Por Marta
Para una amiga, casi hermana.
Mi
brazo rodea por detrás a mi prima Natalia. Y no porque quiera abrazarla a ella
en especial, ni porque necesite asirme a nadie…sencillamente porque es la
persona que tengo al lado y porque en los entierros familiares conviene notar cerca
a quien comparte tu sangre, aunque al día siguiente ya no los veas, aunque no
los llames, aunque odies a su marido o a sus insoportables retoños. Noto su
hombro huesudo por debajo de la camisa…clavículas, hombros, muñecas…de pequeña
los envidiaba. Sus rodillas pétreas, tan bien perfiladas, tan bonitas. Qué
huesuda, Nati, qué pequeña y delicada criatura. Me asomo al hueco de la
sepultura como el que se asoma a un abismo. Me mareo. Bajan el ataúd otro tramo
más y se desequilibra. Bajan con mayor rapidez la parte de los pies de modo que
imagino a mi abuelita dentro encogida, como arrodillada, pegando con las
rodillas en la tapa y me agobia que ya se quede así para toda la eternidad. Me
gustaría parar todo. Abrir la tapa, estirar a mi abuelita. Darle un beso en la
frente. El último. Y continuar con la inexorable bajada. Evito sentir ternura
hacia mi prima Natalia y su osamenta, pero no lo consigo. Jugábamos en el patio
de mi abuela, metidas en un barreño las dos. Los barreños eran grandes y
espaciosos, eran lugares lúdicos. Pero luego no ha cuidado de la abuelita, no
la ha llamado, no la ha visitado. Y yo la he cuidado, la he llamado, la he
visitado. La abuelita lo sabe, yo sé que lo sabe, aunque no me lo diga, aunque
le estén cayendo paladas de tierra encima. A Natalia hay que quererla por sus
huesos, no por sus comportamientos, me digo, me repito. Nos tomamos un café
rápido y nos vamos, que los niños tienen que hacer deberes, que los domingos se
nos acumula todo a última hora. Todos los domingos parece asistir, esta familia
feliz, a entierros que roban tiempo para las tareas. Asiento y nos tomamos un
café. Los niños un refresco y unas patatas fritas. Una bolsa para cada niño, no
son de compartir. Y su marido, su insufrible marido, un café y un bollo, porque
así ya voy cenado. Pago yo, nadie se me adelanta. Me da una tarjeta con su
número de móvil. Es que el teléfono fijo no lo cogemos nunca, tuviste suerte
cuando me llamaste para decirme lo de la abuela. Tuviste suerte tú, pienso. Se
van y apuro el café, y miro la tarjeta, es de papel reciclado, diseño elegante:
Natalia Martín, abogada laboralista. Me he dado cuenta del detalle de que para
repartir la herencia no quiere que la llames al incierto teléfono fijo. La
abuelita tiene testamento. Sois las dos herederas y así, como hubiera querido
la abuelita, se repartirán sus pertenencias. A partes iguales, entre su nieta
huesuda y su nieta rolliza. La abuelita se ha cansado de decirlo estos días en
el hospital. La casa entre las dos, la cuenta del banco entre las dos, en casa
no tengo nada de valor, puedes tirarlo todo…bueno, menos las plantas, llévate
las plantas a tu casa y riégalas, que no se te olvide. La abuelita está
desvariando, solo me suenan un par de pequeñas macetas con unos cactus. No son
cactus. Son crasas, me corrige la abuela. Llamo a los diez días. La abogada
laboralista me cuelga. Pero luego me devuelve la llamada, ahora ya siendo mi
prima Natalia. Pues me pilla mal lo de ir a recoger la casa de la abuela. No te
preocupes. No me preocupo. Vete yendo tú a tirar cosas, a desechar la ropa,
esas cosas. Voy yendo yo a tirar cosas, a desechar ropa, a esas cosas de
muertos. Y se me hace un nudo en la garganta cuando entro y me embriaga el olor
de la casa de la abuelita. Parece que huele todavía a bizcocho. Intento hacer
un cálculo mental de cuantos bizcochos se habrán horneado en esa casa. Mil,
diez mil…¿un millón? No hay más bizcochos. Se acabaron los bizcochos. Ropa.
Bolsas de basura. Revistas. Bolsas de basura. Qué debo quedarme, qué debo
tirar. Recetas de cocina. La pelota antiestrés. Las gafas de cerca. Las gafas
de lejos. El listín telefónico. El perfume de violetas. Llevo más de tres horas
en la casa de la abuela, estoy agotada, me pican los ojos. Me voy a casa. Cojo
las bolsas seleccionadas, son cuatro bolsas enormes. Y los cactus. Me acuesto
sin cenar. Tantos recuerdos me han removido el estómago. Estoy en un duermevela
pensando en mañana…el notario, la partida de defunción, la visita al banco. Mañana
sí que estará Natalia, mañana sí. Tengo sed. Mucha sed. Me levanto y voy a la
cocina a beber agua. Y pienso en los cactus que llevan sin beber muchos días,
desde que la abuela ingresó en el hospital. Pobrecitos. Me siento en el comedor
frente a la mesa. Los riego. No son cactus, son crasas. Hay algo raro. La tierra no chupa. Las hojas carnosas brillan
relucientes. Hay algo que no debe ser como debería. No soy botánica pero sí tengo
ojos. Las crasas. Plástico, PVC. Muerte. No hay vida. Me sale una carcajada
nerviosa. Tiro del racimo de crasas hacia arriba y la planta y la supuesta
tierra se desencajan en bloque de la maceta cuadrada. Me asomo al doble fondo
de la maceta como el que se asoma a un abismo. Me mareo. Dobladitos, con esmero,
un colchón de billetes de quinientos euros. Uno, dos, cinco, diez, veinte… Desencajo
la otra maceta… uno, dos, cinco, diez, veinte… Me voy a la cama flotando,
riendo, escuchando las risotadas de la abuela cuando me gastaba alguna broma. Yo,
la nieta rolliza. La preferida. La abuelita lo sabe, yo sé que lo sabe, aunque
no me lo diga.