Efectos colaterales de la frustración que puede provocar tener que conformarse con una sola vida:
- Emborracharse, drogarse y vivir la vida al límite.
- Hacer puenting, rafting,bungee jumping o cualquier otra cosa que termine en -ing.
- Dar la vuelta al mundo (esto sólo para ricos)
- Creer en la reencarnación.
- Crear un blog que permita ser protagonistas de muchas otras vidas.
Cabezas de Ajo optó hace años por esta última opción. Lo cual no tiene por qué excluir alguna de las anteriores.



sábado, 11 de noviembre de 2023

La confesión de Pedro Herrera

 

Por Marta

Fue la suerte la que quiso que yo entrara a trabajar como vigilante del Museo del Prado después de varios trabajos precarios. Fue, sin embargo, el destino el que quiso que en la sala en la que yo desempeñaba mi labor hubiera un cuadro de Álvaro Melquiza. Llegué a casa emocionado, pero no pude compartir mi entusiasmo con mi padre. Bueno, lo compartí y quizás sonreía con los ojos. Hacía tiempo que había dejado de fingir y restar importancia a sus olvidos como las primeras veces. Hacía tiempo que su expresión era la de un extraño. Un extraño al que yo ponía el plato en la mesa y acercaba a la boca la cuchara de puré. Cada mañana me lamentaba por su penoso estado. Todo el día encerrado en casa mientras yo trabajaba, con la televisión puesta pero con la mente en el vacío. Un vacío injusto para la persona que me había dado todo, que me había proporcionado una infancia feliz y que me había sacado adelante supliendo las veces de una madre que nos abandonó cuando yo era un bebé y a la que no recuerdo. Si por lo menos pudiera darle ahora un digno final, pensaba yo, pasar horas con él aunque fueran en silencio, o contándole historias del pueblo, las que él tantas veces me había contado. Pero si quería que comiéramos y vivir tenía que trabajar y los trabajos a los que podía acceder ocupaban la mayor parte del día.

Nos vinimos a vivir a Madrid cuando yo tenía trece años. El trabajo en el pueblo escaseaba y por medio de un conocido mi padre consiguió trabajo de ayudante en un taller. No debió de ser fácil para él aguantar mis llantos en el asiento trasero del coche. Valdemonte era mi vida, y lo cierto es que para él también. Probablemente aquella decisión fue la más dura que jamás tomó, alejarse de su pueblo, de su gente. Pero él solo deseaba un futuro para mi sin demasiadas estrecheces, el futuro que él no había tenido. Y el que, a la postre, y a pesar de dejarse la piel, yo tampoco estaba teniendo.

Don Álvaro Melquiza era el rico del pueblo. Dicho de otra manera el descendiente de un linaje noble que habitaba en la mansión más impresionante que nadie en un pueblo como Valdemonte podía imaginar. Mi padre, Damián Herrera había trabajado durante años de jardinero para los Melquiza. Es posible que todas las riquezas de los habitantes de Valdemonte sumadas no fueran más que una pequeña parte de todos los bienes de los Melquiza. Sin embargo, según mi padre, el señor Melquiza era una persona excelente. Siempre me contaba que todo el pueblo los odiaba por pura envidia y que por eso nunca oiría jamás hablar bien de ellos. Ellos eran dos, Álvaro y su mujer Mariana. La historia de los Melquiza era una historia dramática, de esas que te hace pensar que efectivamente el dinero no hace la felicidad. Al parecer el matrimonio nunca salía de su mansión y de su finca. Eran despreciados en cualquier lugar del pueblo así que poco a poco cada vez más se fueron recluyendo. Dicen las historias que Álvaro se refugió en la pintura, al parecer tenía muy buena mano y talento para los pinceles. Mariana, sin embargo, enloqueció después de años en soledad y de múltiples intentos en vano para tener hijos. Vagaba por la casa y dicen las malas lenguas que no la sostenía ni un ápice de razón. El destino fue cruel con los dos. Mariana se lanzó al abismo desde la ventana del último piso y un par de años más tarde, cuando estalló la guerra, Álvaro murió acuchillado al intentar defenderse de un par de ladronzuelos que entraron en su casa para robar alguna pieza de valor. Murieron sin descendencia, tan solo Álvaro tenía una hermana que fue quién heredó todas sus posesiones. La hermana, casada y con un par de retoños vivía a cientos de kilómetros de allí y acudió al funeral de su hermano. Acto seguido organizó un mercadillo en el que malvendió todas las posesiones y enseres y colocó el cartel de “Se vende” en la verja de la finca de Valdemonte. Era el año 1936, más valía pájaro en mano.

Todas estas historias me las había contado mi padre durante años. Yo de pequeño me había colado con mi pandilla en el interior de los límites de la mansión que por aquella época, a falta de un comprador empezaba a parecer un palacio en ruinas. Para mí era un lugar cargado de misterio y de secretos. Por eso cuando vi de lejos el cartel del cuadro en el museo tuve que acercarme para comprobar y leer dos veces que efectivamente se trataba de lo que la leyenda rezaba “Retrato de Mariana, señora de Melquiza” por Álvaro Melquiza, óleo sobre tabla, Valdemonte, Mayo de 1933. Por lo visto aquel cuadro, vendido al peor postor en aquel rastrillo precipitado había llegado a parar hasta allí. Era una auténtica obra de arte. Y, como tal, yo me deleitaba observándolo todos los días. Quizás no sea objetivo, pero los sutiles trazos componían un rostro bello pero con una expresión de infinita tristeza. En los ojos de Mariana se podía leer su vida, incluso su desdichado final. Cuando lo veía pensaba en mi madre. En esa madre a la que nunca conocí. Pensaba si estaría viva o muerta, si se parecerían sus ojos a los de Mariana, y mirando esos ojos acuosos, que reflejaban la luz de la estancia, también pensaba si Mariana hubiera sido una buena madre para mí, una madre que ansiaba un hijo para un niño huérfano de ella. Mi corazón estaba ya duro como una piedra y estos pensamientos no me conmovían, el tiempo me había curtido. Día tras día regresaba a casa. Preparaba el puré para mi padre y le contaba mis novedades como el que se las cuenta a una pared. El médico me decía que mantuviera estas rutinas, que no dejara de hablarle, que mi padre seguía ahí, y yo, al fin y al cabo, quería creerle.

