Para todos aquellos que
se identifiquen conmigo, sé que existen.
Hoy quiero hablaros de
peluquerías, porque es un tema que realmente me conmueve. El tipo de persona
que uno es puede deducirse de la relación que ha mantenido con las peluquerías
a lo largo de su vida, de ahí que esto que voy a escribir, aunque va de pelos,
va también de la vida: esa que se nos escapa mientras pasamos tres horas en
estos salones de belleza. ¡Ay! La belleza, otro gran tema de la humanidad.
Yo nací con el pelo rizado y,
pese a ser un hecho palpable y evidente —así lo demuestran las fotos de mi más
tierna infancia—, nadie debió saberlo, o cuanto menos asimilar o aceptar tal
condición. Y así fui creciendo, con una densa cabellera sobre mi cabeza,
claramente incomprendida. Ya con unos ocho o nueve años, las imágenes gráficas
de la época dan cuenta de los intentos de domar aquella melena, del empeño por
convertirla en un pelo largo y liso, sobre todo liso. Por supuesto, ella se
rebelaba: no estaba en su naturaleza y, cuando las cosas se fuerzan de ese
modo, lo más normal es fracasar estrepitosamente.
Los recuerdos que guardo de las
peluquerías de mi infancia no son los de caros salones de belleza a pie de
calle, sino los de pisos sin letrero, casas humildes con un par de lavabos y
secadores de pie; lugares donde el sofá del salón hacía las veces de sala de
espera.
Mi abuela Lola y su vecina Carmen
eran fijas en una de estas peluquerías de barrio. Dos hermanas, cuyo recuerdo
nítido ha venido hoy a mí mientras escribo esto —María y Paquita—, regentaban
una de aquellas peluquerías modestas en un piso.
Mi abuela tenía peluquera,
o al menos la tuvo durante muchos años, hasta que el negocio cerró. Y esto no
es fácil de conseguir: tener peluquera. ¡Ay! Se me antoja casi inalcanzable
Me acuerdo de ir a esa peluquería
en bastantes ocasiones, a veces acompañando a mi abuela o a mi madre, y otras
como joven clienta. Mi hermana también solía estar presente en estos recuerdos
y no pocas veces nos hemos reído al traer a la memoria aquella vez en que
esperábamos aburridas en el sofá del salón de esa casa cuando, de golpe, se
abrió la puerta mientras cantábamos y coreografiábamos una vieja copla que
decía “debajo de la capa de Luis Candelas, mi corazón amante vuela que vuela”.
No sé si las sorprendidas fuimos
nosotras o la persona que abrió la puerta al encontrarse con dos niñas de seis
y nueve años cantando una canción que, a finales de la década de los ochenta,
tampoco creo que estuviera entre el top ten de lo más escuchado.
Tanto en esta peluquería como en
las que visité a lo largo de los años, hasta aproximadamente mi mayoría de edad,
hubo una cosa en común: ninguna de ellas —ni ninguno de sus peluqueros—
descubrió la verdadera naturaleza de mi pelo. Se empeñaban en alisarlo y en
obligarlo a vivir fuera de su personalidad.
Fruto de ese desconocimiento,
tuve que someter a mi cabello —y con él, a mi persona— a momentos duros, como
aquel en el que se decidió que lo mejor era cortar el pelo cortito a la niña.
El corte no resultó especialmente favorecedor y, con él, la niña pasó a ser
vista por mucha gente como el niño, ya que en varias ocasiones me llamaron chaval.
Después de aquel corte vinieron
distintas etapas. Cabe destacar la época de la seta, o aquella otra en la que
una peluquera diabólica pensó que lo más adecuado para una adolescente de
dieciséis años era rapar gran parte de su cabellera —casi al cero— con la
excusa de quitarle volumen, dejando que el resto del pelo tapara esa zona
rapada, que solo asomaba por los laterales o cuando me hacía cualquier tipo de
coleta o recogido. Creo que, si la hubiéramos denunciado, esa teórica
profesional del cabello podría haber acabado entre rejas. Pero no solo no la
denunciamos, sino que el corte no debió de parecernos mal, ni a mi familia ni a
mí, que incluso compramos una maquinita para “esquilarme” —así lo llamábamos en
casa—.
