por Marta
Los
coches de policía no tardaron en llegar. Las luces en sus techos hacían sombras
en las paredes de la estrecha calle y las sirenas se alzaban por encima del
tumulto de los transeúntes. La bocacalle
León, en pleno centro de Madrid, a unos pasos de la Puerta del Sol, vivía aquel
gélido seis de noviembre el suceso por el cual pasaría a la historia.
Fue
la señora Carmen la que alertó con una llamada al 112. Había pasado delante de
ese escaparate todos los días desde que llegó a la capital. “Pelucas La Rocha” decía
el letrero de aquel curioso establecimiento.
Ella
siempre había contemplado aquel escaparate como el que tiene delante una
pantalla con grandes estrellas de cine. Ver aquellas cabezas de maniquí con
esas cabelleras tan envidiables, esas mujeres tan guapas, esas cejas tan
perfiladas…el pelo que ella nunca tuvo. El glamour que siempre deseó.
Cariñosamente las apodaba “mis chicas” y en su imaginación las había bautizado
con nombres tan modernos para ella como Cindy, Amanda o Bárbara.
La
señora Carmen se detuvo temprano aquella fría mañana ante la gran luna y aprovechó
para ponerse los guantes de lana. Había helado. Mientras echaba la habitual
mirada de reconocimiento a “sus chicas” percibió que algo no estaba en su
lugar. Quizás el orden o la disposición de aquellas cabezas con cabellos
sedosos. Quizás sus miradas, que hoy se perdían en el infinito.
Un
escalofrío recorrió su cuerpo. Entre “las chicas” había una nueva; la del fondo
a la derecha, al lado de la pelirroja. Una nueva cabeza nada glamourosa, con la
mirada apuntando al cielo. El pelo revuelto. La cabeza de la mujer que durante
más de veinte años había estado detrás del mostrador.
Por
su cuello, de manera cadenciosa, resbalaban las gotas de sangre espesa.