El veinte de diciembre de 1980 mi vida cambió para siempre. Ya llevaba unos meses trabajando en el museo. Terminé a mediodía apresurado para llegar a casa con el tiempo justo de comer algo, dar de comer a mi padre y volver al trabajo. A la salida del museo de repente un extraño se me acercó, parecía ido, borracho, y tenía un discurso ininteligible. Olía mal. Aceleré el paso pero él se aproximó a mi y me zarandeó. En el caótico discurso distinguí dos palabras que me pusieron en alerta: “Melquiza” y “reverso”. Me paré pero todo el discurso era un completo desvarío. Insistía hablando del “reverso del cuadro”. Yo me quedé sin saber qué decir y lo que sucedió de ahí en adelante lo recuerdo como en una nebulosa por los nervios del momento. El hombre se desplomó y quedó inconsciente a mi lado. Las sirenas de las ambulancias que se lo llevaban son el siguiente recuerdo que tengo.

Pasaron los días y el mal sabor de boca por aquel acontecimiento teñía mi rutina diaria. Además el caso salió en la prensa, fotografías incluidas conmigo presente, ya que al parecer el hombre, que finalmente falleció al poco de llegar al hospital, era el ex marido de una adinerada empresaria.  Cambié de puerta de salida del museo para no recordar la escena pero bien es verdad que el discurso de aquel hombre no dejaba de rondar en mi cabeza. No parecía pura casualidad que alguien viniera a intentar transmitirme algo sobre un cuadro que formaba parte de alguna manera de la historia de mi vida. Mi padre seguía habitando otros mundos pero cuando le hablé de los Melquiza de nuevo su expresión pareció tornarse en un interés súbito que tampoco supe interpretar. Días después decidí pedir una cita con el personal del museo. Necesitaba que algún conservador del museo examinase el reverso del cuadro. Quizás no fuera nada, quizás sí, pero yo no podía vivir con el peso de esa incertidumbre de ahí en adelante.

La noche del día que pedí la cita con la conservadora recibí una llamada de teléfono a casa. Era una voz dulce de mujer, y quizás por ello, seguí sus indicaciones y en menos de media hora estábamos sentados frente a frente en un antro de mi barrio. No sé por qué lo hice, fue puro instinto y quizás, porque no decirlo, atrevimiento e inconsciencia. La mujer me dijo por teléfono que me daría las respuestas que estaba buscando. Y efectivamente fue así.

Era alta, elegante, vestida con un traje de chaqueta y unas gafas oscuras. Fumaba un cigarrillo detrás de otro. Me dijo que era Alicia Uclés. Reconocí el nombre del recorte de prensa, era la empresaria ex mujer del tipo que me abordó. Después carraspeó y añadió, Uclés Melquiza. Debí de quedarme blanco, pero ella no esperó a que hablara, ni siquiera a que me recobrase para continuar. Su ex marido, trató de vengarse de ella transmitiéndome una información crucial. Sé que no eres tonto, no supe exactamente por qué lo sabía, pero acepté su afirmación. Sé que tirando del hilo llegarás a encontrar todo lo que hay que saber. Pero voy a ahorrarte tiempo. Yo misma te lo contaré, me dijo. La primera parte de la historia no distaba mucho de los que mi padre tantas veces me había contado. Cuando llegó a la parte de la muerte de Álvaro Melquiza confesó ser su sobrina, hija de aquella única hermana heredera. No lograba entender qué tenía eso que ver con el reverso del cuadro, pero ella misma me lo aclaró. Mariana Melquiza sí había conseguido quedarse embarazada y tener un bebé. Álvaro transmitió a su hermana las buenas noticias por carta, pero al parecer a los pocos meses el estado de Mariana era tan lamentable que no se podía hacer cargo del bebé, de hecho en ocasiones puso en serio peligro su vida. Con todo el dolor de su corazón Álvaro Melquiza se deshizo del niño, de su propio hijo, una fría mañana lo abandonó en la puerta de un convento. De ahí en adelante la historia es la que yo ya sabía; Mariana perdió la poca cordura que le quedaba y Álvaro se refugió en la pintura. En ese tiempo, antes de sus trágicas muertes, Álvaro pintó un cuadro en el reverso de uno de los que ya había pintado. Era el retrato de Mariana con su recién nacido en brazos. Dio la vuelta a la tabla y pintó a su mujer en la misma postura, pero sin el bebé, con la mirada perdida, con la tristeza encerrada en sus ojos. La tabla quedó olvidada en un rincón hasta los días en que la hermana de Álvaro acudió al funeral y organizó el mercadillo. Fue entonces cuando ella misma, conocedora de la historia, pintó a brochazos negros el reverso del cuadro con el retrato inicial, tapando el retrato de Mariana y su bebé. La historia se escribe de manera muy simple, si alguien se enteraba de que había un heredero toda la fortuna iría parar a ese niño desconocido en lugar de a ella. Así que cubrió de negro la única prueba de que en esa casa algún día hubo un bebé. Te soy sincera, me dijo Alicia, no he venido para llorarte ni para pedirte que nos comprendas. He venido para comprar tu silencio. Tú pones el precio. Entonces me extendió una libreta en blanco y un bolígrafo. No lo dudé, supe que el destino había puesto esta oportunidad en mi camino por algo. Escribí un número muy alto. El más alto que en aquel momento mi raciocinio estimó que aquella mujer sería capaz de darme. Ella se guardó el papel y se encendió un cigarrillo.