Sin embargo, alrededor de mis
dieciocho años tuvo lugar un acontecimiento que cambiaría mi relación con mi
pelo, que no con las peluquerías. En una de esas peluquerías nuevas que probé
—en este caso, una que frecuentaba la madre de una amiga, afortunada ella, que
tenía sitio fijo— le dije a la peluquera que quería hacerme la permanente
rizada. La mujer, tocando mi cabello —tan informe, encrespado y voluminoso como
siempre—, me preguntó cuándo había sido la última vez que me había hecho la
permanente. Yo le respondí que nunca. Me dijo entonces que para qué quería
hacerme la permanente rizada si ya tenía el pelo rizado.
Sé que al lector este hecho puede
parecerle difícil de creer, pero lo cierto es que, aunque había visto fotos de
mi infancia con el pelo rizado, tuvieron que pasar dieciocho años de mi vida
para que una completa desconocida me descubriera algo que debería haber sido
evidente y no lo fue: ni para mi familia, ni para mí, ni para el resto de los
peluqueros a los que había ido.
Aquella mujer mojó mi cabello,
moldeó mis rizos con un poco de espuma, lo secó con difusor y, voilà, se
hizo la magia. Salí de aquella peluquería convertida en una mujer de pelo
rizado y sin haber pagado dinero por ninguna permanente. Recuerdo incluso la
ropa que llevaba ese día, que pasaría a la historia para mí.
Uno podría pensar que esa mujer,
ese pedazo de profesional que había hecho un descubrimiento que nadie antes
había sido capaz de hacer, debería —con todo merecimiento— haberse convertido
en mi peluquera de cabecera. Nunca mejor dicho. Pues no. Lo cierto es que la
peluquería me pillaba bastante alejada de casa, a casi una hora en transporte
público y, en honor a la verdad, en asuntos de peluquería soy bastante infiel.
A diferencia de otros aspectos de mi vida, donde valoro especialmente la
fidelidad y la lealtad, en cuestiones capilares soy claramente promiscua.
Cuando pudiera parecer que visito
varias veces un mismo sitio, incluso que podría forjar cierta relación personal
con la peluquera de turno, otra peluquería se cruza en mi camino. Algo, de
repente, me lleva por la senda de la perdición y ahí está: dejo de tener
peluquera. Sin embargo, no he dejado de intentarlo. Y en estos intentos, a
veces arrastro a mi hermana, a mi madre o a mi suegra. O son ellas las
que me arrastran a mí.
Fruto de estas idas y venidas acabamos en una ocasión en una peluquería del centro de Madrid que frecuentaba una amiga de mi madre.
Aquella amiga no tenía ya peluquera de referencia, sino peluquero, algo que por
entonces no era tan frecuente, y una podía llegar a creer que, por ser hombre,
tendría las manos del mismísimo Llongueras. Con esperanza acudimos a que el tal
Benito —así se llamaba— pudiera acogernos entre sus manos y rescatarnos de ese
vagar por la vida.
Pero no. Benito tampoco consiguió
ser nuestro peluquero más que aquel día. Lo que sí pasó a la posteridad aquel
día fueron dos hechos ocurridos en aquel local. El primero fue que, al ver mi
pelo, pusieron el grito en el cielo preguntando quién me lo había cortado. Yo
mentí diciendo que había sido una amiga en prácticas, que estaba estudiando un
módulo de peluquería. No me atreví a decir la verdad: la peluquera en prácticas
había sido mi hermana, que estaba sentada allí a mi lado y que algún día debió
de hacer algún experimento con mi pelo.
¿Podríamos considerar a mi
hermana como una más de las peluqueras a las que desprecié?
El otro hecho mítico —de los
mejores que se han visto en nuestros lugares— ocurrió cuando la peluquera que
me estaba lavando el pelo me preguntó, así de sopetón, si quería “hidratarme”.
Yo, desde mi posición de inferioridad, ahí sometida, con el cuello apoyado en
el lavabo y la mirada fija en el techo, conseguí vencer la vergüenza para
preguntar: ¿eso qué es y cuánto cuesta?
