por Marta
Los
retos personales son importantes en esta vida. Eso dicen. No tengo muy claro si
lo importante es ganarlos, perderlos o simplemente intentar llevarlos a cabo.
Yo es que de retos se muy poco, más bien nada. Con ocho años mis padres me
compraron una maqueta de “Mi gran templo egipcio” y no pasé de los cimientos. Años
más tarde mi primer novio me regaló unas zapatillas de correr y el dorsal para
una futura carrera de 10km; no conseguí hacer más de quinientos metros sin tener
flato. Hace unos meses mi mejor amiga se empeñó en que tenía que acompañarla en
su enésima dieta y que ambas perdiéramos tres o cuatro kilos; compró libros
para contar puntos calóricos, dvd’s para hacer gimnasia… y no hace falta que
diga que la aguja de mi báscula no se movió ni un gramo (por suerte tampoco en
modo ascendente).
Así
podría relataros innumerables eventos en los que he ido fracasando una y otra
vez. Guerras cotidianas en las que suelo desertar. No he conseguido la gloria
en ninguna de ellas. Y es que me he dado cuenta que en ninguna de estas
ocasiones los retos me los he puesto yo, siempre me los ha puesto otro.
Así
que este año nuevo en enero (que es oficialmente cuando uno debe plantearse
desafíos) decidí que iba a estudiar unas oposiciones. Y pensaréis que teniendo
trabajo (como lo tengo) y sin embargo siendo una chica soltera y viviendo en
casa de mis padres el reto más coherente era echarse novio y emanciparse. Pues
os doy la razón. Pero no. Esos son los retos que me ponéis vosotros y que probablemente
intente pero no consiga, como el templo egipcio o la carrera de 10km.
Yo me he propuesto otro reto.
Así
que me fui a una academia, me apunté, me compré temarios, archivadores, libros,
rotuladores… me espera el año más gris de mi vida, encerrada en mi poco tiempo
libre en bibliotecas, rodeada de apuntes, bajo el flexo… El jueves pasado, por
fin, tuve mi primera clase en la academia. Y hoy, que es jueves de nuevo, he
tenido la segunda.
El caso es que todo esto os lo cuento porque
en el trayecto de metro que va desde mi trabajo hasta la academia, tanto el
jueves pasado como éste, he observado dos hechos que han llamado mi atención.
Nada del otro mundo, sucesos cotidianos que, sin embargo, han detenido el trasiego
de mi mente unos segundos. Y he pensado que era una señal: esto merece ser
escrito. Por bello, por extraño, por auténtico. Como os digo, lo he considerado
una señal porque… qué casualidad, justo me pongo a estudiar, decido aparcar
durante una temporada la creatividad que requiere la escritura y curiosamente
las historias vienen a mí. Puntualmente, el mismo día y en el mismo trayecto.
Así
que, si no me falla la intuición, todos los jueves de este año en ese mismo
camino estoy destinada a encontrar algo diferente, algo que me conmueva. Y este
es mi reto. Lo de aprobar las oposiciones sería un puntazo, sí, pero mi
verdadero reto es transmitiros estos pequeños detalles, como píldoras
semanales, para que os hagan este mundo un poco más llevadero. Para no dejar
que se pierdan en la inmensidad del universo.
Píldora 1- Amor de padre
Entro corriendo en el vagón antes de que se
cierren las puertas. Mierda. El primer día y ya voy a llegar tarde. Llevo toda
la mañana sentada en el trabajo pero al entrar en el metro hay un asiento vacío
y si en el metro hay un asiento vacío todo el mundo sabe que es de obligado
cumplimiento sentarse en él: pase lo que pase. Así que me desplomo en él.
Abrigo, paraguas, carpeta, bolso; acumulo todas mis pertenencias encima de mis
piernas en un montón que casi me impide ver al de enfrente. Se abren las
puertas y en la parada de Nuñez de Balboa entra un chico joven. Se sienta al
lado del señor que tengo delante y empiezan a hablar. Observo sus caras, sus
gestos. Se parecen mucho, demasiado. Por su conversación deduzco que son padre
e hijo. Intento disimular y no centrar mi atención en ellos aunque
verdaderamente me gusta mirarlos. Tienen una conversación pausada, prolongan
los silencios, se miran a los ojos. Desvío mis ojos de sus caras y me topo con
algo sorprendente. El chico lleva dos objetos en sus manos que me son muy
familiares. En primer lugar una carpeta azul de la misma academia a la que me dirijo, ¡idéntica a la que tengo yo en mis
manos! Y en segundo lugar, encima de sus rodillas, una vieja mochila con el
siguiente bordado: “Ganadores IV Premio Conoce la U.E”. En realidad mi vieja
mochila no tenía ese mismo bordado si no el de “Finalistas IV Premio Conoce la
U.E”. Hace por lo menos catorce o quince años del concurso que nos llevó a la
final a los dos institutos que más sabían de la Unión Europea de toda la
Comunidad de Madrid. Y yo estaba entre los tres alumnos que representaban a mi
instituto. Aún recuerdo cómo me sudaban las manos. Fallé en la fecha de la
firma del Tratado de la CECA, me equivoqué por un día. Por un solo día. Y eso
nos hizo perder el viaje a Bruselas. A nosotros sólo nos dieron la mochila y
una camiseta. Así que supongo que el chico que ahora mismo tengo enfrente tuvo
la suerte de conocer la sede de la Comisión Europea y de pasearse debajo del
Atomium. Siguen hablando. Me entran ganas de interrumpir su conversación y
contarles todo esto, ¡menuda casualidad! Reprimo la ilusión momentánea que a mí
me hace esta coincidencia y sigo observándoles. Hablan de cosas normales pero
su conversación es en algo diferente a las del resto del vagón: se escuchan. Mientras
uno habla, el otro calla. Respetan los tiempos, se miran a los ojos y ambos
parecen apreciar lo que dice el otro. Están ajenos al ajetreo de alrededor, como
si una burbuja de serenidad los rodease. Llega nuestra parada. Supongo que se bajará
en la misma que yo, a juzgar por su carpeta. Me apresuro a ponerme el abrigo,
el paraguas, el bolso. El chico se levanta y se echa a la espalda la vieja
mochila. Se inclina hacia su padre y, después de darle un beso en la mejilla, se
despide - Te quiero, papá.