 

 

Ahora estoy muriéndome, sé que me quedan días, tal vez horas. Quizás seas tú, lector, el que lea esta confesión, el que saque a la luz la historia de los Melquiza, el que busque a su verdadero heredero, si es que aún vive. Me parecerá lo correcto. Yo no fui capaz, lo sé, mi corazón era ya una piedra. Cuando aquella mujer me pasó la libreta en blanco, de alguna manera, pensé que era yo el que podía adoptar a Mariana Melquiza como madre. Yo podía disfrutar desde ese momento de parte de su herencia. Por qué no. Mi padre y yo merecíamos una vida mejor.

 


lunes, 1 de mayo de 2023

Apuntes de etología básica

Por Marta


Esta historia tiene cuatro protagonistas. Martina, Jorge, el pájaro pergolero y la pájara pergolera. Bueno y yo, que sería el quinto, que soy el narrador, un bicho raro de narra­dor, políticamente incorrecto como nunca debiera serlo un narrador y nada imparcial, lo que me convierte algo así como en otro personaje más, según dirían los manuales de escritura creativa.

El pájaro pergolero vive en un luminoso bosque de Papúa Nueva Guinea. La pá­jara pergolera tres árboles más allá. Martina vive en Aluche en la zona de Campamento. Jorge tres barrios más allá, en Pozuelo. Bastante cerca pero bastante lejos, como apos­tillaría mi cuñado en la sobremesa de cualquier domingo porque él, como todos los cuñados del mundo, todo lo sabe y todo lo apostilla.

Martina es jodidamente perfecta. No voy a detenerme en describir a alguien así porque la perfección es relativa, para unos alta, para otros, morena, para unos misteriosa, para otros, extrovertida… imagináosla como os plazca, da igual, si os gustan las rubias pues rubia, con un pelo perfecto, que hasta el moño más cutre le queda bien. Pero sobre todo es perfecta por dentro y eso ya, me diréis, es más subjetivo aún. Y tenéis razón, pero es que yo ya os dije que no soy nada imparcial. Martina es mundialmente perfecta porque para una persona en el mundo, al menos, lo es.

Jorge, que vive en Pozuelo, no es pijo, y digo esto porque nos conocemos. Y quiero dejar claro que Jorge es un tío cojonudo que podría vivir en Pozuelo, en Cincinnati o en Río de Janeiro. A Jorge lo que le pasa es que es un ser humano y hace cosas de ser humano. Respirar, comer tres veces al día, equivocarse, cagar. Todo eso hace Jorge casi a diario. Hay una cosa, sobre todas las cosas que tiene Jorge que le hacen un poco dife­rente a los seres humanos y es que jamás, pase lo que pase, se engaña a sí mismo ni a los demás. Sincero de cojones. No quiere decir que no tenga tacto o que suelte cualquier cosa impropia que se le pase por la cabeza. No. Las mentiras piadosas las trabaja como el resto. A él lo que le pasa es que la sangre le corre por las venas como el agua por las calles cuando hay una inundación. Esas imágenes que salen en la tele del agua marrón que se lleva piedras, contenedores, coches. Así es Jorge por dentro. Y eso es jodido, no nos engañemos, eso es una puta cruz con la que carga y cargará toda su vida.

Y los pájaros pergoleros, qué decir de ellos. Son la hostia.

Y qué tendrá que ver Martina, con Jorge y con los pájaros pergoleros de Nueva Guinea, te estarás preguntando. Podría hablarte metafóricamente y decirte que sus caminos discurren paralelos bla, bla. Pues no. Lo que pasa es que Jorge es biólogo y estudió en la Complutense y Martina es su compañera de universidad y son amigos inseparables desde primero. Los dos hicieron la especialidad de Ornitología y ambos están haciendo la tesis en el departamento de Etología o comportamiento animal, para los no entendidos. Y resulta que sus tesis tratan de la vida, obra y milagros del pájaro pergolero.

Además, y para centrar aún más el asunto, Martina y Jorge disfrutan de una beca del Ministerio que incluye una estancia en un centro de investigación del extranjero y, como estudian el pájaro pergolero, el sueño de todo predoctoral en su situación es viajar a Papúa Nueva Guinea para ver al pajarraco en su hábitat. Y así lo hacen. Van en el avión, rumbo Papúa Nueva Guinea y hacen escala en Doha. Martina enciende el móvil y tiene un mensaje de su novio que le pregunta si ya han llegado y justo en ese momento Jorge también enciende el móvil y también tiene un mensaje de su chica, preguntando algo similar y ambos contestan que sí, que todo bien, que un poco cansados pero que cuando cojan el siguiente vuelo en unas horas dormirán en el avión.

Después cogen el avión y, efectivamente, duermen. Pero también hablan, hablan mucho. Y ven el final de una serie que llevaban viendo semanas y que habían quedado para ver el final en el viaje. Y se ríen cuando se acuerdan de la salida de campo de Edafología de tercero que les diluvió y que el profesor no dejaba de dictar apuntes. Y ven una y otra vez los vídeos de las cámaras instaladas en el bosque de Papúa y que mañana verán en persona. El equipo del profesor Wang con el que colaboran se ha encargado de ponerlas y de avisarles cuando fuera a comenzar la época del cortejo. Y ya están allí. Nerviosos, felices. Por fin va a conocer a “Pedrito” como han llamado a su pájaro pergolero, al suyo, a ese que llevan semanas observando. Ese que comenzó tímidamente colocando un palito y después otro en un claro cualquiera del bosque y que ahora mismo tiene en sus manos (¿alas?) el futuro de dos estudiantes madrileños.