El caso es que el dichoso
tratamiento costaba lo mismo que la oferta de lavar, cortar y peinar a la que
yo había acudido, así que decliné hidratarme. Y fue entonces, en ese preciso
instante, cuando una voz de ultratumba procedente de mi compañera de lavabo
—con un par de toallas empapándole la cabeza y que había oído toda nuestra
conversación— preguntó si eso era lo que le habían hecho a ella.
Efectivamente, aquella mujer
había sido víctima de un tratamiento de hidratación no deseado y, en aquel
momento estaba siendo consciente de lo que iba a suponer para su cartera. Aún
me da la risa recordar la indignación y los vituperios que dedicó a la peluquera
que se la había colado.
Podría eternizarme en este relato
si os contase todas las peluquerías que he visitado a lo largo de mi vida, o
todas las anécdotas que he vivido en ellas, como aquella vez en la que compré
un cupón con una oferta por lavar, cortar y teñirme el pelo. Cuando llegué y la
peluquera vio entre sus manos la cantidad de material con la que iba a trabajar,
me dijo que esta vez aceptaban el cupón, pero que en otra ocasión me tendrían
que cobrar un suplemento de casi el doble ya que conmigo gastaban mucho
producto. Me hubiera gustado responderle que si acaso a las que tenían poco
pelo les cobraban la mitad, pero este tipo de respuestas no se me ocurren en el
momento adecuado. Tampoco hubo siguiente vez, aceptar una penalización por mi
cantidad de pelo ya hubiera sido el colmo.
En algunas ocasiones he sido esa
señora que da propina a la peluquera que la atendía, sintiéndose parte de una ceremonia reservada solo para quienes gozan de cierto grado de intimidad.
También hubo peluqueras con las que simpaticé algo más, conociendo un poco de
sus vidas y compartiendo algo de la mía, pero la verdad es que nunca llegué a
sentirme cómoda con ese nivel de confianza. Prefiero mantener cierta distancia
profesional y, sobre todo, seguir leyendo mi libro. O quizá mi subconsciente sepa que no
debo encariñarme con ninguna porque, tarde o temprano, las pondré los cuernos.
El sábado pasado visité una
peluquería nueva. A mitad de la mañana se les acabó el termo de agua caliente,
y el segundo lavado me lo tuvieron que hacer con agua más bien fría. Se
disculparon y me explicaron que estaban pendientes de que lo cambiaran, pero que
el técnico no había podido ir ese día. Lejos de desagradarme me pareció un
hecho real, un ejemplo de cotidianidad en un lugar donde no debiera permitirse.
Bromeé con el chico que me lavaba diciéndole que hoy en día estaba de moda las
inmersiones en agua fría por sus beneficios para la salud.
Después de mí entró una chica que
debía conocer mucho a las dueñas: la saludó con un beso, se levantaba y se
movía a sus anchas por la peluquería y después se despidió hasta la semana
siguiente. Esa mujer era un auténtico ejemplo de clienta perfecta de una
peluquería fija. Si las peluquerías fuesen campos de fútbol y las clientas
jugadores yo estaría jugando un partido de tercera regional y esa chica era
Lionel Messi. Después entró Faustina que tenía gran carácter pese a su ya
avanzada edad y no quería cortarse, aunque su hija y la peluquería insistían en
que debía hacerlo. Otra mujer a mi lado también era llamada por su nombre.
Formaban toda una gran familia en donde la única intrusa era yo. No sé si
volveré.
Tras escribir estas líneas me he
dado cuenta de que el hecho de no tener una peluquería fija me ha dado
bastantes más satisfacciones de las que creo que hubiera tenido si llevase
treinta años en el mismo sitio. Sí, es verdad que cada vez que pruebo una nueva
es como empezar de cero, pero al menos ahora ya conozco mi pelo: un pelo rizado
—o, como se dice ahora, curly— que usa productos sin sulfatos, un pelo
al que se le hace co-wash o se le echa leave-in, un pelo al que
se le hace scrunch para “definir” los rizos, en definitiva, un pelo con
el que ya estoy reconciliada
El tema de si dejarse o no las
canas ya lo dejamos para otro día.