre desayunaba las fabulosas
galletas a palo seco o con agua.
El
niño que ha nacido para ser boy scout tiene una capacidad digna de mención
relacionada con el tema del sueño. Estos niños son capaces de pasar del cómodo
colchón de su hogar al saco y la esterilla sin despeinarse. Sin que eso les
cause un trauma. Y la clara prueba de que está adaptado a las circunstancias es
que en este ambiente hostil, a pesar de todo lo pequeño y lo niño que es, el
animal de campamento ronca!!!
En
cuanto a las actividades del campamento propiamente dichas , ¿qué deciros? Yo
me enfrentaba con cierta reticencias a tirolinas, rocódromos o piraguas. A mi
lado tenía niños que cantaban las canciones de los fuegos nocturnos a voz en
grito, que no sentían la más profunda de las penas al cantar “Mi amigo José…”
(sí, ese que iba a la guerra y mataba por error a su amigo del alma); niños y
niñas que, por supuesto, como no podía ser de otra manera, olfateaban, seguían
el rastro y hacia la mitad del campamento…incluso ligaban!!
Y,
antes o después, el campamento iba llegando a su fin… y esta vez me viene una
frase de Pedro Guerra que dice “y la resta de los días fue sumando vida contra
la ansiedad”… La verdad que ahora que ya estaba más o menos adaptada, ahora que
las galletas cuadradas con agua no me sabían tan mal, ahora tocaba despedirse
de toda esa gran familia humana y animal que, mejor o peor, había sido mi
familia postiza durante quince días. La calidad de drama que se vive en esos
momentos es digna de mención, las lágrimas unidas a promesas que se hacen en
esas últimas horas estoy segura que suceden irremediablemente en cualquier
lugar del mundo. “Nos escribiremos”, “nos llamaremos”, “tenemos que hacer una
vez al año una quedada en Madrid y vernos todos”, “No, mejor dos veces al año”.
Con el tiempo vas entendiendo la media sonrisa con la que te reciben tus padres
la tarde de regreso. Una tarde rara, por cierto. Después de haber vivido cada
día del campamento como si fuera domingo por la tarde (si alguien no entiende
lo que quiero decir con esto, probablemente tampoco entienda este Piensamiento)
de repente llegas a tu casa y esa tarde nada te gusta, nada te cuadra… echas de
menos esa rutina salvaje a la que te habías acostumbrado. Y es que, que queréis
que os diga, han pasado sólo quince días, pero tú te has hecho mayor.
PD1.
Llegados a este punto podéis sentiros engañados con este texto. Os dije al
principio que iba a hablar de los animales y finalmente sólo he hablado de los
“animales de campamento”. Ahora os daré la clave. Los animales de campamento
son niños que durante el invierno hacen vida normal ¿acaso no habéis detectado
nunca a los “animales de cumpleaños”? Esos niños que siempre son los primeros
en romper la piñata y coger todos los caramelos del suelo…ahí los tenéis.
Un
compañero me ha dicho esta mañana que incluso en la mili también estaban estos
especímenes…esto se ha refinado un poco ahora que no es obligatoria; supongo
que ahora solo van los “animales de mili”.
Y… no me quiero poner cansina pero, ¿qué me
decís del viejo que seguramente sea “animal de residencia”??
Dejando
la imaginación volar me doy cuenta de que en todas las etapas por las que he
ido pasando me he ido topando con
animales de todo tipo. Animales-buena gente, por supuesto, que han tenido la
suerte de nacer con ese gran poder de adaptación y de comunicación con la madre
naturaleza. Que los hace fuertes e indudablemente el futuro de nuestra especie
(ellos saben a dónde van, llevan
brújula).
Y
también, con mayor dificultad para detectarlos, me voy encontrando con seres
humanos que, como yo, a veces se camuflan, pero antes o después salen a la luz
ofreciéndome un guiño de complicidad (o unos calcetines). Ahora, eso sí,
nosotros, ni puta idea a donde vamos ni de dónde venimos, bastante tenemos con
estar aquí.
PD2.
Si fuera una escritora medianamente decente corregiría la enorme cantidad de
veces que he repetido las palabras “animal” y “campamento” durante todo el
texto; pero que queréis, ya os he dicho que no me gusta la palabra “colonias”.
Mis más sinceras disculpas.