Cuando llegan al centro de control en mitad del bosque se quedan impresionados. Por fuera no es más que una choza camuflada entre las ramas de los árboles. Por dentro hay más de veinte pantallas y una decena de estudiantes de todas las partes del mundo se agolpan alrededor de ellas. Su “Pedrito” ha resultado ser para otros su “Tom”, su “Mike” o su “Freddy”; y ellos… que se creían originales bautizando a su pájaro como el bueno de Pedro Picapiedra. Pero eso es lo de menos, la emoción de Martina y Jorge es una emoción compartida por otros tantos frikis de los pájaros como ellos. Y eso mola, mola mucho, porque igual que a unos les une cantar un gol, llevar una banderita o cargar con una virgen a cuestas, a Martina y a Jorge les toca la fibra estar allí. Hablar de plumajes, de fenotipos o de selección natural con cualquiera que se ponga por delante durante una semana.

Todas las pantallas reflejan imágenes de cada una de las más de veinte cámaras que hay puestas en árboles, suelo y raíles invisibles que colocó el profesor Wang cuando tuvo, hace semanas, la intuición de que ese pájaro y ese lugar eran los correctos. Y no se equivocó. El espectáculo que se despliega ante ellos es impresionante. Hasta para mí, que los pájaros ni fu ni fa. El jodido pájaro pergolero ha construido una atalaya en mitad del bosque para caerse de culo. Una especie de cenador a base de ramitas y palos que alcanza una altura sorprendente para estar hecho solo con un pico del tamaño de mi uña. Pero esto no es lo mejor, cada pantalla en la pared desvela los detalles de la maravilla de su creación. La entrada a la pérgola es una alfombra acolchada de pétalos de flores naranjas, cientos de ellos. A la derecha y a la izquierda de lo que sería la puerta principal del cenador se levantan dos pilares, a modo de torres defensivas, hechas de escarabajos, insectos y algo así como luciérnagas. Otra cámara apunta hacia el interior del cobertizo y en ella se aprecia un círculo hecho con setas color crema, a su lado una fila de semillas o bellotas perfectamente dispuestas. En la parte superior, colgando del techo pequeñas lombrices embadurnadas en la pulpa de alguna fruta exótica. Pedrito se afana estos últimos días en la construcción, pronto vendrá ella a verlo, a evaluarlo, a examinarlo. Si le gusta, si elige los genes de Pedrito, se dirigirá a la parte de detrás del cenador para esperarle…y no me extrañaría que hasta se pusiera un picardías de satén. Si se queda allí o se va a la pérgola del vecino sólo depende de él. Si el viento desplaza una hoja o un palito, revolotea histérico enseguida para colocarlo en su sitio exacto. Estos días está terminando de construir los detalles más minuciosos de la pérgola. Está utilizando guijarros, caracolas, vidrios rotos y tapones de botellas de plástico que los cerdos de los humanos le hemos regalado. Y sí, en el centro de la pérgola y a modo de altar hay un objeto, como una ofrenda, que acapara todas las miradas. Un objeto que Pedrito luchó por conseguir y que quizás incline la balanza a su favor en la elección de la hembra: una lata de Coca-Cola. Una puta lata de Coca- Cola.

Han pasado cinco días desde que Martina y Jorge están allí. En ese paraíso sin conexión. Sin dobles sentidos, el wifi llega con el viento, como las nubes, una vez al día si hay suerte. Cinco días intensos que parecen diez; tomando notas, observando detalles, intercambiando opiniones con el profesor Wang. Llegan a sus cabañas por las tardes reventados después de andar diez kilómetros desde el centro de control. Las cabañas están al pie de la playa y por las noches Jorge prepara una infusión y se la toman viendo el mar. Bueno, imaginan que es el mar porque la luna no está de su parte y solo ven un enorme vacío negro. Pero huele a mar. Y los días lluviosos están a punto de llegar y con ellos el día grande del cortejo.

En una mala época, cuando algo malo sucede, uno piensa “todo pasará”, sin embargo, qué poco pensamos en que esa frase se aplicará con la misma rotundidad cuando los vientos son favorables. Y el viento, precisamente, trajo el olor a humedad casi al mismo tiempo que la llamada del profesor Wang rompía el silencio de la noche. Se ponen en camino de inmediato, parece ser que hoy va ser el día señalado. Amanecer y fina lluvia, el momento adecuado. Pedrito lleva unas horas posado en una rama alta. Divisando su obra, cantando su reclamo.

Martina y Jorge apresuran sus pasos y cuando llegan al centro de control les actualizan la situación. Pedrito ha acelerado su canto y a la vez se oyen en la lejanía los cantos de otros machos pergoleros. Al parecer hay una hembra por la zona y está yendo de chiringuito en chiringuito a ver cuál cumple con las características idóneas para comprometer su descendencia, vamos, que está buscando al que más le pone.

La lluvia ha cesado y Pedrito baja hacia la pérgola con un piar frenético. De repente asoma la cabeza emplumada una hembra que se acaba de posar en lo alto de una rama. Allí está. Sin quitar ojo, sin que se le escape un detalle. El pergolero ahora se hace un poco el distraído y empieza a entonar unos silbidos que dejan la boca abierta a los becarios detrás de las pantallas. El profesor Wang sonríe, no es la primera vez que escucha la maravilla que viene a continuación, Pedrito imita el sonido de una especie de serpientes de cascabel, de las ramas agitadas por el viento e incluso el sonido de taladoras de árboles (aquí otra vez los humanos dando lo mejor). Después con un canto rítmico y suave atrae a la hembra que se decide a bajar y a inspeccionar la zona.

Pedrito se desplaza a su alrededor con un baile que ya me hubiera gustado a mi con dieciocho años. La hembra investiga los pétalos, las semillas, las nueces dispuestas simétricamente en el suelo. Y finalmente, cuando los pulmones de Pedrito deben estar a punto de estallar, se hace el silencio. La pájara atraviesa la pérgola y pica tímidamente una lombriz de la fruta que Pedrito había colgado estratégicamente. No parece tonta, es de agradecer que una maratón de sexo no te pille con el estómago vacío. Y aquí es cuando las cámaras se deberían haber fundido en negro para dejar cierta intimidad a la nueva parejita. Pero no. La ciencia no entiende de discreción. Los chavales aplauden, silban, detrás de las pantallas en el centro de control, el éxito es de Pedrito y un poco de todos ellos. Martina y Jorge se abrazan, están emocionados, sudando, tienen material más que suficiente para terminar sus tesis. El abrazo se alarga en mitad del jolgorio y se miran a los ojos y ven lo de siempre, o quizás algo diferente, ahora mismo no lo saben.

Jorge se despide de la gente y emprende el rumbo a la cabaña. Martina se queda más atrás porque tiene que terminar de concretar datos con el profesor Wang. Mañana se van de Nueva Guinea. Jorge camina con rapidez, está nervioso. En su interior nota algo que conoce bien, algo que no puede acallar. Llega a la cabaña y comienza a hacer la maleta. Podría estar haciendo la maleta o cualquier otra cosa porque no puede pensar en nada. Al cabo de un rato llega Martina, abre la puerta de la cabaña y no ve a Jorge. Sale por la puerta trasera hacia la zona que da a la playa. Lo ve a lejos, sentado en la orilla, con una cerveza en la mano. Se acerca lentamente, porque Martina, no solo no es tonta sino que además es perfecta. Algo ha pasado en Jorge y, quizás, algo pasa en ella. Y se acerca despacio, observando, examinando, no hay pétalos en el suelo, no hay torres de insectos, ni lombrices colgando, pero Martina sigue caminando lentamente por la pérgola que ha sido su amistad todos estos años. Y entonces llega a donde está Jorge, que como ya lo conocemos, sabemos que es sincero de cojones. Y un torrente de agua, como en las inundaciones, comienza a brotar de su boca arrastrando piedras, coches y contenedores. Arrastrándolo todo. 

miércoles, 1 de marzo de 2023

Dos microrrelatos de ajo

 

Melodía de puntos suspensivos

Por María


Miro el vello de tus dedos remover la cucharilla en el café ¿Alguna vez me gustaron tus dedos? ¿Qué tipo de información genética hace que pueda crecer en ese punto exacto de tus falanges un conjunto de pelo salvaje y no en el milímetro de piel contiguo? El mundo me resulta incomprensible, como nuestro matrimonio ¿Qué hiciste con la varita? ¿Dónde dejaste el conejo y la chistera? Es lo que tiene la magia, las cosas desaparecen dejándonos cara de tontos. En el pasillo las niñas se pelean, otra vez. Lees algo en el móvil y tu risa me perfora. Vives ajeno, conduciendo tu diligencia, pacífico, ignorante de las autopistas que me desbordan. Me preguntas si comemos el sábado con tus padres. Yo sigo boqueando en el salón. Vaciaría una a una por el sumidero tu colección de ginebras. Me arrastro como un gusano hacia el sofá y, de repente, lo vuelves a hacer. Inexplicablemente te has lanzado hacía mí para hacerme el boca a boca, otorgándome el ansiado oxígeno.

A lo lejos la lavadora centrifuga al son de nuestra melodía de puntos suspensivos.

 

 

 

Perdida

Por Marta


¿Por qué nuestros glóbulos rojos no tienen núcleo? Te has despertado en mitad de la noche con esa pregunta en tu cabeza. A Google no le importa que le preguntes a las tres de la madrugada, pero prefieres hacerte un ovillo en la cama. Lo habrán perdido, te dices. Como tú de pequeña, que te perdiste en el mercadillo. Te paraste a mirar un puesto y cuando volviste te cogiste por error de la mano de una mujer que no era tu madre. Ahora, desde tu ovillo, recuerdas perfectamente los ojos de la mujer que te encontraste cuando miraste hacia arriba. Te miraban con una esperanza contenida cuando ella te dijo ¿quieres ser mi hija? No supiste qué responder. Temías defraudarla. Te quedaste unos segundos paralizada, agarrada fuerte a su mano, y luego saliste corriendo. Una de tantas veces.

No habías vuelto a acordarte de aquella mujer, ¿se acordará ella de ti? ¿habrá tenido hijos o fuiste tú la única hija a la que de verdad deseó? Tu madre, la que aparece en tu libro de familia, seguro que no lo recordaría si viviese. Para ella fue una simple anécdota entre fruta, camisetas y verduras una mañana de mercadillo. ¿Y si la vas a buscar? Te acuerdas de sus ojos, podrías encontrarla. Démonos una segunda oportunidad, le dirías.


domingo, 19 de febrero de 2023

Mudanza

 

Por Marta

Mis abuelos han pagado la mudanza. Siempre que mis abuelos nos pagan algo mi abuelo saca una pluma dorada que lleva en el bolsillo de la camisa. Como casi siempre mi abuelo lleva jersey tiene que hacer contorsiones raras con los brazos para sacar la pluma porque una vez que metió la mano por el cuello del jersey la abuela le dijo que no hiciera eso, que el cuello se daba de sí. Luego coge una especie de bloc de notas que tiene guardado en la mesilla y escribe cosas. Pone el nombre de mi madre y debajo el dinero que mi madre le dice que necesita. Es la tercera vez en este año que hemos ido a por una hoja del bloc de notas del abuelo, que me ha dicho mi madre que es como dinero. Las tres veces hemos ido a casa de los abuelos solamente a eso. No nos hemos quedado a merendar, ni a jugar con un perro que tienen. Y eso que estábamos cansados porque por lo menos hay una hora en coche.

Cuando hemos vuelto hemos dejado el coche en la plaza de garaje de Ana, que es la amiga de mamá que nos deja el coche a veces, cuando lo necesitamos. Hemos sacado la bolsa de viaje del maletero y, como Ana no estaba en casa, mi madre ha echado las llaves de su coche en el buzón en el que ponía su nombre. También le ha dejado una notita en el que ha puesto GRACIAS y me ha dicho que dibujara algo y yo he dibujado un sol sonriente. Hemos salido a la calle y mi madre me ha dicho que, a partir de ahora éste, el barrio de Ana, va a ser nuestro barrio. A mí me gusta.

Como mañana es la mudanza de momento no tenemos nada en nuestra casa así que mi madre me ha dicho que podíamos pasear o ir al parque. Pero yo le he dicho que prefería ir a conocer nuestra nueva casa. Así que hemos caminado bastante rápido, aunque mi madre cargaba con la bolsa de viaje. Hemos recorrido una calle larga y principal que tenía muchas tiendas. Mi madre se ha parado delante de una floristería y me ha dicho que eligiera una planta. Que la íbamos a poner en nuestra nueva casa para inaugurarla. Yo he elegido una con unas flores rosas grandes. También me ha gustado mucho la maceta verde pero mi madre le ha dicho a la de la tienda que la maceta no la queríamos, sólo la planta; y la ha sacado y nos la hemos llevado con su maceta de plástico marrón.

Hemos callejeado por unas cuantas bocacalles, mi madre cargando la bolsa y yo la planta, y hemos llegado por fin a nuestro portal. Es el número ocho, mi número favorito. Justo enfrente del portal había un señor tirado en el suelo encima de una manta. Estaba descalzo, con los pies muy negros. Hemos subido por unas escaleras estrechitas. Es un piso quinto y no tiene ascensor. Las escaleras crujen y a mi me gusta ese sonido. Según subíamos yo iba mirando por el hueco de las escaleras y los cubos de basura en la planta baja se iban haciendo cada vez más pequeños. Cuando hemos llegado a la puerta, antes de abrir, mi madre me ha dicho que la casa era muy pequeña, que no era como la casa en la que vivíamos antes ni como la de los abuelos. Yo le he dicho que a mi no me importaba.

Es una casa diminuta. La cocina y el salón están juntos y solamente hay una habitación con una cama grande en la que, de momento, vamos a dormir los dos. Hasta ahora solo hemos dormido juntos si estaba malito, o si mi mamá venía a mi cama en mitad de la noche porque tenía miedo. Pero ahora me encanta la idea de dormir con ella siempre, sin que haya ningún motivo.

Mañana viene el camión de la mudanza a las 7 así que mi madre ha dicho que teníamos que cenar y acostarnos muy temprano porque mañana va a ser un día duro. Hemos colocado la planta de flores rosas en la mesita que hay en el salón. Es lo único que hay, además de dos sillas y un sofá que tiene la piel muy gastada en la zona de los brazos. No hay nada más en toda la habitación de momento. Hemos cenado un par de bocadillos que mi madre ha sacado de la bolsa de viaje, de tortilla francesa, que son mis favoritos. Luego ha sacado nuestros pijamas, los cepillos de dientes y unas sábanas que hemos puesto en la cama. En el fondo de la bolsa de viaje había un pequeño aparato, parecido a un móvil con un piloto rojo intermitente, que mi madre ha sacado y ha dejado en la mesilla. Me ha dicho que no lo toque jamás, pase lo que pase. Pero que si suena y ella no lo escucha porque está en la ducha, por ejemplo, que la avise de inmediato.

Después mamá ha abierto la ventana porque hace mucho calor. Yo me he asomado y abajo en la calle he visto al señor de los pies negros. Ahora estaba de pie, hablando solo y gesticulando de un lado a otro de la calle. Nos hemos metido en la cama, pero sin taparnos. Por la ventana entran muchos ruidos de la calle. Se oyen voces, coches, sonidos de ambulancias lejanas. El señor de la calle ha empezado a gritar hasta que alguien desde una ventana le ha dicho: cállate, borracho.  Mamá me ha contado un cuento inventado que son los que más me gustan. Aunque hacía muchísimo calor, y yo estaba asfixiado, mi madre me ha abrazado muy fuerte y yo no he dicho nada. Luego ha pasado algo que nunca antes había pasado, mi madre se ha quedado dormida antes de terminar el cuento y antes de que yo me durmiera. No la he despertado porque parecía muy cansada y porque mañana va a ser un día duro. Me he quedado mirando al techo, contento en nuestra nueva casa. En la oscuridad de la noche sólo se reflejaba el resplandor rojo de la luz intermitente.

domingo, 30 de octubre de 2022

La vieja Chan - Un cuento zen.

 por Marta


El pueblo vio llegar a la vieja Chan hace años. Ya era una anciana cuando llegó y se instaló en la casucha de las afueras, cerca del bosque. Era un chamizo abandonado al pie del camino. Nadie querría vivir ahí. El pueblo sabe que en el bosque hay oscuridad y en los caminos acechan peligros.

A ojos de todos los vecinos la vieja Chan vivía casi en la indigencia. Fue arreglando la casucha con sus propias manos. Unas maderas que recogía de aquí y de allá.

Nadie visitó nunca la casa de la vieja Chan. La gente del pueblo veía a lo lejos cómo los viajeros del camino y las criaturas del bosque entraban en su chabola. Pensaban que la vieja vendía su cuerpo, o algo peor, que vendía su alma a cambio de unas monedas.

La anciana no se acercaba al pueblo. Lo miraba desde lo lejos como el que mira a un desierto. No compraba comida. Cultivaba semillas en un trozo de tierra y recolectaba de cuclillas los brotes tiernos y algún tubérculo. En verano cogía frutas del bosque. En invierno quemaba leña. Plantó almendros dulces alrededor de su cabaña.

El pueblo odiaba a la vieja Chan. Los viajeros del camino ya no se detenían nunca a beber cerveza o vino caliente en las tabernas del pueblo. Las tabernas ya solo eran para la gente del pueblo. Gente que no salía del pueblo.

La primavera había tardado en llegar. Una noche se levantó un terrible viento huracanado. Las gentes del pueblo escuchaban atemorizados el rugido del aire.

Cuando amaneció todas las flores de los almendros estaban en el suelo. Un manto blanco de nieve cubría el terreno alrededor de la casa de la vieja Chan. Nadie supo entonces que la anciana había muerto.

El pueblo vio llegar esa mañana gente y más gente desde todos los lugares. Se arremolinaban alrededor de la casucha de la vieja Chan. El pueblo tuvo miedo. ¿Serían las ánimas de los viajeros que venían a recuperar sus monedas?

Ya entrada la tarde la multitud era incontable. Ancianos, mujeres, niños, jóvenes. Gente que durante todos los años había pasado por allí y habían visitado a la vieja Chan.

Un hombre del pueblo se armó de valor. Saldré a enfrentarme a la multitud, dijo. Les preguntaré a qué han venido, qué quieren de nosotros.

La multitud era abrumadora. Cuando el hombre llegó al borde del camino abriéndose paso entre ellos preguntó a una mujer embarazada, ¿por qué estáis aquí?

La mujer miró al hombre y en sus ojos había una especie de calma, una paz que él nunca había visto en los ojos de nadie del pueblo.

-Venimos por la vieja Chan. Ella nos cambió la vida y el viento nos ha comunicado su muerte. Qué afortunados vosotros que la tuvisteis tan cerca. Vosotros, que pudisteis escuchar sus lecciones de vida día tras día. La vieja Chan era un ser humano único, dichosa sea.

El hombre volvió al pueblo con una nausea en el estómago que le apretaba como un puño. Cuando entró los vecinos le esperaban ansiosos, ávidos de respuestas.

-Cerrad todas las puertas- dijo-. Es gente peligrosa. Mantengamos el pueblo a salvo-.


jueves, 5 de mayo de 2022

Carta a mi diccionario

 Por Marta

 

Maldito diccionario, te odio. Cuánto daño me has hecho con tus palabras. Cuánto he amado que tuvieras una exacta para cada momento. Y ahora me siento engañada. Al final no eres más que un libro…como esos de cocina que hoy había abandonado alguien en un banco de la calle. Me he fiado de ti porque, por ejemplo, me decías el verbo “caminar”, me decías “contigo”. O aquella tarde de verano, que soltaste el imperativo “espérame”, ¿te acuerdas? Qué tonta fui, subió la marea, bajó, subió, bajó… y allí seguía yo, en tu orilla. Llegaste a pronunciar incluso un “te necesito” y yo te creí, y lo que es peor, te necesité tanto...Porque las palabras ocupan dentro de mí tanto como las vísceras. Hay “lo sientos” que cogen aire, hay “nosotros” que dan chispazos en la piel y hay verbos que son pura taquicardia.

Creí, ingenua de mí, que esas bellas palabras podían tocarme…juro que algún día hasta noté sus caricias en la espalda. Pero no, están ancladas a tus páginas con grilletes. No me acompañan en el devenir de los días. Yo les digo: bajad de la estantería, venid conmigo a tirar la basura, acompañadme al súper y hacedme feliz mientras repaso los aditivos en las conservas. Pero ellas no se mueven, me dejan sola, fría frente al lineal de los congelados. Cubierta de cenizas, boqueando en mitad de los restos de una hoguera que se consume en el pasillo de los yogures. Qué crueles esas lindas palabras.

Y la realidad, después de todo, es que no tengo mucho que reprocharte porque, quién podría ser tan imbécil como para no darse cuenta de que, un diccionario, por breve que sea, contiene todo tipo de palabras. Contenías “egoísmo”, cómo no…y cerca del amor gritabas “amargura”. Como no fui capaz de ver que aquel “contigo” iba precedido de tanta “cobardía”.

Hasta aquí ha llegado nuestra historia. Podría prometerme no abrirte más, pero nunca he creído en mis promesas. Tampoco puedo condenarte al fondo de un cajón vacío, te morirías de frío. Si te escondo bajo candado sería incapaz de tirar la llave. Sé que lo que voy a hacer no está bien…no está bien visto quemar los libros. Pero no me queda otra. Esta noche, tus palabras y las mías, arderán en un fuego eterno.

viernes, 25 de febrero de 2022

La preferida

Por Marta

Para una amiga, casi hermana.


Mi brazo rodea por detrás a mi prima Natalia. Y no porque quiera abrazarla a ella en especial, ni porque necesite asirme a nadie…sencillamente porque es la persona que tengo al lado y porque en los entierros familiares conviene notar cerca a quien comparte tu sangre, aunque al día siguiente ya no los veas, aunque no los llames, aunque odies a su marido o a sus insoportables retoños. Noto su hombro huesudo por debajo de la camisa…clavículas, hombros, muñecas…de pequeña los envidiaba. Sus rodillas pétreas, tan bien perfiladas, tan bonitas. Qué huesuda, Nati, qué pequeña y delicada criatura. Me asomo al hueco de la sepultura como el que se asoma a un abismo. Me mareo. Bajan el ataúd otro tramo más y se desequilibra. Bajan con mayor rapidez la parte de los pies de modo que imagino a mi abuelita dentro encogida, como arrodillada, pegando con las rodillas en la tapa y me agobia que ya se quede así para toda la eternidad. Me gustaría parar todo. Abrir la tapa, estirar a mi abuelita. Darle un beso en la frente. El último. Y continuar con la inexorable bajada. Evito sentir ternura hacia mi prima Natalia y su osamenta, pero no lo consigo. Jugábamos en el patio de mi abuela, metidas en un barreño las dos. Los barreños eran grandes y espaciosos, eran lugares lúdicos. Pero luego no ha cuidado de la abuelita, no la ha llamado, no la ha visitado. Y yo la he cuidado, la he llamado, la he visitado. La abuelita lo sabe, yo sé que lo sabe, aunque no me lo diga, aunque le estén cayendo paladas de tierra encima. A Natalia hay que quererla por sus huesos, no por sus comportamientos, me digo, me repito. Nos tomamos un café rápido y nos vamos, que los niños tienen que hacer deberes, que los domingos se nos acumula todo a última hora. Todos los domingos parece asistir, esta familia feliz, a entierros que roban tiempo para las tareas. Asiento y nos tomamos un café. Los niños un refresco y unas patatas fritas. Una bolsa para cada niño, no son de compartir. Y su marido, su insufrible marido, un café y un bollo, porque así ya voy cenado. Pago yo, nadie se me adelanta. Me da una tarjeta con su número de móvil. Es que el teléfono fijo no lo cogemos nunca, tuviste suerte cuando me llamaste para decirme lo de la abuela. Tuviste suerte tú, pienso. Se van y apuro el café, y miro la tarjeta, es de papel reciclado, diseño elegante: Natalia Martín, abogada laboralista. Me he dado cuenta del detalle de que para repartir la herencia no quiere que la llames al incierto teléfono fijo. La abuelita tiene testamento. Sois las dos herederas y así, como hubiera querido la abuelita, se repartirán sus pertenencias. A partes iguales, entre su nieta huesuda y su nieta rolliza. La abuelita se ha cansado de decirlo estos días en el hospital. La casa entre las dos, la cuenta del banco entre las dos, en casa no tengo nada de valor, puedes tirarlo todo…bueno, menos las plantas, llévate las plantas a tu casa y riégalas, que no se te olvide. La abuelita está desvariando, solo me suenan un par de pequeñas macetas con unos cactus. No son cactus. Son crasas, me corrige la abuela. Llamo a los diez días. La abogada laboralista me cuelga. Pero luego me devuelve la llamada, ahora ya siendo mi prima Natalia. Pues me pilla mal lo de ir a recoger la casa de la abuela. No te preocupes. No me preocupo. Vete yendo tú a tirar cosas, a desechar la ropa, esas cosas. Voy yendo yo a tirar cosas, a desechar ropa, a esas cosas de muertos. Y se me hace un nudo en la garganta cuando entro y me embriaga el olor de la casa de la abuelita. Parece que huele todavía a bizcocho. Intento hacer un cálculo mental de cuantos bizcochos se habrán horneado en esa casa. Mil, diez mil…¿un millón? No hay más bizcochos. Se acabaron los bizcochos. Ropa. Bolsas de basura. Revistas. Bolsas de basura. Qué debo quedarme, qué debo tirar. Recetas de cocina. La pelota antiestrés. Las gafas de cerca. Las gafas de lejos. El listín telefónico. El perfume de violetas. Llevo más de tres horas en la casa de la abuela, estoy agotada, me pican los ojos. Me voy a casa. Cojo las bolsas seleccionadas, son cuatro bolsas enormes. Y los cactus. Me acuesto sin cenar. Tantos recuerdos me han removido el estómago. Estoy en un duermevela pensando en mañana…el notario, la partida de defunción, la visita al banco. Mañana sí que estará Natalia, mañana sí. Tengo sed. Mucha sed. Me levanto y voy a la cocina a beber agua. Y pienso en los cactus que llevan sin beber muchos días, desde que la abuela ingresó en el hospital. Pobrecitos. Me siento en el comedor frente a la mesa. Los riego. No son cactus, son crasas. Hay algo raro.  La tierra no chupa. Las hojas carnosas brillan relucientes. Hay algo que no debe ser como debería. No soy botánica pero sí tengo ojos. Las crasas. Plástico, PVC. Muerte. No hay vida. Me sale una carcajada nerviosa. Tiro del racimo de crasas hacia arriba y la planta y la supuesta tierra se desencajan en bloque de la maceta cuadrada. Me asomo al doble fondo de la maceta como el que se asoma a un abismo. Me mareo. Dobladitos, con esmero, un colchón de billetes de quinientos euros. Uno, dos, cinco, diez, veinte… Desencajo la otra maceta… uno, dos, cinco, diez, veinte… Me voy a la cama flotando, riendo, escuchando las risotadas de la abuela cuando me gastaba alguna broma. Yo, la nieta rolliza. La preferida. La abuelita lo sabe, yo sé que lo sabe, aunque no me lo diga.